/ viernes 25 de noviembre de 2022

La Casa de los Macetones: Rafael secuestró a su familia durante 18 años

A mediados del año 1959 se descorrió el velo en uno de los casos más insólitos que se haya conocido, un padre que mantuvo oculta a su familia contra su voluntad

Dicen que la casa de un hombre es su castillo, pero hay casos en los cuales ese lugar se convierte en una prisión aterradora o un infierno diminuto. La historia de una de las familias de Rafael Pérez Hernández es la variación de una de las posibilidades antes citadas.

Los hechos, por su parte, son un fragmento de lo sucedido durante al menos dieciocho años y que, al final, vio la luz a través de las páginas de LA PRENSA. Quizás desde antes ya se había configurado ese espacio de encierro, cuando Rafael se llevó a su entonces esposa, Sonia María Rosa Noé Uzueta, a vivir con él y cuando todo parecía haber terminado, la propia historia mantendría para la posteridad amurallada a la familia Pérez Noé.

Tal como lo dio a conocer LA PRENSA, se estableció que “un loco tuvo secuestrados a su esposa y a sus seis hijos durante 18 años, hasta que agentes del Servicio Secreto lo capturaron y pusieron en libertad a los cautivos, que ni siquiera conocían la calle donde estaba su casa”.

Fue el caso más insólito del año 1959, de acuerdo a cómo lo calificó y clasificó la Jefatura de Policía del Distrito Federal. Y fue insólito no sólo por lo mediático, sino por las causa y las condiciones, ya que un secuestro tan prolongado quizás sólo era concebido como algo que pudiera ocurrir en las películas o en alguna novela de horror. Además de que no sólo se trataba de un simple encierro, sino de un padre que durante 18 años martirizó y sumió en la ignorancia a su esposa e hijos, quienes lloraban y gritaban de pavor con solo oír la voz del “ogro”. Todo lo que en estas líneas se cuenta no es sino un fragmento del testimonio de El Diario de las Mayorías, que dio seguimiento y cobertura durante los días que duró el acontecimiento.

Todo habría comenzado alrededor de 1941, cuando Rafael Pérez Hernández casó con Sonia María Rosa Noé Uzueta y se la llevó a vivir a una casa que ahora ya no existe, pero en ese entonces se ubicaba en Insurgentes Norte.

Tan pronto como se conoció el caso, los diarios comenzaron a llamar Rafael de muchas maneras, pero para referirse de un modo más específico le decían El Loco. Rafael había instalado en su caserón una pequeña industria para elaborar raticidas e insecticidas; motivo también por el cual su mote de El Loco varió a El Químico Loco.

Con el paso de los años, su familia fue creciendo hasta contar con seis hijos, más el matrimonio; a sus vástagos los bautizó con nombres poco comunes, por ello, también fue señalado como una persona desequilibrada o fuera de sus cabales.

Fotos Archivo Biblioteca, Hemeroteca y Fototeca "Mario Vázquez Raña" y La Prensa

Sus hijos fueron Indómita, que en el momento de la desventurada hora del rescate contaba con 17 años; Libre, de 15 años; Soberano, de 14; Triunfador, de 12; Bienvivir, de 10, y con apenas 45 días, la última de su estirpe, Evolución y Libre Pensamiento.

Hambre, violencia y muerte

Conforme fueron creciendo los muchachos, Pérez Hernández los fue explotando, ya que los obligaba a trabajar en la elaboración de insecticidas sin dejarlos salir a la calle, ni mucho menos mandarlos a una escuela, o eso fue lo que se dijo.

Cada 15 días, el padre opresor salía a embarcar sus productos y a comprar miserables víveres -frijoles, avena y pan- con los que medio alimentaba a su familia.

La esquizofrenia del individuo era casi fatal para su esposa e hijos, ya que con el menor pretexto los golpeaba sin misericordia.

Vestidos con harapos, descalzos y muertos de hambre, los niños trabajaban y sufrían sin protestar, aterrorizados por las amenazas del desnaturalizado individuo que, pistola o cuchillo en mano, juraba matarlos si protestaban o escapaban.

Aunque las variantes en la historia son tantas que incluso difieren unas de otras, en ese momento, LA PRENSA llamó “heroína” a Sonia María, “la abnegada madre que, a escondidas del loco, enseño a sus hijos a escribir, leer y les dio ánimo e instruyó en la religión católica”.

No obstante, de acuerdo con Rafael, habría sido labor de ambos el enseñar a sus hijos esas particularidades de la escuela en casa, ya que se negaba a enviarlos al colegio.

Otra de las variantes en cuanto a la particularidad sobre cómo fueron rescatados o cómo se conoció la crueldad a que eran sometidos, fue que se debió a un mensaje escrito en una hoja en donde se pedía auxilio. Una de las versiones dice que fue Indómita, la hija mayor, quien escribió la nota y logró lanzarla a la calle, donde un vecino la encontró y dio a aviso a las autoridades; otra versión, la que dio a conocer El Periódico que Dice lo que Otros Callan, fue que Triunfador, como pudo, escribió una carta en la que exponía el martirio a que estaban sometidos y la tiró a la calle.

Fotos Archivo Biblioteca, Hemeroteca y Fototeca "Mario Vázquez Raña" y La Prensa

Entonces, alguien la recogió y los vecinos, que ya estaban enterados de las torturas que padecían madre e hijos, dieron aviso al Servicio Secreto, que tras casi seis meses de investigación, pudo probar los cargos y capturar al maniático en una de sus tantas salidas a la calle.

Ya en la Jefatura de Policía, el troglodita negó con la desfachatez del loco los cargos que se le formularon, mientras sus hijos eran auxiliados por la trabajadora social, Silvia Salas García, que humanitariamente se prestó a ayudar a la familia que salía avante en su libertad, ya que no conocían la vida más allá de las lóbregas paredes de la casa que les había servido de prisión.

Rafael era un tirano

Después del terror de años aún se notaba el miedo en los semblantes de los hijos y de la esposa. Todo mundo pedía que no se le dejara en libertad, ya que las vidas de las víctimas peligraban

El sábado 25 de julio de 1959, en la casa de Insurgentes Norte 1176, que por tantos años sirvió de lugar de torturas inenarrables a los chiquillos, el reportero de LA PRENSA pudo conocer los rincones lóbregos en que el desnaturalizado padre los obligaba a trabajar sin descanso ni alimento, de sol a sol, lugares tan insanos y tenebrosos que hacían pensar en las mazmorras de los castillos feudales.

Indómita, la chiquilla de 17 años, era obligada a trabajar sin comer, de siete de la mañana a cinco de la tarde, en un lugar en que sólo podía estar parada.

Triunfador, de 10 años, armaba cajones de madera con unas cuantas herramientas por demás rústicas; y cuando alguno le salía mal, el ogro lo golpeaba sin misericordia.

Fue por demás singular una de las condiciones que “padecía” Rafael Pérez porque, según declaró la señora María Rosa Noé, con voz entrecortada, vivían terribles horas de angustia que los hacía pasar el loco cuando había luna llena.

Tomaba la pistola y se dedicaba a discutir con personas inexistentes, y cuando la crisis de locura llegaba al clímax, levantaba a golpes a la familia para que fueran a ver la luna, que “era su amiga”.

Así, durmiendo en tablones miserables, comiendo una pobre pitanza y sufriendo torturas físicas y mentales, transcurrieron 18 años que dejaron huellas imborrables en las atormentadas mentes de esos pobres niños.

Y ese mismo sábado 25 de julio, la Jefatura de Policía remitió a Rafael Pérez Hernández, el lunático secuestrador de su propia familia, a la 13a. Delegación, de donde sería consignado ante un juez penal por los delitos de privación ilegal de la libertad, amenazas y otros varios.

Fotos Archivo Biblioteca, Hemeroteca y Fototeca "Mario Vázquez Raña" y La Prensa

Aparte de los delitos en los que incurrió y de la pena que le correspondía, Pérez Hernández sería sometido a un minucioso examen psiquiátrico para determinar si podría ser juzgado o debería ser internado en el manicomio para el resto de sus días.

"Asesino", llamaron al tirano

Para el lunes 27 de julio de 1959, el manco secuestrador que durante 18 años mantuvo a toda su familia encerrada en lóbrego sótano, clamaba inocencia. El día previo, antes de ser enviado a la Cárcel Preventiva de la Ciudad, el manco calificó lo sucedido como “mala interpretación” de su familia. Mientras tanto, el drama que durante años vivieron seis niños y una mujer adquirió un nuevo sesgo al señalarse que el manco no estaba loco.

Al ser examinado por el médico de la 13a. Delegación, el galeno informó después que había “probable ausencia de síntomas de enajenación mental”. En tanto, el manco Rafael Pérez Hernández se aferró a su falsa locura como un medio para eludir la acción de la justicia.

Los seis hijos y la esposa del monstruo relataron otra vez la tragedia de su vida ante el licenciado Luis Montaño Olea, agente del Ministerio Público de la 13a. Delegación.

Demacrados, los menores señalaron a su propio padre como el autor de una época de terror que se prolongó durante 18 años en la penumbra de un sótano húmedo.

Con el terror reflejado en sus huidizos ojos, los niños dijeron cómo su padre, a golpes, pistola en mano, los obligaba a trabajar hasta 20 horas al día sin proporcionarles alimentos.

Relataron también, mientras un escalofrío les corría por el cuerpo, la forma como tenían que dormir sobre burdas camas en las cuales no existían ni colchones y las amenazas constantes de muerte que les lanzaba. Informaron, además, que su padre siempre llevaba consigo pistola y cuchillo y que con las armas apuntándoles sobre ellos, los obligaba a trabajar desde las 4 de la mañana, sin descanso.

La esposa de Rafael, Sonia María Rosa Noé, dijo que hacía 21 años contrajo matrimonio con él y que procrearon ocho hijos, de los cuales sobrevivieron seis.

Relató que desde que se casó, Rafael la llevó a vivir al 1176 de Insurgentes Norte, en la colonia Vallejo, y que constantemente desde esa fecha se dedicó a martirizarla.

Fotos Archivo Biblioteca, Hemeroteca y Fototeca "Mario Vázquez Raña" y La Prensa

Señaló que uno de sus hijos, María, murió poco después de haber nacido pues él se negó a llamar a un médico y a comprar medicinas para curarla de una enfermedad.

“¡Es un asesino!”, dijo la mujer, cubriéndose la cara con las manos.

Además, señaló que cada vez que se encontraba encinta, su marido la golpeaba hasta dejarla inconsciente y que, luego, la amenazaba con llevarla a ella y a todos sus hijos lejos de allí para matarlos.

Todos sus hijos -la mayor, Indómita, de 17 años- estaban amenazados de muerte y la jovencita, sobre todo, en caso de que llegara a enamorarse de algún hombre.

Cínico y falaz

Con su fría sonrisa en los labios, Rafael Pérez Hernández, de 54 años, negó todos los cargos ante el agente del Ministerio Público. Dijo que nunca le había faltado comida ni a su esposa ni a sus hijos, y que les compraba ropa en abundancia, pero que no les permitía salir a la calle para que no entablaran amistad con nadie.

Aceptó haberlos encerrado en un sótano, pero, según él, para evitar que se contagiaran por la enfermedad que sufría uno de sus hijos. También señaló que acostumbraba usar pistola y cuchillo para preservarse de los ladrones y que si sus hijos no habían asistido a la escuela, era para evitarse las molestias.

Tras salpicar sus “hazañas” de risotadas y palabras soeces, Rafael, El Manco, dijo que todo era una maniobra de su esposa para perjudicarlo.

Minutos después fue puesto en manos médico de la delegación y allí el galeno dijo que lo más probable es que no estuviese loco.

El Químico loco

Rafael Pérez Hernández sería juzgado nada menos que por cinco delitos, de tal manera que por lo menos veinte años permanecería tras las rejas penitenciarias. A partir del lunes 27 de julio de 1959, a las 17 horas, el desequilibrado sujeto quedó a disposición del Juzgado Vigésimo de la Séptima Corte Penal, debiendo ser el 28 de julio, a partir de las 10 horas, cuando rindiera su declaración preparatoria.

Aun cuando las autoridades de la Procuraduría del Distrito y Territorios Federales, tomando en cuenta la peligrosidad de Rafael Pérez Hernández, lo consignaron al Penal de Lecumberri, fue hasta el 27 por la tarde cuando oficialmente, en las oficinas de la dirección del presidio, se recibió el aviso de que el maniático debería ser puesto tras las rejas del mencionado juzgado, del que era titular el licenciado J. Jesús Efrén Araujo.

De acuerdo con los informes que al respecto le fueron proporcionados al reportero de LA PRENSA, se supo que desde los primeros instantes en que Rafael Pérez Hernández hizo su entrada en la Cárcel Preventiva de la Ciudad, le fue destinada una celda por separado de la Crujía H, ya que hasta en tanto no fuera examinado por los psiquiatras del departamento Médico Legal, no podría determinarse sobre el estado de salud que guardaba.

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Por la mañana del lunes 27 de julio de 1959, Pérez Hernández dio buena cuenta del desayuno que le ofrecieron en el presidio y, como si nada hubiese pasado, conversó con varios de sus compañeros de reclusión que se encargaron de llevarle los alimentos. Luego, a la hora de la comida, lo mismo sucedió y, en opinión de algunas personas que lo trataron, parecía que se trataba de un sujeto normal.

Con la consignación del maniático secuestrador Rafael Pérez Hernández dio por término una pesadilla que duró 18 años para su familia, a la que por ese lapso mantuvo cautiva y bajo torturas mentales y físicas inenarrables.

Indómita, Libre, Soberana, Triunfador, Bienvivir y Evolución y Libre Pensamiento pudieron sentirse un poco más tranquilos al ver que la amenaza que para ellos representaba su propio padre, se desvanecía tras las rejas.

Por la mañana de aquel mismo día en que su padre daba señales de estar cuerdo cuando conversaba con otros reclusos, por otra parte, se daba la noticia de que varios cuartos de la casa de Insurgentes Norte 1176, que los chiquillos y su madre nunca habían osado mirar, quedaban por fin abiertos.

En uno de ellos estaba la basura que se había acumulado durante 18 años y, allí mismo, estaba una “biblioteca” que contenía cientos de novelas de terror y signos extraños y misteriosos se encontraban toscamente dibujados en las paredes. De ese cuarto salía Rafael Pérez Hernández en las noches de luna para sumir a su familia en largas horas de horror y amenazas de muerte.

En otro cuarto, que hacía las veces de cochera, estaba un destartalado automóvil Playmouth 1939, lleno de polvo y suciedad. Otra habitación, al que tampoco tuvieron acceso durante los 18 años, fue el que usaba Pérez Hernández como gallinero y laboratorio; había varias gallinas con cuyos huevos se alimentaba el lunático, sin permitir a su familia nutrirse con ellos.

Fotos Archivo Biblioteca, Hemeroteca y Fototeca "Mario Vázquez Raña" y La Prensa

Siempre negó todas las acusaciones

“¡…Todo es una infamia…! He sido un padre y un esposo ejemplar”, afirmó rotundamente Rafael Pérez Hernández en su declaración preparatoria, en un intento por evitar la acción de la justicia. No obstante, no había escapatoria.

Lentamente se fue descorriendo el velo en el insólito caso y todo parecía indicar que el peso justiciero de la ley caería sobre el maniático al que le sería decretada la formal prisión sin derecho a libertad condicional.

Ante una enorme expectación se inició el martes 28 de julio, en el Juzgado 20o. de lo penal, el proceso contra Rafael Pérez Hernández constituyendo con ello el caso más sensacional en los anales de la historia del crimen en México.

Uno de los siete delitos por los cuales se le juzgaría -secuestro-, establecía que el culpable no podría obtener su libertad bajo caución y se castigaba con pena de cinco a cuarenta años de prisión. Los otros delitos al los que se enfrentaba eran: privación ilegal de la libertad, amenazas, injurias, vejaciones, portación de arma de fuego sin licencia y portación de arma prohibida.

En punto de las 11:30 horas, un alboroto sacudió a las personas congregadas en el juzgado. Litigantes, secretarias de otros juzgados, periodistas, fotógrafos y numerosos curiosos guardaron silencio al oír el sonido de un timbre eléctrico que anunciaba que el acusado ya estaba en camino. Segundos después, se abrían las puertas que conducían a la reja de prácticas y apareció El Mocho.

Impávido, sereno y altivo recibió los fogonazos de los flashes de las cámaras fotográficas y de los noticieros de cine y televisión. Por espacio de tres minutos permaneció en la misma postura retadora: la mano derecha en la cintura y mirando con ojos fríos y calculadores fijamente a las lentes de las cámaras que le hacían las “tomas” directas.

Después de que El Mocho dejó que los fotógrafos y camarógrafos cumplieran con su labor, se volvió a guardar silencio. El peligrosísimo enfermo o terrible criminal iba a empezar a declarar. Con la barba crecida, los cabellos despeinados, vistiendo camisa color guinda, pantalón mascota y zapatos negros, Rafael Pérez Hernández empezó su relato.

Fotos Archivo Biblioteca, Hemeroteca y Fototeca "Mario Vázquez Raña" y La Prensa

Amantísimo esposo y padre

Mientras el primer secretario, licenciado Lamberto Giner Velásquez, leía las declaraciones de la esposa Sonia María Rosa Noé, en las que narraba el calvario vivido al lado de El Mocho durante 21 años, éste, cínico, no cesó de reír un solo momento. Una vez terminada la lectura de las declaraciones de Sonia, Rafael Pérez enfatizó:

“Todo ha sido una infamia urdida por mi esposa en combinación con algún hombre para despojarme de mis bienes y de mis hijos, como lo demuestra el hecho de que ya todos mis bienes están incautados”.

Y continuó en un alarde de máximo histerismo, queriendo simular sinceridad: “Todos mis bienes son para ellos, que los quiero tanto como ellos a mí. Cuando me aprehendieron, sufrieron un fuerte choque nervioso. ¡Pobrecitos…! Ellos están mal aconsejados, pues hablan con la boca, pero no con el corazón”. Después dijo confiado y seguro: “Que me los traigan aquí para que vean qué cariño tan grande me tienen”.

Después dijo que es completamente falso que tenga a sus hijos muertos de hambre y que les dé un mal trato. “Semanariamente (sic) compro para mi familia 15 kilos de plátanos. En la CEIMSA compro alrededor de 150 pesos semanarios de víveres”. Cita lugares precisos en donde dice que los propietarios y empleados de esos sitios pueden comprobarlo.

Añadió que era falso lo que se afirmaba, respecto a que sus hijos no conocían la calle, puesto que él salía con ellos de tres a cuatro horas diarias a distintos lugares (al Correo y a hacer compras). También dijo que era mentira que los hubiera atormentado, sino que solamente les llamaba la atención de palabra, y que una que otra vez les dio algún “correazo”.

No es tu hijo

Después de fijarse atentamente que cada una de sus afirmaciones era asentada debidamente, Rafael Pérez esperaba y luego decía: “¿Puedo seguir? Esto es importante”. Y continuó: “Cuando iba a nacer la última de mis hijas, Evolución y Pensamiento Liberal al indicarle a mi esposa que ordenara la pieza en la que yo dormía para que allí recibiera a la doctora, ella me contestó que ‘lo haría cuando le diera la gana’, pues no era mi criada, y que por qué me tomaba tantas preocupaciones, ya que yo ya era un viejo inútil, y que cómo sabía que era mi hijo’”. Añadió que Sonia constantemente le deseaba la muerte y lo insultaba.

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Continuó diciendo que había tenido muchos disgustos con su esposa, debido a que él le recomendaba a su hija mayor, Indómita, que se vistiera decorosamente, cosa en la que no estaba de acuerdo Sonia, que le hacía vestidos poco decentes, según afirmaba Rafael. Después dijo que no había enviado a la escuela a sus hijos, pues existían muchas dificultades para la inscripción.

Un dato que le pareció curioso al redactor de LA PRENSA fue que a todas las preguntas que el agente del Ministerio Público hizo al acusado con la intención de confundirlo, éste contestó de manera categórica y claramente.

El día de la aprehensión

Rafael se remontó al día en que fue aprehendido, pues en esa fecha había ido a pasear con su esposa y sus hijos a Ticomán, según dijo, con el objeto de registrar a la niña chiquita. Después se fueron a Coatepec, en donde sus hijos estuvieron felices jugando sin zapatos dentro de un río.

Allí le propuso a su familia lo bonito que sería vivir en un lugar tan agradable y solitario y que, si querían, compraría allí un terreno, ante lo cual su esposa le dijo que no le gustaba el lugar precisamente por solitario, pero que a sus hijos no les desagradó la idea. Cuando regresaron a su domicilio fue aprehendido.

En esta parte del relato, su versión cobró una relevancia que a pocos llamó la atención o quizás a nadie.

Según supo él, se debió a que una señora lo había acusado de que la había golpeado, y que lo iban a carear con ella. Además, en su declaración afirmó que en el día y hora señalados de su aprehensión, llevaba diez mil pesos (cinco mil en efectivo y cinco mil en cheques) que iba a invertir en la compra de una finca, pero ese dinero misteriosamente desapareció.

Una vez terminada la diligencia en que varios periodistas se acercaron a tomarle sus impresiones, dijo que él era un libre pensador, y que le gustaba mucho leer. Cuando el fotógrafo de la prensa se acercó, Rafael le preguntó que de qué diario era y al oír que se trataba de LA PRENSA, el diario que desde un principio y en forma oportuna ha llevado a sus lectores los incidentes del caso, despotricó contra El Periódico que Dice lo que Otros Callan, diciendo que “escupía pura falsedad y ponzoña”.

Los coadyuvantes del Ministerio Público, licenciados Antonio Huerta González Roa y Eduardo Portillo, pidieron que el 29 de julio de 1959, a las 11:00 horas, comparecieran la esposa y los cuatro hijos mayores del acusado, así como los dos policías que realizaron su aprehensión, para los careos correspondientes.

Careo verdugo contra víctimas

Ante la expectación de la veintena de personas que materialmente invadieron las oficinas del juzgado vigésimo de la Séptima Corte Penal, esposa e hijos del maniático secuestrador sostuvieron frente a éste los cargos que le hicieron y, en todo momento, lo señalaron como el verdugo de la familia.

Los dieciocho años de cautiverio sufridos por la infeliz mujer tienen su origen en los celos extremos del marido, ya que la “residencia familiar”, situada en Avenida Insurgentes Norte 1176, colonia Guadalupe Victoria, mejor conocida ahora por el nombre de “La casa de los tormentos”, cuenta con una serie de pequeñas ventanitas desde donde el torturador observaba los movimientos de sus vástagos y cónyuge.

Exactamente a las 11 horas, el licenciado J. Jesús Efrén Araujo, titular del juzgado vigésimo de la séptima corte penal, ordenó al segundo secretario, abogado Lamberto Giner Velásquez, se dieran por iniciadas las diligencias.

Los señores licenciados Antonio Huerta González Roa y Francisco López Portillo, apoderados jurídicos de la esposa e hijos del inculpado, así como el fiscal Adolfo Caso y Caso, tomaron acomodo a corta distancia del escritorio correspondiente a la segunda secretaria, en tanto que el maniático Rafael Pérez Hernández, cual si fuera una fiera enjaulada, trasponía los umbrales posteriores al enrejado.

Vestida de riguroso negro y cubriendo su blonda cabellera con un chal a cuadros azules, hizo su aparición Sonia María Rosas Noé.

Debió hacerse notar que en aquel entonces Sonia aún no contaba los 14 años de edad, cuando Pérez Hernández la enamoró deslumbrándola con ser poseedor de grandes inventos y riquezas.

La infeliz mujer, que aún mostraba en el rostro los 18 años de continuos sufrimientos que tuvo al lado de su marido, al colocarse frente a las rejas, no se atrevía a levantar la vista porque al decir de la propia compareciente, “Rafael siempre la dominó con la simple mirada”.

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El juez Araujo, dirigiéndose a Sonia, explicó que el secretario, licenciado Giner, iba a dar lectura a las declaraciones que ella había rendido inicialmente ante el agente del Ministerio Público y que eran en el sentido de proporcionar todos y cada uno de los detalles sobre la vida que les daba Rafael a su esposa e hijos.

Sonia, una vez que escuchó sus propias declaraciones, expresó: “Todo es verdad, señor juez…”

El licenciado Araujo nuevamente volvió a preguntar a la compareciente que si quería agregar algo más. En esos instantes, la gruesa voz del acusado se dejó escuchar para protestar por lo que él llama “falsedades”.

La veintena de personas que se arremolinaba en torno a los escritorios, trató de acercarse para escuchar mejor, hasta que se oyó el llanto de una criatura de cinco años que había sido arrollada por la multitud. Esto fue más que suficiente para que el juez Araujo ordenara a los cinco celadores que procedieran a desalojar la sala, pero los uniformados eran insuficientes para contener a la gente, siendo necesario que elementos de la Segunda Compañía de Policía se presentaran para reforzar a los celadores.

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Formal prisión

Tal y como se esperaba, el juez J. Jesús Efrén Araujo dictó el jueves 30 de julio al mediodía el auto de formal prisión contra el secuestrador de su familia, a quien necesariamente se le practicaría un examen psiquiátrico.

Aquel día se repitió la escena de días previos; el juzgado se vio invadido por curiosos. Tras las rejas se encontraba Rafael Pérez Hernández que, en forma altanera y cual si hubiera sido asesorado por algún abogado, exigió del juez Araujo una “aclaración”.

El enjuiciado, simulando una fiera enjaulada, recorría el estrecho espacio del balcón, y una y otra vez se frotaba las manos.

Cuando el licenciado Giner Velásquez llamó a Rafael, éste, haciendo un ademán despectivo, dio a entender que todo estaba planeado en su contra, o que por lo menos entendía que todos estaban contra él.

El maniático secuestrador de su familia parecía buscar alguna cara conocida. Quizá esperaba lo que un día antes había exigido a sus hijos: una cobija y ropa limpia. Una y otra vez Rafael recorrió el lugar con la mirada. Sus familiares posiblemente estaban dispuestos a olvidarse de él, al menos en eso la condena ya se había anticipado.

Por su parte, el licenciado Giner Velásquez procedió a dar lectura al auto de formal prisión y, el reo, al parecer resignado, escuchó el origen de la determinación: cinco delitos en total.

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Dicen que la casa de un hombre es su castillo, pero hay casos en los cuales ese lugar se convierte en una prisión aterradora o un infierno diminuto. La historia de una de las familias de Rafael Pérez Hernández es la variación de una de las posibilidades antes citadas.

Los hechos, por su parte, son un fragmento de lo sucedido durante al menos dieciocho años y que, al final, vio la luz a través de las páginas de LA PRENSA. Quizás desde antes ya se había configurado ese espacio de encierro, cuando Rafael se llevó a su entonces esposa, Sonia María Rosa Noé Uzueta, a vivir con él y cuando todo parecía haber terminado, la propia historia mantendría para la posteridad amurallada a la familia Pérez Noé.

Tal como lo dio a conocer LA PRENSA, se estableció que “un loco tuvo secuestrados a su esposa y a sus seis hijos durante 18 años, hasta que agentes del Servicio Secreto lo capturaron y pusieron en libertad a los cautivos, que ni siquiera conocían la calle donde estaba su casa”.

Fue el caso más insólito del año 1959, de acuerdo a cómo lo calificó y clasificó la Jefatura de Policía del Distrito Federal. Y fue insólito no sólo por lo mediático, sino por las causa y las condiciones, ya que un secuestro tan prolongado quizás sólo era concebido como algo que pudiera ocurrir en las películas o en alguna novela de horror. Además de que no sólo se trataba de un simple encierro, sino de un padre que durante 18 años martirizó y sumió en la ignorancia a su esposa e hijos, quienes lloraban y gritaban de pavor con solo oír la voz del “ogro”. Todo lo que en estas líneas se cuenta no es sino un fragmento del testimonio de El Diario de las Mayorías, que dio seguimiento y cobertura durante los días que duró el acontecimiento.

Todo habría comenzado alrededor de 1941, cuando Rafael Pérez Hernández casó con Sonia María Rosa Noé Uzueta y se la llevó a vivir a una casa que ahora ya no existe, pero en ese entonces se ubicaba en Insurgentes Norte.

Tan pronto como se conoció el caso, los diarios comenzaron a llamar Rafael de muchas maneras, pero para referirse de un modo más específico le decían El Loco. Rafael había instalado en su caserón una pequeña industria para elaborar raticidas e insecticidas; motivo también por el cual su mote de El Loco varió a El Químico Loco.

Con el paso de los años, su familia fue creciendo hasta contar con seis hijos, más el matrimonio; a sus vástagos los bautizó con nombres poco comunes, por ello, también fue señalado como una persona desequilibrada o fuera de sus cabales.

Fotos Archivo Biblioteca, Hemeroteca y Fototeca "Mario Vázquez Raña" y La Prensa

Sus hijos fueron Indómita, que en el momento de la desventurada hora del rescate contaba con 17 años; Libre, de 15 años; Soberano, de 14; Triunfador, de 12; Bienvivir, de 10, y con apenas 45 días, la última de su estirpe, Evolución y Libre Pensamiento.

Hambre, violencia y muerte

Conforme fueron creciendo los muchachos, Pérez Hernández los fue explotando, ya que los obligaba a trabajar en la elaboración de insecticidas sin dejarlos salir a la calle, ni mucho menos mandarlos a una escuela, o eso fue lo que se dijo.

Cada 15 días, el padre opresor salía a embarcar sus productos y a comprar miserables víveres -frijoles, avena y pan- con los que medio alimentaba a su familia.

La esquizofrenia del individuo era casi fatal para su esposa e hijos, ya que con el menor pretexto los golpeaba sin misericordia.

Vestidos con harapos, descalzos y muertos de hambre, los niños trabajaban y sufrían sin protestar, aterrorizados por las amenazas del desnaturalizado individuo que, pistola o cuchillo en mano, juraba matarlos si protestaban o escapaban.

Aunque las variantes en la historia son tantas que incluso difieren unas de otras, en ese momento, LA PRENSA llamó “heroína” a Sonia María, “la abnegada madre que, a escondidas del loco, enseño a sus hijos a escribir, leer y les dio ánimo e instruyó en la religión católica”.

No obstante, de acuerdo con Rafael, habría sido labor de ambos el enseñar a sus hijos esas particularidades de la escuela en casa, ya que se negaba a enviarlos al colegio.

Otra de las variantes en cuanto a la particularidad sobre cómo fueron rescatados o cómo se conoció la crueldad a que eran sometidos, fue que se debió a un mensaje escrito en una hoja en donde se pedía auxilio. Una de las versiones dice que fue Indómita, la hija mayor, quien escribió la nota y logró lanzarla a la calle, donde un vecino la encontró y dio a aviso a las autoridades; otra versión, la que dio a conocer El Periódico que Dice lo que Otros Callan, fue que Triunfador, como pudo, escribió una carta en la que exponía el martirio a que estaban sometidos y la tiró a la calle.

Fotos Archivo Biblioteca, Hemeroteca y Fototeca "Mario Vázquez Raña" y La Prensa

Entonces, alguien la recogió y los vecinos, que ya estaban enterados de las torturas que padecían madre e hijos, dieron aviso al Servicio Secreto, que tras casi seis meses de investigación, pudo probar los cargos y capturar al maniático en una de sus tantas salidas a la calle.

Ya en la Jefatura de Policía, el troglodita negó con la desfachatez del loco los cargos que se le formularon, mientras sus hijos eran auxiliados por la trabajadora social, Silvia Salas García, que humanitariamente se prestó a ayudar a la familia que salía avante en su libertad, ya que no conocían la vida más allá de las lóbregas paredes de la casa que les había servido de prisión.

Rafael era un tirano

Después del terror de años aún se notaba el miedo en los semblantes de los hijos y de la esposa. Todo mundo pedía que no se le dejara en libertad, ya que las vidas de las víctimas peligraban

El sábado 25 de julio de 1959, en la casa de Insurgentes Norte 1176, que por tantos años sirvió de lugar de torturas inenarrables a los chiquillos, el reportero de LA PRENSA pudo conocer los rincones lóbregos en que el desnaturalizado padre los obligaba a trabajar sin descanso ni alimento, de sol a sol, lugares tan insanos y tenebrosos que hacían pensar en las mazmorras de los castillos feudales.

Indómita, la chiquilla de 17 años, era obligada a trabajar sin comer, de siete de la mañana a cinco de la tarde, en un lugar en que sólo podía estar parada.

Triunfador, de 10 años, armaba cajones de madera con unas cuantas herramientas por demás rústicas; y cuando alguno le salía mal, el ogro lo golpeaba sin misericordia.

Fue por demás singular una de las condiciones que “padecía” Rafael Pérez porque, según declaró la señora María Rosa Noé, con voz entrecortada, vivían terribles horas de angustia que los hacía pasar el loco cuando había luna llena.

Tomaba la pistola y se dedicaba a discutir con personas inexistentes, y cuando la crisis de locura llegaba al clímax, levantaba a golpes a la familia para que fueran a ver la luna, que “era su amiga”.

Así, durmiendo en tablones miserables, comiendo una pobre pitanza y sufriendo torturas físicas y mentales, transcurrieron 18 años que dejaron huellas imborrables en las atormentadas mentes de esos pobres niños.

Y ese mismo sábado 25 de julio, la Jefatura de Policía remitió a Rafael Pérez Hernández, el lunático secuestrador de su propia familia, a la 13a. Delegación, de donde sería consignado ante un juez penal por los delitos de privación ilegal de la libertad, amenazas y otros varios.

Fotos Archivo Biblioteca, Hemeroteca y Fototeca "Mario Vázquez Raña" y La Prensa

Aparte de los delitos en los que incurrió y de la pena que le correspondía, Pérez Hernández sería sometido a un minucioso examen psiquiátrico para determinar si podría ser juzgado o debería ser internado en el manicomio para el resto de sus días.

"Asesino", llamaron al tirano

Para el lunes 27 de julio de 1959, el manco secuestrador que durante 18 años mantuvo a toda su familia encerrada en lóbrego sótano, clamaba inocencia. El día previo, antes de ser enviado a la Cárcel Preventiva de la Ciudad, el manco calificó lo sucedido como “mala interpretación” de su familia. Mientras tanto, el drama que durante años vivieron seis niños y una mujer adquirió un nuevo sesgo al señalarse que el manco no estaba loco.

Al ser examinado por el médico de la 13a. Delegación, el galeno informó después que había “probable ausencia de síntomas de enajenación mental”. En tanto, el manco Rafael Pérez Hernández se aferró a su falsa locura como un medio para eludir la acción de la justicia.

Los seis hijos y la esposa del monstruo relataron otra vez la tragedia de su vida ante el licenciado Luis Montaño Olea, agente del Ministerio Público de la 13a. Delegación.

Demacrados, los menores señalaron a su propio padre como el autor de una época de terror que se prolongó durante 18 años en la penumbra de un sótano húmedo.

Con el terror reflejado en sus huidizos ojos, los niños dijeron cómo su padre, a golpes, pistola en mano, los obligaba a trabajar hasta 20 horas al día sin proporcionarles alimentos.

Relataron también, mientras un escalofrío les corría por el cuerpo, la forma como tenían que dormir sobre burdas camas en las cuales no existían ni colchones y las amenazas constantes de muerte que les lanzaba. Informaron, además, que su padre siempre llevaba consigo pistola y cuchillo y que con las armas apuntándoles sobre ellos, los obligaba a trabajar desde las 4 de la mañana, sin descanso.

La esposa de Rafael, Sonia María Rosa Noé, dijo que hacía 21 años contrajo matrimonio con él y que procrearon ocho hijos, de los cuales sobrevivieron seis.

Relató que desde que se casó, Rafael la llevó a vivir al 1176 de Insurgentes Norte, en la colonia Vallejo, y que constantemente desde esa fecha se dedicó a martirizarla.

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Señaló que uno de sus hijos, María, murió poco después de haber nacido pues él se negó a llamar a un médico y a comprar medicinas para curarla de una enfermedad.

“¡Es un asesino!”, dijo la mujer, cubriéndose la cara con las manos.

Además, señaló que cada vez que se encontraba encinta, su marido la golpeaba hasta dejarla inconsciente y que, luego, la amenazaba con llevarla a ella y a todos sus hijos lejos de allí para matarlos.

Todos sus hijos -la mayor, Indómita, de 17 años- estaban amenazados de muerte y la jovencita, sobre todo, en caso de que llegara a enamorarse de algún hombre.

Cínico y falaz

Con su fría sonrisa en los labios, Rafael Pérez Hernández, de 54 años, negó todos los cargos ante el agente del Ministerio Público. Dijo que nunca le había faltado comida ni a su esposa ni a sus hijos, y que les compraba ropa en abundancia, pero que no les permitía salir a la calle para que no entablaran amistad con nadie.

Aceptó haberlos encerrado en un sótano, pero, según él, para evitar que se contagiaran por la enfermedad que sufría uno de sus hijos. También señaló que acostumbraba usar pistola y cuchillo para preservarse de los ladrones y que si sus hijos no habían asistido a la escuela, era para evitarse las molestias.

Tras salpicar sus “hazañas” de risotadas y palabras soeces, Rafael, El Manco, dijo que todo era una maniobra de su esposa para perjudicarlo.

Minutos después fue puesto en manos médico de la delegación y allí el galeno dijo que lo más probable es que no estuviese loco.

El Químico loco

Rafael Pérez Hernández sería juzgado nada menos que por cinco delitos, de tal manera que por lo menos veinte años permanecería tras las rejas penitenciarias. A partir del lunes 27 de julio de 1959, a las 17 horas, el desequilibrado sujeto quedó a disposición del Juzgado Vigésimo de la Séptima Corte Penal, debiendo ser el 28 de julio, a partir de las 10 horas, cuando rindiera su declaración preparatoria.

Aun cuando las autoridades de la Procuraduría del Distrito y Territorios Federales, tomando en cuenta la peligrosidad de Rafael Pérez Hernández, lo consignaron al Penal de Lecumberri, fue hasta el 27 por la tarde cuando oficialmente, en las oficinas de la dirección del presidio, se recibió el aviso de que el maniático debería ser puesto tras las rejas del mencionado juzgado, del que era titular el licenciado J. Jesús Efrén Araujo.

De acuerdo con los informes que al respecto le fueron proporcionados al reportero de LA PRENSA, se supo que desde los primeros instantes en que Rafael Pérez Hernández hizo su entrada en la Cárcel Preventiva de la Ciudad, le fue destinada una celda por separado de la Crujía H, ya que hasta en tanto no fuera examinado por los psiquiatras del departamento Médico Legal, no podría determinarse sobre el estado de salud que guardaba.

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Por la mañana del lunes 27 de julio de 1959, Pérez Hernández dio buena cuenta del desayuno que le ofrecieron en el presidio y, como si nada hubiese pasado, conversó con varios de sus compañeros de reclusión que se encargaron de llevarle los alimentos. Luego, a la hora de la comida, lo mismo sucedió y, en opinión de algunas personas que lo trataron, parecía que se trataba de un sujeto normal.

Con la consignación del maniático secuestrador Rafael Pérez Hernández dio por término una pesadilla que duró 18 años para su familia, a la que por ese lapso mantuvo cautiva y bajo torturas mentales y físicas inenarrables.

Indómita, Libre, Soberana, Triunfador, Bienvivir y Evolución y Libre Pensamiento pudieron sentirse un poco más tranquilos al ver que la amenaza que para ellos representaba su propio padre, se desvanecía tras las rejas.

Por la mañana de aquel mismo día en que su padre daba señales de estar cuerdo cuando conversaba con otros reclusos, por otra parte, se daba la noticia de que varios cuartos de la casa de Insurgentes Norte 1176, que los chiquillos y su madre nunca habían osado mirar, quedaban por fin abiertos.

En uno de ellos estaba la basura que se había acumulado durante 18 años y, allí mismo, estaba una “biblioteca” que contenía cientos de novelas de terror y signos extraños y misteriosos se encontraban toscamente dibujados en las paredes. De ese cuarto salía Rafael Pérez Hernández en las noches de luna para sumir a su familia en largas horas de horror y amenazas de muerte.

En otro cuarto, que hacía las veces de cochera, estaba un destartalado automóvil Playmouth 1939, lleno de polvo y suciedad. Otra habitación, al que tampoco tuvieron acceso durante los 18 años, fue el que usaba Pérez Hernández como gallinero y laboratorio; había varias gallinas con cuyos huevos se alimentaba el lunático, sin permitir a su familia nutrirse con ellos.

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Siempre negó todas las acusaciones

“¡…Todo es una infamia…! He sido un padre y un esposo ejemplar”, afirmó rotundamente Rafael Pérez Hernández en su declaración preparatoria, en un intento por evitar la acción de la justicia. No obstante, no había escapatoria.

Lentamente se fue descorriendo el velo en el insólito caso y todo parecía indicar que el peso justiciero de la ley caería sobre el maniático al que le sería decretada la formal prisión sin derecho a libertad condicional.

Ante una enorme expectación se inició el martes 28 de julio, en el Juzgado 20o. de lo penal, el proceso contra Rafael Pérez Hernández constituyendo con ello el caso más sensacional en los anales de la historia del crimen en México.

Uno de los siete delitos por los cuales se le juzgaría -secuestro-, establecía que el culpable no podría obtener su libertad bajo caución y se castigaba con pena de cinco a cuarenta años de prisión. Los otros delitos al los que se enfrentaba eran: privación ilegal de la libertad, amenazas, injurias, vejaciones, portación de arma de fuego sin licencia y portación de arma prohibida.

En punto de las 11:30 horas, un alboroto sacudió a las personas congregadas en el juzgado. Litigantes, secretarias de otros juzgados, periodistas, fotógrafos y numerosos curiosos guardaron silencio al oír el sonido de un timbre eléctrico que anunciaba que el acusado ya estaba en camino. Segundos después, se abrían las puertas que conducían a la reja de prácticas y apareció El Mocho.

Impávido, sereno y altivo recibió los fogonazos de los flashes de las cámaras fotográficas y de los noticieros de cine y televisión. Por espacio de tres minutos permaneció en la misma postura retadora: la mano derecha en la cintura y mirando con ojos fríos y calculadores fijamente a las lentes de las cámaras que le hacían las “tomas” directas.

Después de que El Mocho dejó que los fotógrafos y camarógrafos cumplieran con su labor, se volvió a guardar silencio. El peligrosísimo enfermo o terrible criminal iba a empezar a declarar. Con la barba crecida, los cabellos despeinados, vistiendo camisa color guinda, pantalón mascota y zapatos negros, Rafael Pérez Hernández empezó su relato.

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Amantísimo esposo y padre

Mientras el primer secretario, licenciado Lamberto Giner Velásquez, leía las declaraciones de la esposa Sonia María Rosa Noé, en las que narraba el calvario vivido al lado de El Mocho durante 21 años, éste, cínico, no cesó de reír un solo momento. Una vez terminada la lectura de las declaraciones de Sonia, Rafael Pérez enfatizó:

“Todo ha sido una infamia urdida por mi esposa en combinación con algún hombre para despojarme de mis bienes y de mis hijos, como lo demuestra el hecho de que ya todos mis bienes están incautados”.

Y continuó en un alarde de máximo histerismo, queriendo simular sinceridad: “Todos mis bienes son para ellos, que los quiero tanto como ellos a mí. Cuando me aprehendieron, sufrieron un fuerte choque nervioso. ¡Pobrecitos…! Ellos están mal aconsejados, pues hablan con la boca, pero no con el corazón”. Después dijo confiado y seguro: “Que me los traigan aquí para que vean qué cariño tan grande me tienen”.

Después dijo que es completamente falso que tenga a sus hijos muertos de hambre y que les dé un mal trato. “Semanariamente (sic) compro para mi familia 15 kilos de plátanos. En la CEIMSA compro alrededor de 150 pesos semanarios de víveres”. Cita lugares precisos en donde dice que los propietarios y empleados de esos sitios pueden comprobarlo.

Añadió que era falso lo que se afirmaba, respecto a que sus hijos no conocían la calle, puesto que él salía con ellos de tres a cuatro horas diarias a distintos lugares (al Correo y a hacer compras). También dijo que era mentira que los hubiera atormentado, sino que solamente les llamaba la atención de palabra, y que una que otra vez les dio algún “correazo”.

No es tu hijo

Después de fijarse atentamente que cada una de sus afirmaciones era asentada debidamente, Rafael Pérez esperaba y luego decía: “¿Puedo seguir? Esto es importante”. Y continuó: “Cuando iba a nacer la última de mis hijas, Evolución y Pensamiento Liberal al indicarle a mi esposa que ordenara la pieza en la que yo dormía para que allí recibiera a la doctora, ella me contestó que ‘lo haría cuando le diera la gana’, pues no era mi criada, y que por qué me tomaba tantas preocupaciones, ya que yo ya era un viejo inútil, y que cómo sabía que era mi hijo’”. Añadió que Sonia constantemente le deseaba la muerte y lo insultaba.

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Continuó diciendo que había tenido muchos disgustos con su esposa, debido a que él le recomendaba a su hija mayor, Indómita, que se vistiera decorosamente, cosa en la que no estaba de acuerdo Sonia, que le hacía vestidos poco decentes, según afirmaba Rafael. Después dijo que no había enviado a la escuela a sus hijos, pues existían muchas dificultades para la inscripción.

Un dato que le pareció curioso al redactor de LA PRENSA fue que a todas las preguntas que el agente del Ministerio Público hizo al acusado con la intención de confundirlo, éste contestó de manera categórica y claramente.

El día de la aprehensión

Rafael se remontó al día en que fue aprehendido, pues en esa fecha había ido a pasear con su esposa y sus hijos a Ticomán, según dijo, con el objeto de registrar a la niña chiquita. Después se fueron a Coatepec, en donde sus hijos estuvieron felices jugando sin zapatos dentro de un río.

Allí le propuso a su familia lo bonito que sería vivir en un lugar tan agradable y solitario y que, si querían, compraría allí un terreno, ante lo cual su esposa le dijo que no le gustaba el lugar precisamente por solitario, pero que a sus hijos no les desagradó la idea. Cuando regresaron a su domicilio fue aprehendido.

En esta parte del relato, su versión cobró una relevancia que a pocos llamó la atención o quizás a nadie.

Según supo él, se debió a que una señora lo había acusado de que la había golpeado, y que lo iban a carear con ella. Además, en su declaración afirmó que en el día y hora señalados de su aprehensión, llevaba diez mil pesos (cinco mil en efectivo y cinco mil en cheques) que iba a invertir en la compra de una finca, pero ese dinero misteriosamente desapareció.

Una vez terminada la diligencia en que varios periodistas se acercaron a tomarle sus impresiones, dijo que él era un libre pensador, y que le gustaba mucho leer. Cuando el fotógrafo de la prensa se acercó, Rafael le preguntó que de qué diario era y al oír que se trataba de LA PRENSA, el diario que desde un principio y en forma oportuna ha llevado a sus lectores los incidentes del caso, despotricó contra El Periódico que Dice lo que Otros Callan, diciendo que “escupía pura falsedad y ponzoña”.

Los coadyuvantes del Ministerio Público, licenciados Antonio Huerta González Roa y Eduardo Portillo, pidieron que el 29 de julio de 1959, a las 11:00 horas, comparecieran la esposa y los cuatro hijos mayores del acusado, así como los dos policías que realizaron su aprehensión, para los careos correspondientes.

Careo verdugo contra víctimas

Ante la expectación de la veintena de personas que materialmente invadieron las oficinas del juzgado vigésimo de la Séptima Corte Penal, esposa e hijos del maniático secuestrador sostuvieron frente a éste los cargos que le hicieron y, en todo momento, lo señalaron como el verdugo de la familia.

Los dieciocho años de cautiverio sufridos por la infeliz mujer tienen su origen en los celos extremos del marido, ya que la “residencia familiar”, situada en Avenida Insurgentes Norte 1176, colonia Guadalupe Victoria, mejor conocida ahora por el nombre de “La casa de los tormentos”, cuenta con una serie de pequeñas ventanitas desde donde el torturador observaba los movimientos de sus vástagos y cónyuge.

Exactamente a las 11 horas, el licenciado J. Jesús Efrén Araujo, titular del juzgado vigésimo de la séptima corte penal, ordenó al segundo secretario, abogado Lamberto Giner Velásquez, se dieran por iniciadas las diligencias.

Los señores licenciados Antonio Huerta González Roa y Francisco López Portillo, apoderados jurídicos de la esposa e hijos del inculpado, así como el fiscal Adolfo Caso y Caso, tomaron acomodo a corta distancia del escritorio correspondiente a la segunda secretaria, en tanto que el maniático Rafael Pérez Hernández, cual si fuera una fiera enjaulada, trasponía los umbrales posteriores al enrejado.

Vestida de riguroso negro y cubriendo su blonda cabellera con un chal a cuadros azules, hizo su aparición Sonia María Rosas Noé.

Debió hacerse notar que en aquel entonces Sonia aún no contaba los 14 años de edad, cuando Pérez Hernández la enamoró deslumbrándola con ser poseedor de grandes inventos y riquezas.

La infeliz mujer, que aún mostraba en el rostro los 18 años de continuos sufrimientos que tuvo al lado de su marido, al colocarse frente a las rejas, no se atrevía a levantar la vista porque al decir de la propia compareciente, “Rafael siempre la dominó con la simple mirada”.

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El juez Araujo, dirigiéndose a Sonia, explicó que el secretario, licenciado Giner, iba a dar lectura a las declaraciones que ella había rendido inicialmente ante el agente del Ministerio Público y que eran en el sentido de proporcionar todos y cada uno de los detalles sobre la vida que les daba Rafael a su esposa e hijos.

Sonia, una vez que escuchó sus propias declaraciones, expresó: “Todo es verdad, señor juez…”

El licenciado Araujo nuevamente volvió a preguntar a la compareciente que si quería agregar algo más. En esos instantes, la gruesa voz del acusado se dejó escuchar para protestar por lo que él llama “falsedades”.

La veintena de personas que se arremolinaba en torno a los escritorios, trató de acercarse para escuchar mejor, hasta que se oyó el llanto de una criatura de cinco años que había sido arrollada por la multitud. Esto fue más que suficiente para que el juez Araujo ordenara a los cinco celadores que procedieran a desalojar la sala, pero los uniformados eran insuficientes para contener a la gente, siendo necesario que elementos de la Segunda Compañía de Policía se presentaran para reforzar a los celadores.

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Formal prisión

Tal y como se esperaba, el juez J. Jesús Efrén Araujo dictó el jueves 30 de julio al mediodía el auto de formal prisión contra el secuestrador de su familia, a quien necesariamente se le practicaría un examen psiquiátrico.

Aquel día se repitió la escena de días previos; el juzgado se vio invadido por curiosos. Tras las rejas se encontraba Rafael Pérez Hernández que, en forma altanera y cual si hubiera sido asesorado por algún abogado, exigió del juez Araujo una “aclaración”.

El enjuiciado, simulando una fiera enjaulada, recorría el estrecho espacio del balcón, y una y otra vez se frotaba las manos.

Cuando el licenciado Giner Velásquez llamó a Rafael, éste, haciendo un ademán despectivo, dio a entender que todo estaba planeado en su contra, o que por lo menos entendía que todos estaban contra él.

El maniático secuestrador de su familia parecía buscar alguna cara conocida. Quizá esperaba lo que un día antes había exigido a sus hijos: una cobija y ropa limpia. Una y otra vez Rafael recorrió el lugar con la mirada. Sus familiares posiblemente estaban dispuestos a olvidarse de él, al menos en eso la condena ya se había anticipado.

Por su parte, el licenciado Giner Velásquez procedió a dar lectura al auto de formal prisión y, el reo, al parecer resignado, escuchó el origen de la determinación: cinco delitos en total.

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