/ viernes 20 de enero de 2023

Enfermeras diabólicas: Asesinaron a una mujer por el amor de un hombre

Olinda Aguilar falleció luego de que le inyectaron 10 centímetros cúbicos de Complejo B-12, vitamina mezclada con una sustancia química que se utiliza en las empresas textiles

Tuvieron que pasar al menos unos tres años para que saliera a la luz la verdad sobre un crimen que, cuando ocurrió, quedó registrado como una muerte por causas desconocidas, pero que, debido al chantaje de uno de los colaboradores, se supo que en realidad fue un asesinato

Jamás se le ocurrió a Olinda Aguilar preguntar a las misteriosas enfermeras a qué “mal” se referían cuando llegaron hasta la puerta de su casa para ofrecerle el supuesto antídoto contra “algo” no aclarado y, en un momento de confusión, permitió que la inyectaran.

Se tuvo conocimiento de que no tardó mucho en morir y se creyó que las homicidas utilizaron diez centímetros cúbicos de Complejo B-12, vitamina mezclada con una sustancia química que se utiliza en las empresas textiles.

Jesús Flores Fitz declaró en Cuernavaca que, el 23 de junio de 1963, se encontraba en su domicilio cuando llegó su comadre Enedina Portillo y lo invitó para que manejara un automóvil hacia la capital del país.

Asimismo, añadió que cuando se puso al volante del auto se dio cuenta que ya se encontraban en el mismo Irma Román y María del Carmen Jiménez; entonces le indicaron que iban a curar a la esposa de Eduardo Osuna, a quien también él mismo conocía.

Hasta ese momento todos los involucrados tenían vagas nociones de lo que ocurriría, o lo intuían, pero no se negaron a participar. Fue un enredo mortal, ya que una mujer quiso conservar a su amante, quien no estaba enamorado de ella y, pese a su infidelidad, decía profesarle amor a su esposa.

Crimen pasional casi perfecto

En 1963 un homicidio se desarrolló en el apartamento 7 de la calle Miguel Laurent 1262, colonia Vértiz Narvarte. Aquel día, la policía reportó como “accidental” la muerte de Olinda Aguilar Vivas, quien perdió la vida después de que “se le inyectó” una sustancia no identificada.

Pero, la realidad fue diametralmente opuesta. Al departamento, donde vivía la víctima con sus hijos y su esposo, llegaron Irma Román Miranda y María del Carmen Jiménez, vestidas como enfermeras.

Explicaron a la señora Olinda que formaban parte de una brigada sanitaria de la Secretaría de Salubridad y Asistencia, y que iban a inyectar una vacuna para “prevenir el mal”, según informaron detectives del Servicio Secreto.

Derivado de la mentira bien creída, la señora Aguilar falleció el 23 de junio, a los 29 años, luego de que el medicamento no identificado por las autoridades periciales le fue suministrado vía intravenosa.

Hasta ese momento no hubo una investigación, puesto que de acuerdo con los detectives no había delito que perseguir, ya que parecía ser un caso en donde la mala suerte había actuado.

No obstante, tres años después, el 15 de febrero de 1966, LA PRENSA dio a conocer el epílogo de este intenso drama pasional, protagonizado por Enedina Portillo Aranda, quien aparecía como responsable del asesinato y que en la fecha del homicidio era amante del técnico textil Eduardo Osuna Ibarra, quien estaba casado con Olinda Aguilar.

Este fue uno de esos casos en que el amor fue la fuente del crimen, uno que pudo ser perfecto, dado que Enedina Portillo -la autora intelectual- quiso conservar a su amante deshaciéndose de sus obstáculos (la familia de Eduardo). Al final, ella dijo que todo se debió a una intriga.

Por otra parte, y una de las situaciones que dejaba en la ambigüedad el caso, fue el hecho de que en la necropsia no se precisó de qué murió la víctima, pese a que algunas versiones no oficiales señalaban el envenenamiento como posible causa.

Agentes del Servicio Secreto informaron que Enedina decidió acabar con su rival de amores, a efecto de quitar la barrera que le impedía casarse con Eduardo Osuna.

Sin embargo, todo resultó contrario a los planes de la responsable del crimen, pues su “Romeo” al cabo de algún tiempo se casó con otra mujer y olvidó pronto a Enedina.

Querían dejarla minusválida, pero...

Jamás se le ocurrió a Olinda Aguilar preguntar a las misteriosas enfermeras a qué “mal” se referían y de qué se trataba el antídoto contra eso; aun así, ciega a las culpas, dejó que prosiguiera la farsa y, en un momento de confusión, permitió que la inyectaran.

De acuerdo con el relato que se difundió en aquel entonces, se afirmó que su muerte fue muy rápida, afortunadamente, ya que el dolor debió ser incalculable pero proporcional a una tortura.

Se cree que las homicidas utilizaron 10 centímetros cúbicos de Complejo B-12, vitamina mezclada con una sustancia química que se utiliza en las empresas textiles.

Los médicos que en aquella ocasión autopsiaron al cadáver de la señora Olinda Aguilar, a pesar de que sabían oficialmente que “se le había inyectado algo”, simplemente anotaron que murió por “congestión visceral generalizada”.

Lo anterior supuso que las vísceras fueron sometidas a enérgicas reacciones químicas, aunque la realidad fue que no se descubrió el origen del deceso.

Una pareja diabólica

El caso se tornó complejo debido a que habían pasado tres años del hecho, luego, las pruebas y evidencias no parecían sólidas y, finalmente, todo se derivó de una denuncia por uno de los participantes, quien después desapareció

Enedina Portilla Aranda, Irma Román Miranda y María del Carmen Jiménez viajaron de Cuernavaca, Morelos, al Distrito Federal para cometer el homicidio, eso sí fue lo más preciso de la investigación, aunque de acuerdo con el reportero de LA PRENSA, habrían sido solamente Irma y María quienes se presentaron ante Olinda y las que perpetraron el crimen.

Efectuaron el viaje a bordo de un auto Renault que manejó Jesús Flores Fitz, compadre de Enedina. Aquel hombre se dio cuenta de la criminal maniobra y, por mucho tiempo, se dedicó a chantajeara su comadre, que le dio dinero para que comprara un camión. Se calcula que le estafó alrededor de 30 mil pesos.

Irma Román, quien se encontraba detenida en el Servicio Secreto, al igual que la principal responsable del crimen, también participó en el chantaje.

Por su parte, María del Carmen Jiménez después de haber contraído matrimonio, mudó su residencia, por lo cual se ignoraba su paradero en 1966.

Cabe mencionar que entre el crimen y su resolución transcurrieron al menos unos tres años, ya que, primero, el caso, aparentemente resuelto -pese a todas las interrogantes-, dejó un vacío que, segundo, se fue aclarando despaciosamente.

A decir de la policía, llegó un momento en que Enedina se negó a darle más dinero a su compadre Jesús, pero éste no quedó conforme y se valió de un agente de la Policía Judicial de Morelos, de apellido Salgado, para extorsionar aún más a la citada mujer. El agente judicial exigió 80 mil pesos a Enedina, quien en un principio aceptó pagar esa suma, pero luego se ocultó al detective y éste, en venganza, hizo que Jesús Flores relatara a la policía todo el caso.

Hecha la denuncia respectiva, Jesús Flores y el agente judicial desaparecieron de la ciudad de Cuernavaca. Al parecer, huyeron hacia el Estado de Guerrero.

Después de eso, el subjefe de la Policía de Cuernavaca solicitó la intervención del Servicio Secreto y el comandante Jesús García Jiménez comisionó a los agentes Jesús López Miranda, Rodolfo Candiani Badián y José Luis Cabrera Morales para que investigaran el suceso.

Dichos detectives se trasladaron al estado de Morelos, donde localizaron tanto a Enedina Portillo como a Irma Román. En tanto que a Eduardo Osuna Ibarra se le encontró en el entonces Distrito Federal, y, a pesar de que aseguraba que nunca se enteró del motivo de la muerte de su esposa, se le interrogó ampliamente a efecto de precisar si era inocente o culpable del crimen.

Un viaje relámpago

Jesús Flores Fitz declaró en Cuernavaca, que el 23 de junio de 1963 se encontraba en su domicilio cuando llegó su comadre Enedina Portillo y le pidió que manejara un automóvil hacia la capital del país.

Añadió Jesús que cuando se puso al volante del automóvil se dio cuenta que ya se encontraban en el mismo Irma Román y María del Carmen Jiménez. A él le indicaron que iban a curar a la esposa de Eduardo Osuna, a quien también conocía.

Recordaba Jesús que en el trayecto se percató que Enedina entregó una cajita metálica a Irma Román, y que al llegar a Calzada de Tlalpan, a la altura de División del Norte, la propia Enedina se despidió de ellos.

De allí se enfilaron rumbo a la colonia Vertiz Narvarte, y, entonces, Irma y María del Carmen se despojaron de sus vestidos, pues también llevaban puestos otros blancos que las hacían ver como enfermeras.

Según el declarante, las supuestas enfermeras salieron del edificio ya mencionado media hora más tarde y luego emprendieron el viaje de regreso a Cuernavaca.

El testigo dijo que las mujeres se deshicieron de la cajita metálica y medicamentos arrojándolos por la ventana del coche y luego comenzaron a secretearse, por lo que supuso que algo malo había ocurrido en aquel departamento.

Entonces, Jesús Flores interrogó a Irma, quien reaccionó como si fuera algo natural lo que habían hecho y dijo: “sólo íbamos a darle un susto a la esposa de Eduardo, pero se nos murió…”

Posteriormente, reclamó a Enedina, quien le dijo que no se preocupara, pues si algo sucedía “ella asumiría toda la responsabilidad”. En realidad, la amante del técnico textil deseaba dejar minusválida a la señora Olinda Aguilar, para que a causa de su estado, aquel dejara a la esposa para quedarse con ella.

Por su parte, Irma Román confesó que se encontraba en su domicilio del estado de Morelos cuando Jesús le pidió que a petición de Enedina lo acompañara a inyectar a una persona y que se vistiera como enfermera, porque “la enferma era de buena posición económica”.

Continuó con su relato Irma para tratar de destrabar el asunto y no cargar con toda la culpa, pues había más implicados:

-Como le debía muchos favores a Enedina, acepté la propuesta, pero yo ignoraba que tuviese que viajar a la ciudad de México. Cuando circulábamos por la carretera, me comunicaron el plan y la propia Enedina me entregó unos frascos, uno de los cuales contenía una sustancia amarillenta.

Irma Román nunca sospechó

Irma Román aseguró que nunca supo cuál fue la “auténtica” finalidad de inyectar a la señora Aguilar, pero que su amiga Enedina le dijo que “se trataba de darle un pequeño susto a la vieja…”

Aceptó la acusada que con María del Carmen Jiménez penetró al apartamento de la víctima y después de que convencieron a ésta de que debían inyectarla, le aplicaron diez centímetros del líquido que llevaban. Una inyección se la pusieron en el brazo izquierdo y otra en una pantorrilla.

Irma fue testigo de que Olinda Aguilar, madre de tres niñas, murió en pocos minutos.

Irma Román sí era enfermera y aseguró que no volvió a ocuparse del caso por temor a que la encarcelaran, pero que en días pasados la llamó Enedina para decirle que le urgía verla porque un agente de la Policía Judicial de Morelos le exigía 80 mil pesos.

Luego se supo que Enedina se comunicó con un abogado suyo y desde que le pidieron la cantidad mencionada ya no salió hasta que le llevaron un amparo. Desde luego, el detective provocó que el caso fuera denunciado.

Y él no sabía nada

Eduardo Osuna, de 32 años de edad, declaró que en enero de 1960 contrajo matrimonio con Olinda Aguilar, con la que vivió algún tiempo en Cuernavaca, pues él trabajaba en una empresa textil de Morelos. En 1963 viajaron al Distrito Federal porque él encontró un nuevo empleo.

Eduardo aclaró asimismo que lo del romance con Enedina era algo cierto, que habían tenido una relación fugaz y de brevedad en donde no trascendió nada, ya que él no tenía intenciones de abandonar a su esposa por ella.

-Yo tomé eso como un pasatiempo y sólo en una ocasión Enedina me dijo que le gustaría casarse conmigo. Le dije que no era posible porque yo amaba a Olinda. Y Enedina pareció conformarse, nunca tuvimos dificultades -declaró el técnico textil.

Luego recordó que a Olinda le llegaron tres recados anónimos en los que le explicaban que él la engañaba con otra mujer. Sin embargo, su esposa no se dejó inquietar por los documentos y “no me cabe duda que Enedina fue la autora de los anónimos”.

Pero el técnico textil jamás sospechó que su esposa hubiese sido víctima de un asesinato. Se enteró hasta que se lo dijeron los agentes secretos.

No había entendido lo del dictamen sobre “congestión visceral generalizada” (términos forenses utilizados cuando los peritos no saben “precisar objetivamente” lo que sucedió), por lo que siempre creyó que Olinda había fallecido por enfermedad.

Tres meses antes de la muerte de Olinda, Eduardo había intentado terminar sus relaciones con Enedina, pero no pudo hacerlo por la insistencia de la mujer.

En noviembre de 1964 contrajo nupcias el técnico con Olivia, quien se hizo cargo de las tres hijitas de Olinda.

Con base en la negación

De 34 años de edad en 1966, la guerrerense Enedina Portillo dijo ser auxiliar de enfermería y que “nada sabía del asesinato que le achacaban”.

A una pregunta de los detectives dijo que ignoraba por qué su compadre Jesús Flores y la enfermera Irma Román “le lanzaban tan graves cargos”.

Obviamente, Jesús la humilló siempre con amenazas y durante meses sostuvo relaciones de amasiato con el compadre, pero “jamás hubo cariño de por medio”.

Muy inteligente, Enedina enfatizó que Olinda Aguilar había intentado suicidarse en varias ocasiones y “tal vez se quitó la vida sin dejar recado póstumo”.

Aceptó como merecidos los momentos que quizás fue dichosa con aquel hombre al que, dijo, “tal vez nunca quise”.

Fueron varios abogados los que defendieron a Enedina de ir a prisión por el resto de sus días, pues tuvieron la firme esperanza en que pronto recuperaría su libertad, esto debido a que el resultado de la necropsia no revelaba la verdadera causa de la muerte de Olinda.

Hábil y siniestra

Quizá tenía noción de la magnitud de sus acciones; cualquier dictamen final para ella resultaba baladí, por ello parecía retadora, impasible, quizá hasta rebelde, pues lo que más amaba ya lo había perdido y, así, la vida valía nada, incluso tras las rejas

Enedina Portillo también declaró que no tenía interés en perjudicar a la esposa de su amigo, así que “lo del viaje y la inyección eran puros cuentos…”

Varios penalistas de renombre se hicieron cargo de la defensa de Enedina, una vez que se enteraron que la necropsia no había revelado mayores datos sobre la sustancia que provocó el deceso de la infortunada madre de las tres pequeñitas.

Fue tal la confusión que, al día siguiente, ensoberbecida por los consejos de sus abogados, la audaz criminal retó a las autoridades al decir que nadie podría demostrar que ella era la autora intelectual del crimen de Olinda Aguilar Vivas.

Las detenidas ya eran conocidas como Las Diabólicas cuando la señora preguntaba: “¿Cómo saben que no murió del corazón o por otra causa? ¿Por qué los mismos legistas no pudieron saber de qué falleció Olinda? ¿Qué testigos tiene la policía para asegurar que yo envié a Irma y María del Carmen para que inyectaran a la señora Aguilar?”

Lamentablemente para la justicia, Enedina actuó en la época adecuada para obtener impunidad por negligencia pericial. Los químicos que realizaban los peritajes no sometían las vísceras a distintos reactivos y, lógicamente, no surgían los indicios que hubiesen podido enviar a prisión por muchos años a la “diabólica mayor”, ayudante de enfermería.

Cabe anotar que a sabiendas de su triunfo parcial, la señora nada confesó a pesar del interrogatorio a que la sometió Fernando Ortiz de la Peña, entonces director de Investigaciones de la Procuraduría de Justicia del Distrito.

Simplemente, jugó con los datos porque estaba enterada que mientras no hubiera una revolución en la química que manejaban los peritos, no sólo ella, sino otros muchos asesinos no podrían ser castigados como hubiesen merecido.

Empero, el químico Manuel Vázquez señaló que “había barbitúricos en volumen no cuantificable en las vísceras de Olinda Aguilar Vivas” y que la occisa presentaba una punción en el brazo derecho, tal como había declarado Irma Román, cómplice del asesinato. En adición, infirieron que le habría sido casi imposible inyectarse ella misma en la vena del brazo dominante con el no dominante, por lo tanto, resultaba evidente que tuvo la “ayuda de alguien”.

Enedina y su cómplice quedaron bien presas

De cualquier forma, ambas fueron consignadas al viejo y tenebroso Palacio Negro de Lecumberri: una se mostró impasible, mientras a la otra se le notaba la angustia de perder no sólo la libertad, sino su propia vida por un crimen que no planeó. Por su parte, Eduardo Osuna recobró la libertad, tras ser detenido para investigación.

El jueves 23 de febrero de 1966 alrededor de las 14 horas, el juez Alfonso Méndez Barraza dictó auto de formal prisión a la pareja “diabólica”, Irma Román y Enedina Portillo.

Sin inmutarse, Enedina miró a su abogado Cuauhtémoc Mendoza Giles, a quien le dijo de manera visceral: “Haga usted lo que tiene que hacer”.

Pese a que en reiteradas ocasiones se repitió que en los exámenes no se había determinado qué causó la muerte de Olinda, durante el transcurso de la investigación y el juicio, se descubrieron otros elementos que aportaron pruebas para resolver el caso de una forma clara y con justicia.

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Para ello se llevaron a cabo nuevas pruebas científicas, en ese sentido, la de mayor trascendencia fue un examen químico-toxicológico, el cual practicó un médico legista y cuyo resultado fue que Olinda Aguilar murió víctima de una sustancia rara.

En vísceras o sangre de la víctima no se encontraron residuos de sustancias tóxicas o venenosas, sólo residuos de barbitúricos, pero en tan pequeñas cantidades que resultó imposible que aquellos causaran la muerte.

Por lo tanto, con base en estos y otros elementos aportados, el juez resolvió que en el caso de la sustancia que le inyectó Irma Román Miranda, pese a que fue imperceptible, sí fue la causa de la congestión visceral.

Y, finalmente, para tomar la última resolución, el juez consideró que como Enedina había participado como enfermera en una intervención médica de Olina, por eso mismo tuvo acceso al expediente clínico de la víctima y, una vez que supo qué medicamento le resultaría mortal inyectado en una vena, planeó -lo que según creyeron- “darle un susto”, pero que la llevó a la tumba.

De este modo, quedó resuelto uno de los casos más mórbidos de la turbia década de 1960.

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Tuvieron que pasar al menos unos tres años para que saliera a la luz la verdad sobre un crimen que, cuando ocurrió, quedó registrado como una muerte por causas desconocidas, pero que, debido al chantaje de uno de los colaboradores, se supo que en realidad fue un asesinato

Jamás se le ocurrió a Olinda Aguilar preguntar a las misteriosas enfermeras a qué “mal” se referían cuando llegaron hasta la puerta de su casa para ofrecerle el supuesto antídoto contra “algo” no aclarado y, en un momento de confusión, permitió que la inyectaran.

Se tuvo conocimiento de que no tardó mucho en morir y se creyó que las homicidas utilizaron diez centímetros cúbicos de Complejo B-12, vitamina mezclada con una sustancia química que se utiliza en las empresas textiles.

Jesús Flores Fitz declaró en Cuernavaca que, el 23 de junio de 1963, se encontraba en su domicilio cuando llegó su comadre Enedina Portillo y lo invitó para que manejara un automóvil hacia la capital del país.

Asimismo, añadió que cuando se puso al volante del auto se dio cuenta que ya se encontraban en el mismo Irma Román y María del Carmen Jiménez; entonces le indicaron que iban a curar a la esposa de Eduardo Osuna, a quien también él mismo conocía.

Hasta ese momento todos los involucrados tenían vagas nociones de lo que ocurriría, o lo intuían, pero no se negaron a participar. Fue un enredo mortal, ya que una mujer quiso conservar a su amante, quien no estaba enamorado de ella y, pese a su infidelidad, decía profesarle amor a su esposa.

Crimen pasional casi perfecto

En 1963 un homicidio se desarrolló en el apartamento 7 de la calle Miguel Laurent 1262, colonia Vértiz Narvarte. Aquel día, la policía reportó como “accidental” la muerte de Olinda Aguilar Vivas, quien perdió la vida después de que “se le inyectó” una sustancia no identificada.

Pero, la realidad fue diametralmente opuesta. Al departamento, donde vivía la víctima con sus hijos y su esposo, llegaron Irma Román Miranda y María del Carmen Jiménez, vestidas como enfermeras.

Explicaron a la señora Olinda que formaban parte de una brigada sanitaria de la Secretaría de Salubridad y Asistencia, y que iban a inyectar una vacuna para “prevenir el mal”, según informaron detectives del Servicio Secreto.

Derivado de la mentira bien creída, la señora Aguilar falleció el 23 de junio, a los 29 años, luego de que el medicamento no identificado por las autoridades periciales le fue suministrado vía intravenosa.

Hasta ese momento no hubo una investigación, puesto que de acuerdo con los detectives no había delito que perseguir, ya que parecía ser un caso en donde la mala suerte había actuado.

No obstante, tres años después, el 15 de febrero de 1966, LA PRENSA dio a conocer el epílogo de este intenso drama pasional, protagonizado por Enedina Portillo Aranda, quien aparecía como responsable del asesinato y que en la fecha del homicidio era amante del técnico textil Eduardo Osuna Ibarra, quien estaba casado con Olinda Aguilar.

Este fue uno de esos casos en que el amor fue la fuente del crimen, uno que pudo ser perfecto, dado que Enedina Portillo -la autora intelectual- quiso conservar a su amante deshaciéndose de sus obstáculos (la familia de Eduardo). Al final, ella dijo que todo se debió a una intriga.

Por otra parte, y una de las situaciones que dejaba en la ambigüedad el caso, fue el hecho de que en la necropsia no se precisó de qué murió la víctima, pese a que algunas versiones no oficiales señalaban el envenenamiento como posible causa.

Agentes del Servicio Secreto informaron que Enedina decidió acabar con su rival de amores, a efecto de quitar la barrera que le impedía casarse con Eduardo Osuna.

Sin embargo, todo resultó contrario a los planes de la responsable del crimen, pues su “Romeo” al cabo de algún tiempo se casó con otra mujer y olvidó pronto a Enedina.

Querían dejarla minusválida, pero...

Jamás se le ocurrió a Olinda Aguilar preguntar a las misteriosas enfermeras a qué “mal” se referían y de qué se trataba el antídoto contra eso; aun así, ciega a las culpas, dejó que prosiguiera la farsa y, en un momento de confusión, permitió que la inyectaran.

De acuerdo con el relato que se difundió en aquel entonces, se afirmó que su muerte fue muy rápida, afortunadamente, ya que el dolor debió ser incalculable pero proporcional a una tortura.

Se cree que las homicidas utilizaron 10 centímetros cúbicos de Complejo B-12, vitamina mezclada con una sustancia química que se utiliza en las empresas textiles.

Los médicos que en aquella ocasión autopsiaron al cadáver de la señora Olinda Aguilar, a pesar de que sabían oficialmente que “se le había inyectado algo”, simplemente anotaron que murió por “congestión visceral generalizada”.

Lo anterior supuso que las vísceras fueron sometidas a enérgicas reacciones químicas, aunque la realidad fue que no se descubrió el origen del deceso.

Una pareja diabólica

El caso se tornó complejo debido a que habían pasado tres años del hecho, luego, las pruebas y evidencias no parecían sólidas y, finalmente, todo se derivó de una denuncia por uno de los participantes, quien después desapareció

Enedina Portilla Aranda, Irma Román Miranda y María del Carmen Jiménez viajaron de Cuernavaca, Morelos, al Distrito Federal para cometer el homicidio, eso sí fue lo más preciso de la investigación, aunque de acuerdo con el reportero de LA PRENSA, habrían sido solamente Irma y María quienes se presentaron ante Olinda y las que perpetraron el crimen.

Efectuaron el viaje a bordo de un auto Renault que manejó Jesús Flores Fitz, compadre de Enedina. Aquel hombre se dio cuenta de la criminal maniobra y, por mucho tiempo, se dedicó a chantajeara su comadre, que le dio dinero para que comprara un camión. Se calcula que le estafó alrededor de 30 mil pesos.

Irma Román, quien se encontraba detenida en el Servicio Secreto, al igual que la principal responsable del crimen, también participó en el chantaje.

Por su parte, María del Carmen Jiménez después de haber contraído matrimonio, mudó su residencia, por lo cual se ignoraba su paradero en 1966.

Cabe mencionar que entre el crimen y su resolución transcurrieron al menos unos tres años, ya que, primero, el caso, aparentemente resuelto -pese a todas las interrogantes-, dejó un vacío que, segundo, se fue aclarando despaciosamente.

A decir de la policía, llegó un momento en que Enedina se negó a darle más dinero a su compadre Jesús, pero éste no quedó conforme y se valió de un agente de la Policía Judicial de Morelos, de apellido Salgado, para extorsionar aún más a la citada mujer. El agente judicial exigió 80 mil pesos a Enedina, quien en un principio aceptó pagar esa suma, pero luego se ocultó al detective y éste, en venganza, hizo que Jesús Flores relatara a la policía todo el caso.

Hecha la denuncia respectiva, Jesús Flores y el agente judicial desaparecieron de la ciudad de Cuernavaca. Al parecer, huyeron hacia el Estado de Guerrero.

Después de eso, el subjefe de la Policía de Cuernavaca solicitó la intervención del Servicio Secreto y el comandante Jesús García Jiménez comisionó a los agentes Jesús López Miranda, Rodolfo Candiani Badián y José Luis Cabrera Morales para que investigaran el suceso.

Dichos detectives se trasladaron al estado de Morelos, donde localizaron tanto a Enedina Portillo como a Irma Román. En tanto que a Eduardo Osuna Ibarra se le encontró en el entonces Distrito Federal, y, a pesar de que aseguraba que nunca se enteró del motivo de la muerte de su esposa, se le interrogó ampliamente a efecto de precisar si era inocente o culpable del crimen.

Un viaje relámpago

Jesús Flores Fitz declaró en Cuernavaca, que el 23 de junio de 1963 se encontraba en su domicilio cuando llegó su comadre Enedina Portillo y le pidió que manejara un automóvil hacia la capital del país.

Añadió Jesús que cuando se puso al volante del automóvil se dio cuenta que ya se encontraban en el mismo Irma Román y María del Carmen Jiménez. A él le indicaron que iban a curar a la esposa de Eduardo Osuna, a quien también conocía.

Recordaba Jesús que en el trayecto se percató que Enedina entregó una cajita metálica a Irma Román, y que al llegar a Calzada de Tlalpan, a la altura de División del Norte, la propia Enedina se despidió de ellos.

De allí se enfilaron rumbo a la colonia Vertiz Narvarte, y, entonces, Irma y María del Carmen se despojaron de sus vestidos, pues también llevaban puestos otros blancos que las hacían ver como enfermeras.

Según el declarante, las supuestas enfermeras salieron del edificio ya mencionado media hora más tarde y luego emprendieron el viaje de regreso a Cuernavaca.

El testigo dijo que las mujeres se deshicieron de la cajita metálica y medicamentos arrojándolos por la ventana del coche y luego comenzaron a secretearse, por lo que supuso que algo malo había ocurrido en aquel departamento.

Entonces, Jesús Flores interrogó a Irma, quien reaccionó como si fuera algo natural lo que habían hecho y dijo: “sólo íbamos a darle un susto a la esposa de Eduardo, pero se nos murió…”

Posteriormente, reclamó a Enedina, quien le dijo que no se preocupara, pues si algo sucedía “ella asumiría toda la responsabilidad”. En realidad, la amante del técnico textil deseaba dejar minusválida a la señora Olinda Aguilar, para que a causa de su estado, aquel dejara a la esposa para quedarse con ella.

Por su parte, Irma Román confesó que se encontraba en su domicilio del estado de Morelos cuando Jesús le pidió que a petición de Enedina lo acompañara a inyectar a una persona y que se vistiera como enfermera, porque “la enferma era de buena posición económica”.

Continuó con su relato Irma para tratar de destrabar el asunto y no cargar con toda la culpa, pues había más implicados:

-Como le debía muchos favores a Enedina, acepté la propuesta, pero yo ignoraba que tuviese que viajar a la ciudad de México. Cuando circulábamos por la carretera, me comunicaron el plan y la propia Enedina me entregó unos frascos, uno de los cuales contenía una sustancia amarillenta.

Irma Román nunca sospechó

Irma Román aseguró que nunca supo cuál fue la “auténtica” finalidad de inyectar a la señora Aguilar, pero que su amiga Enedina le dijo que “se trataba de darle un pequeño susto a la vieja…”

Aceptó la acusada que con María del Carmen Jiménez penetró al apartamento de la víctima y después de que convencieron a ésta de que debían inyectarla, le aplicaron diez centímetros del líquido que llevaban. Una inyección se la pusieron en el brazo izquierdo y otra en una pantorrilla.

Irma fue testigo de que Olinda Aguilar, madre de tres niñas, murió en pocos minutos.

Irma Román sí era enfermera y aseguró que no volvió a ocuparse del caso por temor a que la encarcelaran, pero que en días pasados la llamó Enedina para decirle que le urgía verla porque un agente de la Policía Judicial de Morelos le exigía 80 mil pesos.

Luego se supo que Enedina se comunicó con un abogado suyo y desde que le pidieron la cantidad mencionada ya no salió hasta que le llevaron un amparo. Desde luego, el detective provocó que el caso fuera denunciado.

Y él no sabía nada

Eduardo Osuna, de 32 años de edad, declaró que en enero de 1960 contrajo matrimonio con Olinda Aguilar, con la que vivió algún tiempo en Cuernavaca, pues él trabajaba en una empresa textil de Morelos. En 1963 viajaron al Distrito Federal porque él encontró un nuevo empleo.

Eduardo aclaró asimismo que lo del romance con Enedina era algo cierto, que habían tenido una relación fugaz y de brevedad en donde no trascendió nada, ya que él no tenía intenciones de abandonar a su esposa por ella.

-Yo tomé eso como un pasatiempo y sólo en una ocasión Enedina me dijo que le gustaría casarse conmigo. Le dije que no era posible porque yo amaba a Olinda. Y Enedina pareció conformarse, nunca tuvimos dificultades -declaró el técnico textil.

Luego recordó que a Olinda le llegaron tres recados anónimos en los que le explicaban que él la engañaba con otra mujer. Sin embargo, su esposa no se dejó inquietar por los documentos y “no me cabe duda que Enedina fue la autora de los anónimos”.

Pero el técnico textil jamás sospechó que su esposa hubiese sido víctima de un asesinato. Se enteró hasta que se lo dijeron los agentes secretos.

No había entendido lo del dictamen sobre “congestión visceral generalizada” (términos forenses utilizados cuando los peritos no saben “precisar objetivamente” lo que sucedió), por lo que siempre creyó que Olinda había fallecido por enfermedad.

Tres meses antes de la muerte de Olinda, Eduardo había intentado terminar sus relaciones con Enedina, pero no pudo hacerlo por la insistencia de la mujer.

En noviembre de 1964 contrajo nupcias el técnico con Olivia, quien se hizo cargo de las tres hijitas de Olinda.

Con base en la negación

De 34 años de edad en 1966, la guerrerense Enedina Portillo dijo ser auxiliar de enfermería y que “nada sabía del asesinato que le achacaban”.

A una pregunta de los detectives dijo que ignoraba por qué su compadre Jesús Flores y la enfermera Irma Román “le lanzaban tan graves cargos”.

Obviamente, Jesús la humilló siempre con amenazas y durante meses sostuvo relaciones de amasiato con el compadre, pero “jamás hubo cariño de por medio”.

Muy inteligente, Enedina enfatizó que Olinda Aguilar había intentado suicidarse en varias ocasiones y “tal vez se quitó la vida sin dejar recado póstumo”.

Aceptó como merecidos los momentos que quizás fue dichosa con aquel hombre al que, dijo, “tal vez nunca quise”.

Fueron varios abogados los que defendieron a Enedina de ir a prisión por el resto de sus días, pues tuvieron la firme esperanza en que pronto recuperaría su libertad, esto debido a que el resultado de la necropsia no revelaba la verdadera causa de la muerte de Olinda.

Hábil y siniestra

Quizá tenía noción de la magnitud de sus acciones; cualquier dictamen final para ella resultaba baladí, por ello parecía retadora, impasible, quizá hasta rebelde, pues lo que más amaba ya lo había perdido y, así, la vida valía nada, incluso tras las rejas

Enedina Portillo también declaró que no tenía interés en perjudicar a la esposa de su amigo, así que “lo del viaje y la inyección eran puros cuentos…”

Varios penalistas de renombre se hicieron cargo de la defensa de Enedina, una vez que se enteraron que la necropsia no había revelado mayores datos sobre la sustancia que provocó el deceso de la infortunada madre de las tres pequeñitas.

Fue tal la confusión que, al día siguiente, ensoberbecida por los consejos de sus abogados, la audaz criminal retó a las autoridades al decir que nadie podría demostrar que ella era la autora intelectual del crimen de Olinda Aguilar Vivas.

Las detenidas ya eran conocidas como Las Diabólicas cuando la señora preguntaba: “¿Cómo saben que no murió del corazón o por otra causa? ¿Por qué los mismos legistas no pudieron saber de qué falleció Olinda? ¿Qué testigos tiene la policía para asegurar que yo envié a Irma y María del Carmen para que inyectaran a la señora Aguilar?”

Lamentablemente para la justicia, Enedina actuó en la época adecuada para obtener impunidad por negligencia pericial. Los químicos que realizaban los peritajes no sometían las vísceras a distintos reactivos y, lógicamente, no surgían los indicios que hubiesen podido enviar a prisión por muchos años a la “diabólica mayor”, ayudante de enfermería.

Cabe anotar que a sabiendas de su triunfo parcial, la señora nada confesó a pesar del interrogatorio a que la sometió Fernando Ortiz de la Peña, entonces director de Investigaciones de la Procuraduría de Justicia del Distrito.

Simplemente, jugó con los datos porque estaba enterada que mientras no hubiera una revolución en la química que manejaban los peritos, no sólo ella, sino otros muchos asesinos no podrían ser castigados como hubiesen merecido.

Empero, el químico Manuel Vázquez señaló que “había barbitúricos en volumen no cuantificable en las vísceras de Olinda Aguilar Vivas” y que la occisa presentaba una punción en el brazo derecho, tal como había declarado Irma Román, cómplice del asesinato. En adición, infirieron que le habría sido casi imposible inyectarse ella misma en la vena del brazo dominante con el no dominante, por lo tanto, resultaba evidente que tuvo la “ayuda de alguien”.

Enedina y su cómplice quedaron bien presas

De cualquier forma, ambas fueron consignadas al viejo y tenebroso Palacio Negro de Lecumberri: una se mostró impasible, mientras a la otra se le notaba la angustia de perder no sólo la libertad, sino su propia vida por un crimen que no planeó. Por su parte, Eduardo Osuna recobró la libertad, tras ser detenido para investigación.

El jueves 23 de febrero de 1966 alrededor de las 14 horas, el juez Alfonso Méndez Barraza dictó auto de formal prisión a la pareja “diabólica”, Irma Román y Enedina Portillo.

Sin inmutarse, Enedina miró a su abogado Cuauhtémoc Mendoza Giles, a quien le dijo de manera visceral: “Haga usted lo que tiene que hacer”.

Pese a que en reiteradas ocasiones se repitió que en los exámenes no se había determinado qué causó la muerte de Olinda, durante el transcurso de la investigación y el juicio, se descubrieron otros elementos que aportaron pruebas para resolver el caso de una forma clara y con justicia.

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Para ello se llevaron a cabo nuevas pruebas científicas, en ese sentido, la de mayor trascendencia fue un examen químico-toxicológico, el cual practicó un médico legista y cuyo resultado fue que Olinda Aguilar murió víctima de una sustancia rara.

En vísceras o sangre de la víctima no se encontraron residuos de sustancias tóxicas o venenosas, sólo residuos de barbitúricos, pero en tan pequeñas cantidades que resultó imposible que aquellos causaran la muerte.

Por lo tanto, con base en estos y otros elementos aportados, el juez resolvió que en el caso de la sustancia que le inyectó Irma Román Miranda, pese a que fue imperceptible, sí fue la causa de la congestión visceral.

Y, finalmente, para tomar la última resolución, el juez consideró que como Enedina había participado como enfermera en una intervención médica de Olina, por eso mismo tuvo acceso al expediente clínico de la víctima y, una vez que supo qué medicamento le resultaría mortal inyectado en una vena, planeó -lo que según creyeron- “darle un susto”, pero que la llevó a la tumba.

De este modo, quedó resuelto uno de los casos más mórbidos de la turbia década de 1960.

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