/ viernes 15 de julio de 2022

Masacre en Tlalpan: Entraron a robar pero ejecutaron a siete personas

Dos armas fueron ocupadas por el o los homicidas en el crimen: una pistola, con la cual dispararon contra el joven Ricardo, doña Diana y Pablo Quintana y un cuchillo, con el cual les dio la última estocada en el cuello al resto de las víctimas

El de Orlando Magaña no fue un crimen más, sino una de las mayores infamias que se haya conocido en la delincuencia hasta el día de hoy, y que todavía hace estremecer.

Así lo dio a conocer El Diario de las Mayorías el 15 de noviembre de 2002, cuando el reportero Noel F. Alvarado acudió a la casa situada en la colonia Toriello Guerra del entonces Distrito Federal, donde se reportó un homicidio en el cual fueron hallados cinco cuerpos, los cuales pertenecían a una familia completa, la de los Narezo Loyola, así como los de dos empleadas domésticas, que en ese momento inoportuno se encontraban en la casa que se convirtió en la escena de una macabra carnicería.

De lo poco que pudo saberse durante las primeras horas en que la conmoción se apoderaba de la colonia situada en la entonces delegación Tlalpan, fue que los delincuentes, de una forma siniestra, habían sometido y amordazado a las víctimas para posteriormente ejecutarlas.

De inmediato se conoció que fueron cinco los occisos que fallecieron al cercenarles el cuello; en tanto que a dos más los ejecutaron con un tiro en la cabeza.

Y luego de perpetrar ese horripilante homicidio, los culpables abordaron el auto o uno de los autos de la familia y se llevaron pertenencias de valor del interior de la casa, incluyendo la factura del coche, dinero y tarjetas de crédito.

Debieron creer que habían realizado un crimen perfecto. O si acaso, seguros de que los iban a atrapar, cometieron uno superior en cuanto al número de víctimas asesinadas en una sola fechoría y, por lo demás, huyeron para dificultar la labor a las autoridades. Al fin y al cabo, prófugos de la justicia, sentían que jugaban a la suerte, aunque muy pronto se convocó a una cacería para capturarlos.

Sin embargo, en la matanza no todos murieron, pues hubo una víctima que no murió, aunque que las probabilidades de sobrevivir a un balazo en la cabeza eran casi nulas; no obstante, su vida no terminaría ese día, pues la bala no tocó ninguna cosa importante dentro de su cráneo, porque el disparo recorrió una trayectoria que se desvió más bien hacia la región del cuello.

Se trató de un masculino de nombre Juan Pablo Quintana -amigo de Ricardo Jesús, el hijo mayor de la familia Narezo Loyola-, a quien los facinerosos dieron por muerto y, no obstante, estaba vivo, agonizante, pero vivo.

Sobrevivió para convertirse en el único testigo de la masacre y para atestiguar, contra todo pronóstico de sobrevivir, que uno de los asesinos era nada menos que un vecino, un “amigo” -más por la proximidad que por la intimidad- de la familia aniquilada.

El ejecutor, cuya instrucción llegó al grado de bachiller, fue identificado como Orlando Magaña de 25 años, quien supuestamente iba acompañado de un cómplice, Jorge Esteban (o Esteva) -de quien nada se supo al principio y sólo “por conjeturas verosímiles” fue que se dejó entender que probablemente así se llamaba-; ambos habían planeado dar un golpe -que, según las primeras indagatorias, se suponía que sería un simple robo- desde días antes.

El principal perpetrador fue detenido quince días más tarde, aunque durante el tiempo en que estuvo prófugo y como ausente del mundo, envuelto en el engreimiento de quedar impune, se cuenta que asistió a visitar a su novia; también que acudió a una fiesta y anduvo viajando, no se sabe si huyendo o festejando su horrible hazaña.

Finalmente, dos semanas más tarde, luego del multihomicidio, fue detenido Orlando Magaña Dorantes bajo circunstancias misteriosas.

Siete víctimas de un golpe

Dos armas fueron utilizadas por Orlando para rematar su obra, tres disparos: uno para el joven Ricardo, uno más para doña Diana y el último desacierto para Juan Pablo Quintana; al resto de las víctimas les dio muerte con una estocada en el cuello.

Quiso no haber visto nada de lo que más tarde sería parte de la trama sangrienta, en la que una familia completa perdería la vida a causa de la iniquidad, a través de las manos de un mezquino sujeto que conocía a sus víctimas.

Pero lamentablemente vio algo y presintió que ése era el momento crucial de su vida, aunque sin precisar de qué se trataba.

Tal vez una vecina chismosa o un vecino que salía de su casa; tal vez algunos niños que cruzaban por la calle o alguien que lo haya visto, pero sí, hubo al menos un testigo externo; no sólo el sobreviviente.

Si Orlando y Jorge habían planeado el golpe desde días antes, tuvieron que estudiar la zona, calcular los horarios, hacer rondines; entonces alguien tuvo que percatarse de algo extraño respecto a los delincuentes.

Pues parecería inverosímil que espontáneamente decidieran cometer un robo que derivaría en una matanza sangrienta.

Y aquí es donde las líneas de investigación se bifurcan, porque algunas -las de mayor peso- señalan el móvil como un hurto; en tanto que otras vertientes inquieren sobre un supuesto desfalco de droga a la mafia colombiana que derivó en el cruel desenlace.

Asesinos conocidos

Pero todo se remonta, pues dicen que si la amistad une, también el odio sabe juntar. Y eso precisamente le ocurrió a Orlando, quien en la clasemediera colonia donde vivía con su familia nunca fue bien visto, sino al contrario, era el “prieto” que les decía “hola” a las desdeñosas “niñas bien” y éstas le negaban el saludo.

De tal suerte, se hizo amigo del joven Ricardo, el hijo mayor de la familia Narezo, de la casa marcada con el número 186 de la calle Cuitláhuac, a quien (se dice) le vendía droga.

El jefe de familia Narezo, cierto día que Orlando caminaba por la calle, ofreció venderle la camioneta que conducía en ese momento.

Orlando respondió que no le gustaba, pero lo cierto es que no contaba con el efectivo suficiente para hacerse de ella. De allí nació una cierta aversión por ese señor que se ostentaba en sus múltiples coches, ya que se dedicaba a la compraventa de automóviles y era el dueño de un taller mecánico, ubicado en la calle Extremadura, en la Insurgentes Mixcoac.

Y de ese odio contra el padre nació una extraña amistad entre Orlando Magaña y Ricardo Narezo hijo, aunque para éste, aquél no era sino el puente hacia lo ilícito, ya que (según se difundió en su momento, aunque no se llegó a confirmar esta información) acudía a él cuando necesitaba algo de “éxtasis” para alguna fiesta.

Por otra parte, tiempo después, Ricardo había tenido problemas con un coche Jetta que Orlando le había vendido, ya que la policía lo detuvo, debido al reporte de robo que pesaba sobre éste cuando lo conducía.

Un testimonio sórdido

De acuerdo con el aterrador testimonio de Pablo Quintana, una vez que se recuperó de la herida que casi le arranca la vida, le contó a su padre lo que vivió aquel día. Los acontecimientos ocurrieron del siguiente modo.

Ésta es la versión que Alfredo Quintana y Topete, padre de Pablo, leyó en una conferencia de prensa, para desmentir la versión de que Orlando Magaña no había participado en los asesinatos de la familia Narezo Loyola, así como de las empleadas domésticas.

Con base en esa versión, aquel 15 de noviembre de 2002, Pablo Quintana y Ricardo Narezo habían asistido a las carreras de automóviles en compañía de Ricardo Narezo Rodríguez, jefe de familia de los Narezo Loyola.

Hacia las 18:00 horas, cuando finalizó el evento, luego de haber comido en un restaurante de comida yucateca, supuestamente la Fonda 99 de la calle Moras, en la Del Valle, los jóvenes regresaron a casa de los Narezo, en tanto Ricardo Narezo padre se dirigiría al taller en compañía de un amigo a recoger un auto.

Por su parte, al no tener oficio que pudiera ser mencionado con honradez, Orlando y Jorge -cuya existencia roza el misterio y se dice que era empleado del padre de los Narezo-, anduvieron perdidos en el vicio dando vueltas por la ciudad, hasta que por la tarde se reunieron para afinar lo que sería un golpe rápido, ya que sabían que el padre de familia no estaría en casa y que las domésticas se irían temprano, lo cual les daría un margen de una o quizás dos horas para saquear la casa sin ser detectados.

Orlando tomó la decisión de cometer latrocinio en la casa de sus vecinos, porque sabía bien que en el trabajo de Ricardo Narezo Rodríguez había muy buenas ganancias y que, incluso, estas ascendían a cien mil pesos por auto.

Al caer la tarde, aproximadamente a las 17:00 horas, Orlando y su cómplice, ebrios por el éxtasis de creer que harían un movimiento digno de reconocimiento entre la nobleza hamponil, llegaron a la calle Cuitláhuac, se detuvieron frente al número 186 donde tocaron el timbre y luego de unos instantes una de las sirvientas salió a abrir, identificando al vecino de la casa marcada con el número 178.

Como lo reconoció y sabía que tenía tratos con el joven Ricardo, aunque desconocía que no eran auténticos amigos, abrió la puerta y los dejó entrar. Mientras la puerta se cerraba a sus espaldas, el futuro se volvía una mancha negra para los residentes y para las mujeres que apoyaban en labores del hogar.

Una vez adentro y sin demorarse, aunque sí sorprendidos por haber encontrado la casa llena cuando suponían que estaría vacía o, si acaso, únicamente atendida por las domésticas, pusieron en marcha el plan, de tal modo que las sometieron.

Al escuchar ruido de forcejeo, Diana, la madre de familia, salió de la habitación donde se encontraba para dirigirse hacia donde provenía la confusión. Ya allí, paralizada por el terror de ver a las mujeres amarradas y sometidas, corrió la misma suerte y, a los pocos instantes, lo mismo ocurrió con la hija menor, cuyo nombre también era Diana, como la mamá.

Aquella tarde, cuando se suscitó la serie de eventos donde la familia culminó como en un matadero, el señor Narezo se había ido a atender asuntos de negocios y Ricardo y Juan Pablo se enfilaron a casa de los Narezo en el Jetta que había tenido problemas por el supuesto reporte de robo.

El traslado no duró demasiado poco ni mucho. Los amigos recordaban lo que acababan de ver y quizás lo que harían más tarde. No obstante, al entrar a su casa, la sorpresa fue superior para Ricardo al ver a Orlando adentro en la situación criminal.

Luego entonces, discutieron y Ricardo le dijo (habría que recordar que estas palabras son parte del testimonio que Juan Pablo le narró a su papá) a Magaña: “qué haces aquí, Orlando, y por qué tienes amarradas a mi mamá y mi hermana”.

El otro contestó soberbio y dueño de sí -en poder de un arma de fuego, la cual le daba el poder de solicitar a huevo que hicieran lo que él pedía-: “Aquí mando yo, no la hagas de pedo y muévete que también te voy a amarrar…”

Ante tales circunstancias, ya las dos mujeres de servicio se hallaban recostadas sobre el piso, ladeadas y con las manos y los pies bien amarrados. Luego, en un acto premeditado, se llevaron a todas sus víctimas a la recámara principal que se ubica en la primera planta de la casa, pero por quién sabe qué macabro designio casi toda la casa terminaría teñida de rojo: camas, pisos, paredes…

Entonces, recordaron que iban a robar, por lo cual Orlando pidió los papeles del Jetta, pero al parecer el padre tenía los documentos; así pues, decidieron esperar a que regresara don Ricardo, para que éste les entregara lo que buscaban.

Finalmente, cuando llegó a su casa, sin permitirle ni siquiera el asombro, fue amagado por los malhechores, quienes ya en evolución en la escala criminal, de ladrones a sicarios, utilizaron los cortineros para atarlo.

La tensión del ambiente se quebraba por los azotes del ruido emitido por la televisión que estaba a todo volumen. Lo peor estaba por ocurrir.

Nuevamente pero enfático, Orlando exigió los papeles. Propuso a cambio de éstos dejar a la familia en paz y él junto con Jorge se marcharían.

Don Ricardo accedió a entregárselos y, una vez con ellos en su poder, Orlando lo obligó a endosarle la factura para futuras transacciones.

Para este momento crítico, los rufianes ya habían tomado la decisión de acabar con las vidas de la familia, para evitar que posteriormente los denunciaran. No obstante, faltaba un miembro de la familia, por quien Orlando preguntó. Se trataba de Andrea, la otra hija, que se había quedado con una amiga.

Se le hizo fácil matarlos

En el relato de los acontecimientos, de acuerdo con el sobreviviente Juan Pablo, se detalló que Orlando desató a Ricardo para ir por su hermana y, de paso, con algunas tarjetas de crédito de la familia, extraer dinero.

Más tarde regresó Orlando con los hijos, a quienes amarró. Y después, ya con la familia completa, pero sin saber cómo destrabar su problema, se les hizo fácil matarlos.

El motivo, según Orlando, porque los conocían; pero la verdadera razón de actuar de tal modo tan violento nunca será dicha.

Uno a uno, Orlando fue llevando a los miembros de la familia a la parte superior de la casa. Allí se tomó su tiempo para dañarlos, como si fueran meros despojos, lo cual quedó constatado con las manchas de sangre esparcidas desproporcionadamente en las paredes, los pisos y las camas de las habitaciones.

De acuerdo con el reporte que leyó Alfredo Quintana, del testimonio de su hijo, al primero que Orlando llevó arriba fue a don Ricardo. Luego de unos instantes se escucharon golpes y gritos, mientras en la planta baja el terror consumía a las demás víctimas.

Repitió la operación tantas veces como personas había y en cada ocasión Orlando bajaba con la ropa manchada de sangre. Al final, ya sólo quedaba Juan Pablo Quintana, a quien ya no subieron, sino que allí Orlando le colocó un cojín, ignorando las súplicas para que lo dejara vivir, y le disparó.

Pero no murió, aunque sí fingió estar muerto. Y tras desatarlo, lo llevaron al jardín y lo cubrieron con algunas ramas; luego tomaron el Jetta y lo sacaron de la cochera. Al final los sicarios se marcharon y Juan Pablo pudo reincorporarse para buscar ayuda, primero intentó llamar, pero las líneas estaban muertas también.

Decidió entonces subir para ver si había otros sobrevivientes, pero lo único que encontró fueron los cadáveres de don Ricardo y doña Diana en una de las habitaciones; en tanto que en la bañera habían quedado las niñas y las empleadas domésticas.

Como pudo, se arrastró hacia la calle y finalmente logró pedir ayuda en un condominio que conocía, porque había vivido allí con su familia en el pasado.

De este modo, el supuesto robo terminó en la masacre de siete personas y un herido.

Tras dejar la escena del crimen, ignorando que habían dejado a un sobreviviente, los multihomicidas se dirigieron al oriente de la ciudad. De acuerdo con el testimonio de Orlando, éste se separó de Jorge Esteva (o Esteban) en Cuemanco sobre Periférico, y él se fue a un hotel de paso en Tlalpan.

Al siguiente día se comunicó con su novia y acordaron reunirse en Plaza Oriente, donde compraron dos celulares, uno para él y otro para ella, pero ella desistió porque ya no quería relacionarse con Orlando.

Pero como quien hace lo que quiere y nadie puede decirle que no, Orlando no se dio por vencido. Su inquietud lo llevó a visitar a un amigo en Iztapalapa, donde junto con éste compró unas botellas de licor y luego fueron a contratar unos mariachis para llevárselos a su novia, con la finalidad de reconquistarla, lo cual logró.

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Reconciliados, la invitó a pasear el fin de semana a Tequesquitengo. Finalmente, terminó por enterarse que la policía lo buscaba y tenían un retrato hablado de él, por lo cual regresó a la ciudad para regresar a su novia y luego se encaminó a Chiapas, pasó por Oaxaca y terminó en Guatemala.

Al cabo de quince días de prófugo, las autoridades declararon que sin más escapatoria Orlando fue capturado el 30 de noviembre, mientras caminaba hacia la casa de sus abuelos en Iztapalapa.

Sin embargo, consta en otros reportes que la madre de Orlando fue quien le pidió a un conocido suyo, perteneciente a la policía, que pasara por su hijo, quien se encontraba en el oriente de la ciudad; y que fue esa persona la que entregó a Orlando en la Fiscalía de Homicidios de la Procuraduría capitalina.

Finalmente, el 26 de noviembre del 2003, el titular del juzgado 61 de lo penal con sede en el Reclusorio Preventivo Oriente, Rogelio Antolín Magos Morales, sentenció a Orlando Magaña a 384 años y cuatro meses de prisión, así como el pago de 253 mil pesos como reparación de daño por los homicidios de siete personas, consumados en la casa de la familia Narezo Loyola.

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El de Orlando Magaña no fue un crimen más, sino una de las mayores infamias que se haya conocido en la delincuencia hasta el día de hoy, y que todavía hace estremecer.

Así lo dio a conocer El Diario de las Mayorías el 15 de noviembre de 2002, cuando el reportero Noel F. Alvarado acudió a la casa situada en la colonia Toriello Guerra del entonces Distrito Federal, donde se reportó un homicidio en el cual fueron hallados cinco cuerpos, los cuales pertenecían a una familia completa, la de los Narezo Loyola, así como los de dos empleadas domésticas, que en ese momento inoportuno se encontraban en la casa que se convirtió en la escena de una macabra carnicería.

De lo poco que pudo saberse durante las primeras horas en que la conmoción se apoderaba de la colonia situada en la entonces delegación Tlalpan, fue que los delincuentes, de una forma siniestra, habían sometido y amordazado a las víctimas para posteriormente ejecutarlas.

De inmediato se conoció que fueron cinco los occisos que fallecieron al cercenarles el cuello; en tanto que a dos más los ejecutaron con un tiro en la cabeza.

Y luego de perpetrar ese horripilante homicidio, los culpables abordaron el auto o uno de los autos de la familia y se llevaron pertenencias de valor del interior de la casa, incluyendo la factura del coche, dinero y tarjetas de crédito.

Debieron creer que habían realizado un crimen perfecto. O si acaso, seguros de que los iban a atrapar, cometieron uno superior en cuanto al número de víctimas asesinadas en una sola fechoría y, por lo demás, huyeron para dificultar la labor a las autoridades. Al fin y al cabo, prófugos de la justicia, sentían que jugaban a la suerte, aunque muy pronto se convocó a una cacería para capturarlos.

Sin embargo, en la matanza no todos murieron, pues hubo una víctima que no murió, aunque que las probabilidades de sobrevivir a un balazo en la cabeza eran casi nulas; no obstante, su vida no terminaría ese día, pues la bala no tocó ninguna cosa importante dentro de su cráneo, porque el disparo recorrió una trayectoria que se desvió más bien hacia la región del cuello.

Se trató de un masculino de nombre Juan Pablo Quintana -amigo de Ricardo Jesús, el hijo mayor de la familia Narezo Loyola-, a quien los facinerosos dieron por muerto y, no obstante, estaba vivo, agonizante, pero vivo.

Sobrevivió para convertirse en el único testigo de la masacre y para atestiguar, contra todo pronóstico de sobrevivir, que uno de los asesinos era nada menos que un vecino, un “amigo” -más por la proximidad que por la intimidad- de la familia aniquilada.

El ejecutor, cuya instrucción llegó al grado de bachiller, fue identificado como Orlando Magaña de 25 años, quien supuestamente iba acompañado de un cómplice, Jorge Esteban (o Esteva) -de quien nada se supo al principio y sólo “por conjeturas verosímiles” fue que se dejó entender que probablemente así se llamaba-; ambos habían planeado dar un golpe -que, según las primeras indagatorias, se suponía que sería un simple robo- desde días antes.

El principal perpetrador fue detenido quince días más tarde, aunque durante el tiempo en que estuvo prófugo y como ausente del mundo, envuelto en el engreimiento de quedar impune, se cuenta que asistió a visitar a su novia; también que acudió a una fiesta y anduvo viajando, no se sabe si huyendo o festejando su horrible hazaña.

Finalmente, dos semanas más tarde, luego del multihomicidio, fue detenido Orlando Magaña Dorantes bajo circunstancias misteriosas.

Siete víctimas de un golpe

Dos armas fueron utilizadas por Orlando para rematar su obra, tres disparos: uno para el joven Ricardo, uno más para doña Diana y el último desacierto para Juan Pablo Quintana; al resto de las víctimas les dio muerte con una estocada en el cuello.

Quiso no haber visto nada de lo que más tarde sería parte de la trama sangrienta, en la que una familia completa perdería la vida a causa de la iniquidad, a través de las manos de un mezquino sujeto que conocía a sus víctimas.

Pero lamentablemente vio algo y presintió que ése era el momento crucial de su vida, aunque sin precisar de qué se trataba.

Tal vez una vecina chismosa o un vecino que salía de su casa; tal vez algunos niños que cruzaban por la calle o alguien que lo haya visto, pero sí, hubo al menos un testigo externo; no sólo el sobreviviente.

Si Orlando y Jorge habían planeado el golpe desde días antes, tuvieron que estudiar la zona, calcular los horarios, hacer rondines; entonces alguien tuvo que percatarse de algo extraño respecto a los delincuentes.

Pues parecería inverosímil que espontáneamente decidieran cometer un robo que derivaría en una matanza sangrienta.

Y aquí es donde las líneas de investigación se bifurcan, porque algunas -las de mayor peso- señalan el móvil como un hurto; en tanto que otras vertientes inquieren sobre un supuesto desfalco de droga a la mafia colombiana que derivó en el cruel desenlace.

Asesinos conocidos

Pero todo se remonta, pues dicen que si la amistad une, también el odio sabe juntar. Y eso precisamente le ocurrió a Orlando, quien en la clasemediera colonia donde vivía con su familia nunca fue bien visto, sino al contrario, era el “prieto” que les decía “hola” a las desdeñosas “niñas bien” y éstas le negaban el saludo.

De tal suerte, se hizo amigo del joven Ricardo, el hijo mayor de la familia Narezo, de la casa marcada con el número 186 de la calle Cuitláhuac, a quien (se dice) le vendía droga.

El jefe de familia Narezo, cierto día que Orlando caminaba por la calle, ofreció venderle la camioneta que conducía en ese momento.

Orlando respondió que no le gustaba, pero lo cierto es que no contaba con el efectivo suficiente para hacerse de ella. De allí nació una cierta aversión por ese señor que se ostentaba en sus múltiples coches, ya que se dedicaba a la compraventa de automóviles y era el dueño de un taller mecánico, ubicado en la calle Extremadura, en la Insurgentes Mixcoac.

Y de ese odio contra el padre nació una extraña amistad entre Orlando Magaña y Ricardo Narezo hijo, aunque para éste, aquél no era sino el puente hacia lo ilícito, ya que (según se difundió en su momento, aunque no se llegó a confirmar esta información) acudía a él cuando necesitaba algo de “éxtasis” para alguna fiesta.

Por otra parte, tiempo después, Ricardo había tenido problemas con un coche Jetta que Orlando le había vendido, ya que la policía lo detuvo, debido al reporte de robo que pesaba sobre éste cuando lo conducía.

Un testimonio sórdido

De acuerdo con el aterrador testimonio de Pablo Quintana, una vez que se recuperó de la herida que casi le arranca la vida, le contó a su padre lo que vivió aquel día. Los acontecimientos ocurrieron del siguiente modo.

Ésta es la versión que Alfredo Quintana y Topete, padre de Pablo, leyó en una conferencia de prensa, para desmentir la versión de que Orlando Magaña no había participado en los asesinatos de la familia Narezo Loyola, así como de las empleadas domésticas.

Con base en esa versión, aquel 15 de noviembre de 2002, Pablo Quintana y Ricardo Narezo habían asistido a las carreras de automóviles en compañía de Ricardo Narezo Rodríguez, jefe de familia de los Narezo Loyola.

Hacia las 18:00 horas, cuando finalizó el evento, luego de haber comido en un restaurante de comida yucateca, supuestamente la Fonda 99 de la calle Moras, en la Del Valle, los jóvenes regresaron a casa de los Narezo, en tanto Ricardo Narezo padre se dirigiría al taller en compañía de un amigo a recoger un auto.

Por su parte, al no tener oficio que pudiera ser mencionado con honradez, Orlando y Jorge -cuya existencia roza el misterio y se dice que era empleado del padre de los Narezo-, anduvieron perdidos en el vicio dando vueltas por la ciudad, hasta que por la tarde se reunieron para afinar lo que sería un golpe rápido, ya que sabían que el padre de familia no estaría en casa y que las domésticas se irían temprano, lo cual les daría un margen de una o quizás dos horas para saquear la casa sin ser detectados.

Orlando tomó la decisión de cometer latrocinio en la casa de sus vecinos, porque sabía bien que en el trabajo de Ricardo Narezo Rodríguez había muy buenas ganancias y que, incluso, estas ascendían a cien mil pesos por auto.

Al caer la tarde, aproximadamente a las 17:00 horas, Orlando y su cómplice, ebrios por el éxtasis de creer que harían un movimiento digno de reconocimiento entre la nobleza hamponil, llegaron a la calle Cuitláhuac, se detuvieron frente al número 186 donde tocaron el timbre y luego de unos instantes una de las sirvientas salió a abrir, identificando al vecino de la casa marcada con el número 178.

Como lo reconoció y sabía que tenía tratos con el joven Ricardo, aunque desconocía que no eran auténticos amigos, abrió la puerta y los dejó entrar. Mientras la puerta se cerraba a sus espaldas, el futuro se volvía una mancha negra para los residentes y para las mujeres que apoyaban en labores del hogar.

Una vez adentro y sin demorarse, aunque sí sorprendidos por haber encontrado la casa llena cuando suponían que estaría vacía o, si acaso, únicamente atendida por las domésticas, pusieron en marcha el plan, de tal modo que las sometieron.

Al escuchar ruido de forcejeo, Diana, la madre de familia, salió de la habitación donde se encontraba para dirigirse hacia donde provenía la confusión. Ya allí, paralizada por el terror de ver a las mujeres amarradas y sometidas, corrió la misma suerte y, a los pocos instantes, lo mismo ocurrió con la hija menor, cuyo nombre también era Diana, como la mamá.

Aquella tarde, cuando se suscitó la serie de eventos donde la familia culminó como en un matadero, el señor Narezo se había ido a atender asuntos de negocios y Ricardo y Juan Pablo se enfilaron a casa de los Narezo en el Jetta que había tenido problemas por el supuesto reporte de robo.

El traslado no duró demasiado poco ni mucho. Los amigos recordaban lo que acababan de ver y quizás lo que harían más tarde. No obstante, al entrar a su casa, la sorpresa fue superior para Ricardo al ver a Orlando adentro en la situación criminal.

Luego entonces, discutieron y Ricardo le dijo (habría que recordar que estas palabras son parte del testimonio que Juan Pablo le narró a su papá) a Magaña: “qué haces aquí, Orlando, y por qué tienes amarradas a mi mamá y mi hermana”.

El otro contestó soberbio y dueño de sí -en poder de un arma de fuego, la cual le daba el poder de solicitar a huevo que hicieran lo que él pedía-: “Aquí mando yo, no la hagas de pedo y muévete que también te voy a amarrar…”

Ante tales circunstancias, ya las dos mujeres de servicio se hallaban recostadas sobre el piso, ladeadas y con las manos y los pies bien amarrados. Luego, en un acto premeditado, se llevaron a todas sus víctimas a la recámara principal que se ubica en la primera planta de la casa, pero por quién sabe qué macabro designio casi toda la casa terminaría teñida de rojo: camas, pisos, paredes…

Entonces, recordaron que iban a robar, por lo cual Orlando pidió los papeles del Jetta, pero al parecer el padre tenía los documentos; así pues, decidieron esperar a que regresara don Ricardo, para que éste les entregara lo que buscaban.

Finalmente, cuando llegó a su casa, sin permitirle ni siquiera el asombro, fue amagado por los malhechores, quienes ya en evolución en la escala criminal, de ladrones a sicarios, utilizaron los cortineros para atarlo.

La tensión del ambiente se quebraba por los azotes del ruido emitido por la televisión que estaba a todo volumen. Lo peor estaba por ocurrir.

Nuevamente pero enfático, Orlando exigió los papeles. Propuso a cambio de éstos dejar a la familia en paz y él junto con Jorge se marcharían.

Don Ricardo accedió a entregárselos y, una vez con ellos en su poder, Orlando lo obligó a endosarle la factura para futuras transacciones.

Para este momento crítico, los rufianes ya habían tomado la decisión de acabar con las vidas de la familia, para evitar que posteriormente los denunciaran. No obstante, faltaba un miembro de la familia, por quien Orlando preguntó. Se trataba de Andrea, la otra hija, que se había quedado con una amiga.

Se le hizo fácil matarlos

En el relato de los acontecimientos, de acuerdo con el sobreviviente Juan Pablo, se detalló que Orlando desató a Ricardo para ir por su hermana y, de paso, con algunas tarjetas de crédito de la familia, extraer dinero.

Más tarde regresó Orlando con los hijos, a quienes amarró. Y después, ya con la familia completa, pero sin saber cómo destrabar su problema, se les hizo fácil matarlos.

El motivo, según Orlando, porque los conocían; pero la verdadera razón de actuar de tal modo tan violento nunca será dicha.

Uno a uno, Orlando fue llevando a los miembros de la familia a la parte superior de la casa. Allí se tomó su tiempo para dañarlos, como si fueran meros despojos, lo cual quedó constatado con las manchas de sangre esparcidas desproporcionadamente en las paredes, los pisos y las camas de las habitaciones.

De acuerdo con el reporte que leyó Alfredo Quintana, del testimonio de su hijo, al primero que Orlando llevó arriba fue a don Ricardo. Luego de unos instantes se escucharon golpes y gritos, mientras en la planta baja el terror consumía a las demás víctimas.

Repitió la operación tantas veces como personas había y en cada ocasión Orlando bajaba con la ropa manchada de sangre. Al final, ya sólo quedaba Juan Pablo Quintana, a quien ya no subieron, sino que allí Orlando le colocó un cojín, ignorando las súplicas para que lo dejara vivir, y le disparó.

Pero no murió, aunque sí fingió estar muerto. Y tras desatarlo, lo llevaron al jardín y lo cubrieron con algunas ramas; luego tomaron el Jetta y lo sacaron de la cochera. Al final los sicarios se marcharon y Juan Pablo pudo reincorporarse para buscar ayuda, primero intentó llamar, pero las líneas estaban muertas también.

Decidió entonces subir para ver si había otros sobrevivientes, pero lo único que encontró fueron los cadáveres de don Ricardo y doña Diana en una de las habitaciones; en tanto que en la bañera habían quedado las niñas y las empleadas domésticas.

Como pudo, se arrastró hacia la calle y finalmente logró pedir ayuda en un condominio que conocía, porque había vivido allí con su familia en el pasado.

De este modo, el supuesto robo terminó en la masacre de siete personas y un herido.

Tras dejar la escena del crimen, ignorando que habían dejado a un sobreviviente, los multihomicidas se dirigieron al oriente de la ciudad. De acuerdo con el testimonio de Orlando, éste se separó de Jorge Esteva (o Esteban) en Cuemanco sobre Periférico, y él se fue a un hotel de paso en Tlalpan.

Al siguiente día se comunicó con su novia y acordaron reunirse en Plaza Oriente, donde compraron dos celulares, uno para él y otro para ella, pero ella desistió porque ya no quería relacionarse con Orlando.

Pero como quien hace lo que quiere y nadie puede decirle que no, Orlando no se dio por vencido. Su inquietud lo llevó a visitar a un amigo en Iztapalapa, donde junto con éste compró unas botellas de licor y luego fueron a contratar unos mariachis para llevárselos a su novia, con la finalidad de reconquistarla, lo cual logró.

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Reconciliados, la invitó a pasear el fin de semana a Tequesquitengo. Finalmente, terminó por enterarse que la policía lo buscaba y tenían un retrato hablado de él, por lo cual regresó a la ciudad para regresar a su novia y luego se encaminó a Chiapas, pasó por Oaxaca y terminó en Guatemala.

Al cabo de quince días de prófugo, las autoridades declararon que sin más escapatoria Orlando fue capturado el 30 de noviembre, mientras caminaba hacia la casa de sus abuelos en Iztapalapa.

Sin embargo, consta en otros reportes que la madre de Orlando fue quien le pidió a un conocido suyo, perteneciente a la policía, que pasara por su hijo, quien se encontraba en el oriente de la ciudad; y que fue esa persona la que entregó a Orlando en la Fiscalía de Homicidios de la Procuraduría capitalina.

Finalmente, el 26 de noviembre del 2003, el titular del juzgado 61 de lo penal con sede en el Reclusorio Preventivo Oriente, Rogelio Antolín Magos Morales, sentenció a Orlando Magaña a 384 años y cuatro meses de prisión, así como el pago de 253 mil pesos como reparación de daño por los homicidios de siete personas, consumados en la casa de la familia Narezo Loyola.

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