/ viernes 4 de noviembre de 2022

El crimen del Pozo: buscatesoros asesinan a un padre y a su hija en la Peralvillo

En julio de 1933, un trío de buscatesoros asesinó a un padre y a su hija, pues habían oído el rumor de que en donde vivían había riquezas ocultas

En el año de 1933, en La Prensa, El Periódico que Dice lo que Otros Callan, se dio a conocer el terrible caso de un empresario y su hija que fueron arteramente asesinados.

Los ávidos lectores de antes y de ahora leyeron en las páginas interiores que tres individuos agredieron con arma blanca a padre e hija, violaron a la joven y, finalmente, arrojaron los cadáveres en un pozo de la calle Constancia, colonia Peralvillo.

No satisfechos con el infame crimen de sangre, se dieron a la tarea de saquear la tenería, propiedad del occiso, y trataron de vender varias pieles, aunque al final las cosas no resultaron como esperaban y cayeron en las manos de la justicia y del azar inesperado.

Uno de los homicidas tenía la fervorosa creencia en la “comunicación con los espíritus”, pues desde que era niño supuso que había fuerzas incomprensibles que dictaban los actos de las personas y, bien o mal, determinaban su suerte.

Sabía que su crimen era imperdonable, infame y vil; por ello, una noche toda llena de murmullos en el ambiente, creyó escuchar que “unas voces” le habrían dicho que “lo iban a fusilar”; por ello, cuando la policía iba a trasladarlo de la Jefatura de Policía a la Penitenciaría, tomó la determinación (o alguien se lo dijo) de arrojarse desde el segundo piso. El resultado fue una masa informe sobre el piso del edificio, ubicado entonces en Revillagigedo e Independencia, a unos metros de la Alameda Central, y el dictamen de médico fue que había muerto por un trauma severo.

Por su parte, el doble homicidio de los familiares fue descubierto el miércoles 19 de julio de 1933, esto es, 34 años después de la fundación de la colonia Peralvillo, cuyas primeras casas se edificaron en 1889, en unos predios propiedad de Carlos David de Ghesst, denominados San José o Cuartos de la Cuchilla del Fraile, que serían el núcleo urbano de Peralvillo.

En la calle Constancia 101 (entre Beethoven y Ricardo Castro) se encontraba un corralón con un pozo en el fondo. Allí, el hombre de negocios había fincado su residencia y su empresa familiar.

Era un lugar amplísimo, pero acogedor, como suele decirse, la casa de toda persona es su castillo. Tristemente, el fatídico final de Justina y Francisco González, padre e hija, culminó al lado de un pozo.

El hallazgo dejó sin palabras a quienes presenciaron la escena de horror. Francisco, tirado como rastrojo, presentaba dieciséis heridas provocadas por un arma blanca; una de cuyas lesiones fue tan profunda que casi lo decapitó.

En cuanto a Justina, sus heridas no eran menos severas, sino que, por el contrario, parecía que de algún modo se hubieran ensañado con ella. Lo que parecía tener su cuerpo era la evidencia de una cuchilla, así como notorias señales de estrangulamiento, aparte de haber sido víctima de agresión sexual.

Dos horas después de rescatar los cadáveres fueron arrestados los hermanos Jesús y José Ábrego Paredes, así como el portero Luis Castro, por agentes de las Comisiones de Seguridad, antecedente del Servicio Secreto.

Numerosos curiosos se arremolinaron en la calle Constancia, y muchos treparon a las azoteas contiguas para presenciar la búsqueda de mayores indicios por parte de los expertos en criminalística.

Se relató que como a las seis de la mañana un grupo de trabajadores fue reuniéndose frente a la tenería, que hacía apenas seis semanas había adquirido Francisco González.

Curiosidad mortal

El policía 467, Felipe Alverde González, quien estaba de servicio en las calles Toltecas y Peñón, dio aviso al agente del Ministerio Público de la primera delegación, Manuel Fernández Boyoli.

Acompañado del comandante Gastón Vaca Corella y el practicante de medicina, Luis Puig Pizarro, así como del profesor Benjamín Martínez, jefe del laboratorio de criminalística y su ayudante Ramón Olvera, el licenciado Fernando Boyoli entró a la tenería por angosta horadación que había en uno de los muros del corral. El sitio medía ciento cincuenta metros de largo por treinta de ancho y tenía acceso por Constancia 101.

Sobre el lado derecho estaba la pieza del portero Luis Castro. En otro cuarto había herramientas viejas y trozos de pieles, enseguida estaba un tejado bajo y varios tanques donde se lavaban pieles.

Por otro lado, había un horno y otro cobertizo donde estaban la maquinaria y utensilios que se usan para curtir pieles diversas.

Muy cerca de una barda que limitaba el corralón estaba el pozo con los cadáveres. Padre e hija portaban ropas negras, llenas de lodo; el traje del occiso tenía las bolsas volteadas como señal inequívoca de saqueo.

Luis Castro, el portero, y su familia habían escapado a toda prisa, sólo dejaron objetos inservibles.

Obviamente, también faltaban los operarios José y Jesús Ábrego Paredes, hábiles en el manejo de los “desbinzadores”, filosas cuchillas en forma semicircular que utilizaban para raspar pieles y quitarles asperezas. El hilo del teléfono estaba cortado y había documentos en desorden.

José Langenaure, peletero que regenteaba un establecimiento en Jesús Carranza 14, dijo que el domingo 16 de julio de 1933, pagó a González Lugo cerca de trescientos pesos por varias pieles que le entregó puntualmente el desaparecido. Y quedaron de acuerdo en comerciar otras pieles acharoladas, con valor de 400 pesos, que finalmente fueron a parar en favor de los asesinos.

Hacía seis semanas que los González habían llegado procedentes de Jalapa, Veracruz, para comenzar a administrar la tenería. Por su ropa, el comerciante aparentaba no poseer bienes, pero por sus manos pasaban buenas cantidades de dinero con el que compraba pieles, las curtía y vendía preparadas y listas para su industrialización.

En el horno, la policía encontró zapatos, almohadas y ropas humeantes aún. Por su parte, los detenidos en la Jefatura de Policía, reconocieron ser trabajadores de la tenería, “donde Luis Castro los recibió para decirles que el señor González deseaba que entregaran pieles en la colonia Obrera”.

Ante el jefe de las Comisiones de Seguridad, José Viera Fernández, los hermanos Ábrego Paredes culparon al portero Luis Castro, quien fue capturado poco tiempo después, por animarlos a matar a padre e hija.

Los Ábrego residían en Penitenciaría 72 (cerca de la prisión de Lecumberri, inaugurada por el general Porfirio Díaz, el 29 de septiembre de 1900) y dijeron que de tiempo atrás estaban obsesionados por encontrar un tesoro, que suponían enterrado en un lado del pozo.

De hecho, Francisco González al comprar la tenería se enteró de la búsqueda y dio permiso al trío para que “sacaran” el oro y la plata enterrados “a principios del siglo XX”, y así fue como la noche del martes 18 de julio de 1933 los tres continuaron la excavación, mientras la curiosidad se iba apoderando de Francisco González...

El dueño del negocio tomó su cena en compañía de su hermosa hija y luego, sin que lo llamaran, fue hasta el pozo para ver cómo avanzaban los trabajos. En los momentos en que se asomó, el portero Luis Castro tiró un golpe con el “desbinzador” en el cuello de Francisco González, quien cayó pesadamente hasta el fondo de la excavación.

Uno de los hermanos y Luis clavaron hasta catorce o dieciséis veces un arma blanca en el ya fallecido comerciante "para asegurarse que no saliera vivo”.

El mismo portero vació los bolsillos del negociante en pieles; en un libro tenía Francisco no menos de 300 pesos en billetes; algunas monedas de oro y otras de plata complementaron el botín de los asesinos.

Luis Castro pidió a José que llamara a Justina y, acompañado de Luz, la esposa de Luis, le dijo que su padre le llamaba para que “viera al muerto”.

En parte temerosa, pero animada de curiosidad, quizá pensando en que el tesoro había sido descubierto, Justina fue a su perdición, pues fue sorprendida por el trío y estrangulada para que “no los denunciara”.

El violento Luis Castro Ortega, no conforme con ver sin vida ala chica, según la primera investigación, tomó una soga y la ató en el cuello de Justina, para que “de una vez quedara sin resuello”.

Hasta ahí “confesaron” los detenidos, pero se olvidaron de relatar las humillaciones sexuales a que habían sometido a la joven, lo que fue confirmado a través de la necropsia.

El dinero fue para el portero y las pieles, que valían 400 pesos, para los hermanos Ábrego, quienes las ofrecieron en la colonia Obrera, sin contar con que el cliente sospecharía y no haría trato, a pesar de que Leonardo Vázquez era cuñado de Luis.

José Ábrego dijo ser originario de Guanajuato, como su hermano Jesús, y que Luis los había ilusionado con el cuento del tesoro enterrado, “las excavaciones las suspendimos un tiempo, porque los espíritus me dijeron que dejara descansar en paz aquel dinero”.

No supo explicar cómo se comunicaba con “los espíritus”, pero comentó que “hacían boruca en su cabeza” y, el martes, el mismo don Francisco le dio dinero para que comprara más licor y se animara a seguir cavando, pero esta vez sin miedo a los fantasmas.

Una vez que tomó “marranilla”, bajó al pozo y encontró muchos monitos de barro, como los que existen en los museos; se trabajaba a la luz de las velas y, de pronto, “el cuerpo de don Francisco cayó de cabeza junto a mí, entonces bajó Luis y le clavó varias veces un cuchillo”.

José no se animó a denunciar al portero, “porque tenía miedo de que matara a Jesús”.

El trabajo policiaco fue redondeado con la captura de Luis Castro Ortega y su mujer Luz González Sánchez.

Fueron los intrépidos agentes Pedro Alba González y Andrés Medina Navarro quienes localizaron al prófugo en un jacal, en lo más abrupto de la serranía cercana al rancho de Mazapa, jurisdicción de Xalatlaco, Estado de México.

La pista surgió en las calles Cobre y Atotonilco, domicilio de Margarita González López, familiar de Luis Castro, y donde se había refugiado Luz González Sánchez, esposa del portero.

A caballo fueron los detectives en cuanto se terminó la carretera y, con auxilio del presidente municipal del lugar, José González, dieron con el jacal, desde donde les disparó con escopeta Luis Castro Ortega.

El homicida arrojó a un lado la escopeta y una pistola sin balas y les dijo a los detectives que una vida tenía y con ella pagaba, lástima que no poseyera más cartuchos.

“Yo soy hombre y no me rajo. La única súplica que les hago es que me maten aquí mismo en este rancho”.

Luz González de Castro, con un niño de quince días de nacido, estaba aterrada por la posibilidad de que aplicaran una “ley fuga” contra su marido.

Tétrico relato

Luis Castro era un antiguo leñador, chaparro y fuerte. Pero culpó a los hermanos Ábrego como instigadores del doble crimen y violación colectiva. “El señor Francisco cayó en el pozo y Jesús le arrojó un cuchillo a José para que lo rematara, yo solamente le di dos cuchilladas, aunque el primer tajo se lo di en el cuello”.

En cuanto a la agresión sexual, “los hermanos no la respetaron ni después de muerta, primero la estrangulamos y luego le hicimos algunas cosas junto a los tanques de lavado”.

Luego se tomaron el jerez que don Francisco había comprado para celebrar el cumpleaños de Justina, que era al día siguiente del de los hechos sangrientos; apenas iba a cumplir 17 años la infortunada joven.

-El horno lo prendieron ellos, yo no sé por qué, pero quemaron algunas ropas dizque para no dejar huellas de algo, dijo Castro.

Al escapar de la ciudad de México, donde dejó en la calle Cobre a su esposa, salió Luis Castro rumbo a Toluca, Estado de México; en Lerma lo sorprendió la noche y se quedó a descansar bajo un portalito, pero llegó la policía de ronda y lo llevó a la Comandancia donde le quitaron 104 pesos que había obtenido como botín en el doble crimen.

Por su parte, Luz González Sánchez, capitalina atractiva, dijo llevar siete años al lado de Luis Castro, quien de vez en vez le daba mala vida. Él era leñador en el rancho Mazapa, donde vivieron largo tiempo, hasta que consiguió empleo como portero en la Calle Constancia, colonia Peralvillo.

Luz afirmó que espantaban los fantasmas en la casa y, por ello, se creyó que había un tesoro escondido. La misma Justina decía “haber visto brujas y diablos”. Incluso cuando cayó en la emboscada, Justina supo que habían “encontrado el dinero” y le dijeron los asesinos que “llevara varias bolsas grandes para guardarlo”.

Cuando los hermanos saltaron sobre la chica, Luz corrió y comenzó a gritar, pero los Ábrego la amenazaron con violarla también si continuaba escandalizando.

Luis Castro parecía loco y golpeó a su mujer, para enviarla a la portería. Suponía la señora que los tres se turnaron para atacar a la indefensa muchacha, aquel triste día de julio de 1933...

Suicidio

Entre viernes 21 y sábado 22 de julio de ese año, José Ábrego Paredes, acosado por los remordimientos del doble homicidio en la calle Constancia, se arrojó desde el segundo piso (que en el edificio de la Jefatura de Policía estaba ubicado como a diez metros de altura) y perdió la vida en pocos minutos, al fracturarse el cráneo.

El homicida estaba siendo entregado al delegado para su consignación hacia El Palacio Negro de Lecumberri, cuando aprovechó un descuido de sus custodios y saltó para matarse.

Faltaban unos minutos para la medianoche. Empleados y policías bajaron con rapidez y en el patio encontraron moribundo a José, quien tenía múltiples fracturas, especialmente en la cabeza.

La tercera corte penal juzgaría a los criminales Jesús Ábrego Paredes y Luis Castro Ortega, y dijeron que las autoridades de la sexta delegación comprobaron que José se lanzó al vacío saltando los barandales del segundo piso de la Jefatura de Policía.

Se hizo declarar al jefe de la escolta, Andrés Rosales; a los gendarmes montados, 2877 Francisco Jiménez y 3850, Eduardo Salinas, quienes dijeron que en ningún momento dio muestras de abatimiento el detenido; parecía gozar de sus facultades mentales.

No olvides seguirnos en Google Noticias para mantenerte informado

Para muchas personas fue una sorpresa el hecho que José recurriera al suicidio para escapar de la acción de la justicia. Parece que temía el fusilamiento o la “ley fuga”.

Cuando se avisó a Jesús de la muerte de su hermano, se limitó a decir que “tal vez le hablaron los espíritus” para decirle que no sobreviviría al doble asesinato de la calle Constancia.

En cambio, Luis Castro Ortega, al enterarse del drama, comenzó a temblar, los dientes le castañetearon, empezó a fumar con nerviosismo, aunque repitió su versión del doble crimen y de la violación de la chica.

El portero criminal se encontraba en la crujía de turno de Lecumberri, donde llegó a suponer que “alguien había matado por encargo a José Ábrego, pues lo del supuesto suicidio era una versión difícil de creer”.

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En el año de 1933, en La Prensa, El Periódico que Dice lo que Otros Callan, se dio a conocer el terrible caso de un empresario y su hija que fueron arteramente asesinados.

Los ávidos lectores de antes y de ahora leyeron en las páginas interiores que tres individuos agredieron con arma blanca a padre e hija, violaron a la joven y, finalmente, arrojaron los cadáveres en un pozo de la calle Constancia, colonia Peralvillo.

No satisfechos con el infame crimen de sangre, se dieron a la tarea de saquear la tenería, propiedad del occiso, y trataron de vender varias pieles, aunque al final las cosas no resultaron como esperaban y cayeron en las manos de la justicia y del azar inesperado.

Uno de los homicidas tenía la fervorosa creencia en la “comunicación con los espíritus”, pues desde que era niño supuso que había fuerzas incomprensibles que dictaban los actos de las personas y, bien o mal, determinaban su suerte.

Sabía que su crimen era imperdonable, infame y vil; por ello, una noche toda llena de murmullos en el ambiente, creyó escuchar que “unas voces” le habrían dicho que “lo iban a fusilar”; por ello, cuando la policía iba a trasladarlo de la Jefatura de Policía a la Penitenciaría, tomó la determinación (o alguien se lo dijo) de arrojarse desde el segundo piso. El resultado fue una masa informe sobre el piso del edificio, ubicado entonces en Revillagigedo e Independencia, a unos metros de la Alameda Central, y el dictamen de médico fue que había muerto por un trauma severo.

Por su parte, el doble homicidio de los familiares fue descubierto el miércoles 19 de julio de 1933, esto es, 34 años después de la fundación de la colonia Peralvillo, cuyas primeras casas se edificaron en 1889, en unos predios propiedad de Carlos David de Ghesst, denominados San José o Cuartos de la Cuchilla del Fraile, que serían el núcleo urbano de Peralvillo.

En la calle Constancia 101 (entre Beethoven y Ricardo Castro) se encontraba un corralón con un pozo en el fondo. Allí, el hombre de negocios había fincado su residencia y su empresa familiar.

Era un lugar amplísimo, pero acogedor, como suele decirse, la casa de toda persona es su castillo. Tristemente, el fatídico final de Justina y Francisco González, padre e hija, culminó al lado de un pozo.

El hallazgo dejó sin palabras a quienes presenciaron la escena de horror. Francisco, tirado como rastrojo, presentaba dieciséis heridas provocadas por un arma blanca; una de cuyas lesiones fue tan profunda que casi lo decapitó.

En cuanto a Justina, sus heridas no eran menos severas, sino que, por el contrario, parecía que de algún modo se hubieran ensañado con ella. Lo que parecía tener su cuerpo era la evidencia de una cuchilla, así como notorias señales de estrangulamiento, aparte de haber sido víctima de agresión sexual.

Dos horas después de rescatar los cadáveres fueron arrestados los hermanos Jesús y José Ábrego Paredes, así como el portero Luis Castro, por agentes de las Comisiones de Seguridad, antecedente del Servicio Secreto.

Numerosos curiosos se arremolinaron en la calle Constancia, y muchos treparon a las azoteas contiguas para presenciar la búsqueda de mayores indicios por parte de los expertos en criminalística.

Se relató que como a las seis de la mañana un grupo de trabajadores fue reuniéndose frente a la tenería, que hacía apenas seis semanas había adquirido Francisco González.

Curiosidad mortal

El policía 467, Felipe Alverde González, quien estaba de servicio en las calles Toltecas y Peñón, dio aviso al agente del Ministerio Público de la primera delegación, Manuel Fernández Boyoli.

Acompañado del comandante Gastón Vaca Corella y el practicante de medicina, Luis Puig Pizarro, así como del profesor Benjamín Martínez, jefe del laboratorio de criminalística y su ayudante Ramón Olvera, el licenciado Fernando Boyoli entró a la tenería por angosta horadación que había en uno de los muros del corral. El sitio medía ciento cincuenta metros de largo por treinta de ancho y tenía acceso por Constancia 101.

Sobre el lado derecho estaba la pieza del portero Luis Castro. En otro cuarto había herramientas viejas y trozos de pieles, enseguida estaba un tejado bajo y varios tanques donde se lavaban pieles.

Por otro lado, había un horno y otro cobertizo donde estaban la maquinaria y utensilios que se usan para curtir pieles diversas.

Muy cerca de una barda que limitaba el corralón estaba el pozo con los cadáveres. Padre e hija portaban ropas negras, llenas de lodo; el traje del occiso tenía las bolsas volteadas como señal inequívoca de saqueo.

Luis Castro, el portero, y su familia habían escapado a toda prisa, sólo dejaron objetos inservibles.

Obviamente, también faltaban los operarios José y Jesús Ábrego Paredes, hábiles en el manejo de los “desbinzadores”, filosas cuchillas en forma semicircular que utilizaban para raspar pieles y quitarles asperezas. El hilo del teléfono estaba cortado y había documentos en desorden.

José Langenaure, peletero que regenteaba un establecimiento en Jesús Carranza 14, dijo que el domingo 16 de julio de 1933, pagó a González Lugo cerca de trescientos pesos por varias pieles que le entregó puntualmente el desaparecido. Y quedaron de acuerdo en comerciar otras pieles acharoladas, con valor de 400 pesos, que finalmente fueron a parar en favor de los asesinos.

Hacía seis semanas que los González habían llegado procedentes de Jalapa, Veracruz, para comenzar a administrar la tenería. Por su ropa, el comerciante aparentaba no poseer bienes, pero por sus manos pasaban buenas cantidades de dinero con el que compraba pieles, las curtía y vendía preparadas y listas para su industrialización.

En el horno, la policía encontró zapatos, almohadas y ropas humeantes aún. Por su parte, los detenidos en la Jefatura de Policía, reconocieron ser trabajadores de la tenería, “donde Luis Castro los recibió para decirles que el señor González deseaba que entregaran pieles en la colonia Obrera”.

Ante el jefe de las Comisiones de Seguridad, José Viera Fernández, los hermanos Ábrego Paredes culparon al portero Luis Castro, quien fue capturado poco tiempo después, por animarlos a matar a padre e hija.

Los Ábrego residían en Penitenciaría 72 (cerca de la prisión de Lecumberri, inaugurada por el general Porfirio Díaz, el 29 de septiembre de 1900) y dijeron que de tiempo atrás estaban obsesionados por encontrar un tesoro, que suponían enterrado en un lado del pozo.

De hecho, Francisco González al comprar la tenería se enteró de la búsqueda y dio permiso al trío para que “sacaran” el oro y la plata enterrados “a principios del siglo XX”, y así fue como la noche del martes 18 de julio de 1933 los tres continuaron la excavación, mientras la curiosidad se iba apoderando de Francisco González...

El dueño del negocio tomó su cena en compañía de su hermosa hija y luego, sin que lo llamaran, fue hasta el pozo para ver cómo avanzaban los trabajos. En los momentos en que se asomó, el portero Luis Castro tiró un golpe con el “desbinzador” en el cuello de Francisco González, quien cayó pesadamente hasta el fondo de la excavación.

Uno de los hermanos y Luis clavaron hasta catorce o dieciséis veces un arma blanca en el ya fallecido comerciante "para asegurarse que no saliera vivo”.

El mismo portero vació los bolsillos del negociante en pieles; en un libro tenía Francisco no menos de 300 pesos en billetes; algunas monedas de oro y otras de plata complementaron el botín de los asesinos.

Luis Castro pidió a José que llamara a Justina y, acompañado de Luz, la esposa de Luis, le dijo que su padre le llamaba para que “viera al muerto”.

En parte temerosa, pero animada de curiosidad, quizá pensando en que el tesoro había sido descubierto, Justina fue a su perdición, pues fue sorprendida por el trío y estrangulada para que “no los denunciara”.

El violento Luis Castro Ortega, no conforme con ver sin vida ala chica, según la primera investigación, tomó una soga y la ató en el cuello de Justina, para que “de una vez quedara sin resuello”.

Hasta ahí “confesaron” los detenidos, pero se olvidaron de relatar las humillaciones sexuales a que habían sometido a la joven, lo que fue confirmado a través de la necropsia.

El dinero fue para el portero y las pieles, que valían 400 pesos, para los hermanos Ábrego, quienes las ofrecieron en la colonia Obrera, sin contar con que el cliente sospecharía y no haría trato, a pesar de que Leonardo Vázquez era cuñado de Luis.

José Ábrego dijo ser originario de Guanajuato, como su hermano Jesús, y que Luis los había ilusionado con el cuento del tesoro enterrado, “las excavaciones las suspendimos un tiempo, porque los espíritus me dijeron que dejara descansar en paz aquel dinero”.

No supo explicar cómo se comunicaba con “los espíritus”, pero comentó que “hacían boruca en su cabeza” y, el martes, el mismo don Francisco le dio dinero para que comprara más licor y se animara a seguir cavando, pero esta vez sin miedo a los fantasmas.

Una vez que tomó “marranilla”, bajó al pozo y encontró muchos monitos de barro, como los que existen en los museos; se trabajaba a la luz de las velas y, de pronto, “el cuerpo de don Francisco cayó de cabeza junto a mí, entonces bajó Luis y le clavó varias veces un cuchillo”.

José no se animó a denunciar al portero, “porque tenía miedo de que matara a Jesús”.

El trabajo policiaco fue redondeado con la captura de Luis Castro Ortega y su mujer Luz González Sánchez.

Fueron los intrépidos agentes Pedro Alba González y Andrés Medina Navarro quienes localizaron al prófugo en un jacal, en lo más abrupto de la serranía cercana al rancho de Mazapa, jurisdicción de Xalatlaco, Estado de México.

La pista surgió en las calles Cobre y Atotonilco, domicilio de Margarita González López, familiar de Luis Castro, y donde se había refugiado Luz González Sánchez, esposa del portero.

A caballo fueron los detectives en cuanto se terminó la carretera y, con auxilio del presidente municipal del lugar, José González, dieron con el jacal, desde donde les disparó con escopeta Luis Castro Ortega.

El homicida arrojó a un lado la escopeta y una pistola sin balas y les dijo a los detectives que una vida tenía y con ella pagaba, lástima que no poseyera más cartuchos.

“Yo soy hombre y no me rajo. La única súplica que les hago es que me maten aquí mismo en este rancho”.

Luz González de Castro, con un niño de quince días de nacido, estaba aterrada por la posibilidad de que aplicaran una “ley fuga” contra su marido.

Tétrico relato

Luis Castro era un antiguo leñador, chaparro y fuerte. Pero culpó a los hermanos Ábrego como instigadores del doble crimen y violación colectiva. “El señor Francisco cayó en el pozo y Jesús le arrojó un cuchillo a José para que lo rematara, yo solamente le di dos cuchilladas, aunque el primer tajo se lo di en el cuello”.

En cuanto a la agresión sexual, “los hermanos no la respetaron ni después de muerta, primero la estrangulamos y luego le hicimos algunas cosas junto a los tanques de lavado”.

Luego se tomaron el jerez que don Francisco había comprado para celebrar el cumpleaños de Justina, que era al día siguiente del de los hechos sangrientos; apenas iba a cumplir 17 años la infortunada joven.

-El horno lo prendieron ellos, yo no sé por qué, pero quemaron algunas ropas dizque para no dejar huellas de algo, dijo Castro.

Al escapar de la ciudad de México, donde dejó en la calle Cobre a su esposa, salió Luis Castro rumbo a Toluca, Estado de México; en Lerma lo sorprendió la noche y se quedó a descansar bajo un portalito, pero llegó la policía de ronda y lo llevó a la Comandancia donde le quitaron 104 pesos que había obtenido como botín en el doble crimen.

Por su parte, Luz González Sánchez, capitalina atractiva, dijo llevar siete años al lado de Luis Castro, quien de vez en vez le daba mala vida. Él era leñador en el rancho Mazapa, donde vivieron largo tiempo, hasta que consiguió empleo como portero en la Calle Constancia, colonia Peralvillo.

Luz afirmó que espantaban los fantasmas en la casa y, por ello, se creyó que había un tesoro escondido. La misma Justina decía “haber visto brujas y diablos”. Incluso cuando cayó en la emboscada, Justina supo que habían “encontrado el dinero” y le dijeron los asesinos que “llevara varias bolsas grandes para guardarlo”.

Cuando los hermanos saltaron sobre la chica, Luz corrió y comenzó a gritar, pero los Ábrego la amenazaron con violarla también si continuaba escandalizando.

Luis Castro parecía loco y golpeó a su mujer, para enviarla a la portería. Suponía la señora que los tres se turnaron para atacar a la indefensa muchacha, aquel triste día de julio de 1933...

Suicidio

Entre viernes 21 y sábado 22 de julio de ese año, José Ábrego Paredes, acosado por los remordimientos del doble homicidio en la calle Constancia, se arrojó desde el segundo piso (que en el edificio de la Jefatura de Policía estaba ubicado como a diez metros de altura) y perdió la vida en pocos minutos, al fracturarse el cráneo.

El homicida estaba siendo entregado al delegado para su consignación hacia El Palacio Negro de Lecumberri, cuando aprovechó un descuido de sus custodios y saltó para matarse.

Faltaban unos minutos para la medianoche. Empleados y policías bajaron con rapidez y en el patio encontraron moribundo a José, quien tenía múltiples fracturas, especialmente en la cabeza.

La tercera corte penal juzgaría a los criminales Jesús Ábrego Paredes y Luis Castro Ortega, y dijeron que las autoridades de la sexta delegación comprobaron que José se lanzó al vacío saltando los barandales del segundo piso de la Jefatura de Policía.

Se hizo declarar al jefe de la escolta, Andrés Rosales; a los gendarmes montados, 2877 Francisco Jiménez y 3850, Eduardo Salinas, quienes dijeron que en ningún momento dio muestras de abatimiento el detenido; parecía gozar de sus facultades mentales.

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Para muchas personas fue una sorpresa el hecho que José recurriera al suicidio para escapar de la acción de la justicia. Parece que temía el fusilamiento o la “ley fuga”.

Cuando se avisó a Jesús de la muerte de su hermano, se limitó a decir que “tal vez le hablaron los espíritus” para decirle que no sobreviviría al doble asesinato de la calle Constancia.

En cambio, Luis Castro Ortega, al enterarse del drama, comenzó a temblar, los dientes le castañetearon, empezó a fumar con nerviosismo, aunque repitió su versión del doble crimen y de la violación de la chica.

El portero criminal se encontraba en la crujía de turno de Lecumberri, donde llegó a suponer que “alguien había matado por encargo a José Ábrego, pues lo del supuesto suicidio era una versión difícil de creer”.

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