Mediante la cantidad de 50 mil pesos que le entregaron en un cheque al portador, el coronel Pedro Bonilla Vázquez, subdirector de la Penitenciaría de la antigua ciudad de México, permitió la fuga del acaudalado ganadero uruguayo Alejandro Lezoni D’Almagro, el lunes 16 de enero de 1956.
Dos mujeres también participaron en el escape del delincuente.
Demostrando absoluta falta de responsabilidad, el militar, ebrio a más no poder, ordenó a las 19:00 horas que condujeran a su presencia -en su despacho del penal- al reo, y después, con una tranquilidad pasmosa, lo llevó a la calle para que abordara un carro, yendo con él a los apartamentos Altamira (Independencia y Balderas, primer cuadro) propiedad del licenciado Emilio Portes Gil, quien, dicho sea de paso y según la información que circuló en ese entonces, era abogado defensor del ganadero.
El diarista César Silva Rojas escribió además que la fuga había sido preparada desde el día 10 de enero, cuando el estafador Lezoni extendió el cheque por la exorbitante cantidad de dinero contra el Banco Continental, con base en el documento encontrado al coronel Bonilla en la Primera Delegación.
Fue hasta el día 16 cuando el militar, cumpliendo con su compromiso, puso en la calle al reo. El reportero logró saber, al detalle, cómo se realizó la fuga de Alejandro Lezoni D’Almagro, un negociante quien defraudó por tres millones de pesos a la Abastecedora de Carnes S.A., por lo cual entró a la Penitenciaría de Lecumberri el 14 de octubre de 1956, después de que los agentes de la Dirección Federal de Seguridad lo detuvieron.
A las 19:00 horas del lunes 16 de enero, llegó el coronel Bonilla Vázquez a su despacho de subdirector en la Penitenciaría de Lecumberri. Estaba borracho, pero como quiera que fuera, él era en ese momento el jefe encargado en ausencia del general Florencio Anitúa Loyo, titular ausente, quien había sido internado en el Hospital Central Militar.
Permitió la fuga del estafador
Bonilla ordenó al oficial en turno, Javier Lara de la Cuadra, que le llevaran al reo extranjero y éste atendiendo las indicaciones, lo envió en compañía de un vigilante.
Lo recibió el coronel, quien previamente a lo que se proponía hacer, despachó a sus empleados para estar solo con el criminal. En seguida, abandonó la penitenciaría y abordó un carro, llevándose al reo Lezoni al despacho del licenciado Portes Gil (quien fue presidente interino de la república del 1o. de diciembre de 1928 al 4 de febrero de 1930) y, más tarde, a los departamentos Altamira, que ocupaba la señora Albriguergue Lezoni, esposa del estafador internacional, que según se informó se ubicaba en la calle de Independencia 101, esquina con Balderas.
Lo demás fue cosa fácil, pues ya estaba todo preparado. En el departamento de la esposa había maletas listas para embarcarse, y, por lo demás, no se supo en qué forma precipitada actuaron, ya que en su fuga abandonaron las maletas, las que más tarde fueron localizadas por agentes del Servicio Secreto.
Mientras tanto, en la Penitenciaría, llegó el mayor Aldegundo, funcionario del penal, quien de inmediato fue informado por Javier Lara de la Cuadra, que Bonilla se había llevado a la calle al uruguayo Lezoni.
Hacia las 20:30 horas sonó insistentemente el teléfono en la dirección de la Penitenciaría. Tomó el aparato el comandante Carlos Carpinteyro, quien también se encontraba de guardia, y escuchó cómo el coronel, su jefe, le daba la noticia de que “se le había escapado Lezoni en plena calle”.
Sus esposas ayudaron con la fuga
El coronel Bonilla se presentó, minutos después ante el coronel Manuel Mendoza Domínguez, jefe del Servicio Secreto, para informar que Lezoni había “volado de sus manos cuando lo llevaba a una diligencia”.
Pero quedó claro que esa versión era inverosímil, por lo cual no se le creyó y prácticamente quedó descartada de inmediato, pues era simplemente inadmisible que por la noche hubiese diligencias.
Al ser interrogado más a fondo, relató una versión diferente, la cual, dijo, era la verdad, y la verdad fue que había sacado a Alejandro Lezoni para que visitara a su esposa, ya que así se lo había pedido éste y conmovido ante tal muestra de amor por su cónyuge, no pudo negarse a los ruegos del reo.
El coronel Mendoza Domínguez envió rápidamente a los apartamentos de Altamira a varios de los agentes a su cargo, quienes descubrieron las maletas abandonadas.
Sospechaban ya los sabuesos policiacos que el coronel Bonilla había sido cómplice de la fuga, derivado de la sucesión de acontecimientos.
Bien aconsejado, el coronel se presentó en la Primera Delegación para que se conocieran los pormenores del caso y, estando todavía con aliento alcohólico, denunció la evasión, empero al ser revisado se le encontró la verdadera razón de esa escapatoria.
Conservó el cheque
Entre las ropas del coronel estaba un elemento determinante que dilapidaba las versiones del subdirector de la Penitenciaría. Apareció el cheque por 50 mil pesos, firmado por Lezoni al portador y contra el Banco Continental y estaba fechado el 10 de enero de 1956.
Entonces, incluso ya cercado por la evidencia en su contra, la explicación que dio el militar al respecto se consideró pueril cuando no absurda. Dijo que, al salir a la calle, Lezoni le entregó el documento bancario “para que se lo guardara”.
Negó, por supuesto, que hubiera sido cohechado con tan fuerte suma con el objetivo de dejar en libertad al preso. Incluso, como si de algo valiera, dio su palabra de honor y de militar.
De acuerdo con el coronel Bonilla -quien, no se debe olvidar, permaneció en estado etílico durante mucho tiempo, es más, parecía su estado natural-, llevó a Lezoni a ver al licenciado Emilio Portes Gil y, allí, el ganadero solicitó permiso para ir al baño.
Como pasó el tiempo sin que el presidiario regresara, entonces Bonilla decidió ir a buscarlo; no obstante, en ese momento se dio cuenta de que haberlo sacado había sido un error, pues descubrió que se había fugado a través de una ventana.
Tal fue su versión.
Con base en lo que redactó el reportero de la prensa, Lezoni había comprado su libertad, o eso parecía a la luz de los hechos aún por constatar.
Ingresó a la Penitenciaría un año antes, el 14 de octubre del 55, luego de ser detenido por agentes de la Dirección Federal de Seguridad, tras ejecutar una orden de aprehensión girada por la Procuraduría de Justicia del Distrito, debido al incumplimiento del compromiso de entregar determinado número de reses para su sacrificio, como se mencionó antes, a la Abastecedora de Carnes.
Tan sólo unos tres días después, le fue notificado el auto de formal prisión por los delitos de fraude genérico, fraude específico y abuso de confianza.
Presión para el militar
El martes 17 de enero de 1956, el coronel Bonilla ingresó a la prisión militar de Santiago Tlatelolco. El licenciado José Farah Mata, secretario de la Penitenciaría, asumió ese día inmediatamente la dirección del penal.
Más de un centenar de agentes policiacos andaban en busca del millonario Lezoni y se tenían vigilados todos los campos aéreos, puertos marítimos, estaciones y carreteras para evitar que saliera del país, pero él se puso totalmente fuera del alcance de la justicia mexicana.
Por órdenes terminantes del regente de la ciudad, Ernesto Peralta Uruchurtu, el Servicio Secreto se movilizó por toda la metrópoli, buscando indicios que revelaran el paradero del audaz extranjero que logró evadirse, cohechando al coronel Pedro Bonilla Vázquez. Se tenían noticias de que Lezoni había defraudado en casi toda Sudamérica, girando cheques sin fondos.
Mientras tanto, el coronel declaraba: “Una bondad mía me arrastró a este accidente. Alejandro Lezoni era un hombre educado, al grado que le dispensé cierta amistad, de la que se aprovechó para huir”, dijo a César Silva y otros reporteros de LA PRENSA, el coronel Pedro Bonilla Vázquez, quien, mediante un cheque, que no cobró, puso en libertad a Alejandro Lezoni.
El militar confirmó la información del Diario de las Mayorías. Estaba abatido. Con voz pausada pero firme a ratos, explicó ampliamente cómo, según él, sucedieron los hechos que en 1956 lo convirtieron en reo, olvidado ya su puesto de subdirector de la Penitenciaría del Distrito.
-No fui cohechado. No fui sobornado. De haberlo sido, no doy parte a la Jefatura de Policía. Habría regresado a la Penitenciaría y allí, con calma, hubiese preparado todo para salvarme. Fui víctima de mis sentimientos humanitarios que me llevaron a acceder a los ruegos de ese hombre -añadió.
El coronel Bonilla Vázquez, entonces de 58 años de edad, tenía su domicilio en Hortelanos 158, colonia 20 de Noviembre; dijo que desde que Alejandro Lezoni hizo su entrada al penal de Lecumberri, se hizo amigo de él, por considerarlo un caballero, un hombre preparado que, por circunstancias especiales, pasaba una época de mala suerte.
El coronel intimó con él hasta permitirle, muy frecuentemente, que lo visitaran diversas personas, incluidas sus dos mujeres y sus amigos, en el privado de la subdirección del penal.
-El lunes 16 estaba yo realizando un recorrido de inspección por la prisión, cuando me encontré a ese hombre (siempre dijo así al referirse al ganadero) que se me acercó y me dijo que por allá, por la puerta norte de la Penitenciaría, se encontraba “su mujer”, la mexicana María del Pilar O. de Lezoni, quien deseaba hablarle.
-El detenido aseguró que traía un recado urgente del licenciado Emilio Portes Gil, expresidente de la república. Accedí de buena gana, yo mismo le acompañé hasta la puerta norte, donde se encontraba, por el lado de fuera, un coche negro que manejaba su señora. Ví cuando se acercó ella a hablarle y le dijo que el licenciado Portes Gil no había podido ir a verlo, pero que hiciera gestiones para que le permitieran ir a los apartamentos Altamira, donde lo esperaría.
Formal prisión al coronel
El coronel continuó su fantástico y pueril relato:
-Ese hombre volvió la cara hacia mí y me dijo que él sabía que era un grande favor, pero que me rogaba accediera a acompañarlo. Sólo se trataba de un minuto. La señora también me rogó y si ya antes había podido comprobar su caballerosidad, no vi nada malo en darle permiso, siempre y cuando fuera conmigo, tal como sucedió.
En el carro se dirigieron hacia el centro de la ciudad, yendo al edificio cercano al Teatro Metropolitan; bajaron Lezoni y el militar, la mujer quedó a bordo.
Con paso firme y rápido, Lezoni avanzó hacia el elevador y hundió los botones para hacer el llamado. Iba al cuarto piso. Caminaron sobre el pasillo unos cuantos metros y en el apartamento 45 apareció la segunda mujer del reo, la brasileña Aldegiza Albuquerque. La primera “amiga” del estafador desapareció con todo y su carro.
Empero la brasileña dijo que Portes Gil no tardaría en llegar y que lo esperaran unos minutos. Ya pasaban de las 7:00 de la noche. Lezoni fue a otra habitación y el coronel le dijo que no se perdiera de vista. En un baño había un pasadizo que utilizó el entonces prófugo para escapar. La brasileña insistía en que “no podía desaparecer una persona” y que no se preocupara el coronel, quien descendió para preguntar por Lezoni y el portero le dijo que se había ido en compañía de un sujeto chaparro.
Como se le despejó la mente, el coronel pidió auxilio al Servicio Secreto y cuatro agentes encontraron cuatro maletas listas para un viaje, pero no a la brasileña y menos a Lezoni.
En cuanto al cheque y dentro de su versión infundada, Bonilla dijo que “se lo había recogido al ganadero en la cárcel, precisamente en el Polígono de la Penitenciaría. Le dije que no anduviera con documentos al portador porque un día lo matarían para robarle. Me dijo que guardara el cheque, pues además no tenía fondos en el Banco Continental. Yo guardé el cheque en mi uniforme y lo dí como cosa olvidada”. Explicó que como subdirector del penal ganaba 900 pesos mensuales, más 1,128.50pesos por su grado militar, lo que le permitía vivir decorosamente.
Pero al ser registrado, el coronel prefirió entregar una libreta que contenía una lista que indicaba cuánto se debía cobrar a determinados reos por permitirles canonjías, tales como recibir a sus abogados fuera de las horas de visita; atender en sus celdas a compañías femeninas, etcétera, todo mediante elevadas tarifas.
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También se le encontraron dos pases para el Teatro Iris, destinados a otras personas, firmados por el dinamitero y cantante de ópera, Paco Sierra, quien, junto con el ingeniero Emilio Arellano Schetelige, había intentado dar muerte a pasajeros de una aeronave de Mexicana de Aviación, en 1952, para cobrar sus seguros de vida.
Al parecer, nunca fue recapturado Lezoni, aunque Aldegiza María de Albiguergue fue detenida para investigación y dijo ser la legítima esposa del aventurero uruguayo.
Preso en el cuartel de Santiago Tlatelolco, el coronel Bonilla tuvo la suerte de que en aquellos tiempos funcionaban los “jurados populares” que, adecuadamente impresionados, siempre dejaban en libertad a quienes “juzgaban”.
Un año después, Bonilla fue dejado en libertad y se ignora si la Secretaría de la Defensa Nacional lo sancionó por menoscabar el prestigio de la institución.
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