/ viernes 23 de diciembre de 2022

Drama en Tacuba: Profesor muere extrañamente en una casa de la calle Cañitas

Una historia de amor y muerte, dividida por las edades, cuyo fin trágico se epilogó con el deceso del amante septagenario de un tiro en el corazón

Dicen que el amor es como un perro infernal, en la soledad aúlla herido de ausencia y, en compañía, o sabe coexistir con la causa de sus males. Este drama ocurrido en el entonces pueblo de Tacuba, mientras la ciudad crecía y sus murallas se expandían.

Aquel julio de 1938, LA PRENSA informó que, en circunstancias un tanto extrañas, la policía de la Novena Delegación encontró el cadáver de un hombre de ciencia, Antonio Cortés Vázquez, de unos 72 años, en el cuarto de baño de la casa 30 de la calle Cañitas.

Cerca de la puerta de aquel cuarto, yacía el cadáver tendido boca abajo, con la cabeza hacia un lado, las extremidades inertes como serpientes quietas, y presentaba un balazo a la altura del corazón, el cual le atravesó el cuerpo y salió por el hombro izquierdo, marcándose el impacto en el techo de la estancia.

Además, uno de las circunstancias que les pareció notable a los oficiales en el sitio donde cayó el profesor, quien era jefe de una de las secciones del Museo de Historia y Arqueología, fueron los elementos que denotaban que durante su vida había sido víctima de una enfermedad ocasionada tal vez por el exceso en la bebida.

Alrededor de las dos de la mañana del domingo 3 de julio de 1938, la señora María Elena Sánchez de Berger, joven aún y de ciertos atractivos personales, llegó hasta el cuarto de criados de la casa del profesor Cortés Vázquez y, dirigiéndose a los criados, exclamó a gritos:

-¡Párense! ¡Quién sabe qué tiene el señor…!

Tan pronto como resonó la voz de la mujer, al momento aparecieron las empleadas domésticas Manuela Martínez, Remigia Rivera y Florencio Rodríguez, éste, esposo de la primera.

Apenas cubiertas con sus ropas, con el semblante revelador de angustia, corrieron hacia el cuarto de baño que comunicaba con una puerta al comedor.

Ahí descubrieron el cadáver de su patrón.

Sin poder dominar sus nervios, María Elena indicó a Manuela que la acompañara a un estanquillo cercano para comunicarse telefónicamente con el doctor Robles, yerno del profesor Cortés Vázquez, y enterarlo de los sucesos; sin embargo, como no lo logró, entonces la propietaria del comercio optó por llamar a la Cruz Verde.

Al llegar el personal de la Novena Delegación a la casa de la calle Cañitas, la presencia de María Elena Sánchez de Berger pareció extraña, quizás sospechosa.

Ella, por su parte y no sin escrúpulos, tuvo que explicar su conducta, la cual, por cierto, resultaba muy comprometedora.

Dudas de celos y disgustos entre amantes

María Elena entonces comenzó por aclarar que estaba casada con un señor de apellido Berger, no obstante, hacía cuatro años que se había separado de él por incompatibilidad de caracteres.

Asimismo, por la misma época en que se separó, conoció al profesor Cortés Vázquez, quien se preocupó por la situación de ella, estableciéndose un trato quizás familiar, al que no se dio mayor importancia por el momento en virtud de la diferencia de edades.

El profesor, viudo hacía cinco años, tenía una hija, esposa entonces del doctor Robles, con quien había tenido varios hijos.

Y como hombre de ciencia, dedicado al estudio, Cortés Vázquez no quiso, dadas sus condiciones económicas, vivir acompañado de sus familiares, sino que se instaló en la casita de la calle de Cañitas, teniendo a su servicio a la servidumbre antes citada.

En esa casa, el profesor Cortés Vázquez tenía formada una magnífica biblioteca en la que pasaba muchas de sus horas libres y, además, contaba con un salón en el que guardaba toda clase de objetos artísticos y de valor.

A esa casa llegó en varias ocasiones María Elena en busca de consejo y así, poco a poco, fue estableciéndose una intimidad que, al final, hacía aproximadamente dos años, ligó íntimamente a las dos personas.

Se comprendía que el profesor Cortés Vázquez estaba enloquecido por su amante y hablaba continuamente de hacerla su esposa, urgiendo a María Elena que diera los últimos toques al juicio de divorcio para legitimar la unión que ante los extraños tenían que disimular, viéndose en aprietos María Elena ante sus familiares para pretextar continuas invitaciones de amigas que le permitieran permanecer por más horas de la cuenta fuera de su casa habitación, como ocurrió el sábado 2 de julio de aquel año.

Y también era de comprender que el profesor Cortés Vázquez fuera extremadamente celoso con María Elena, a la que, según confesión de la misma, pasaba una cantidad que fluctuaba entre trescientos o quinientos pesos mensuales para que atendiera sus gastos personales.

A consecuencia de esos celos, surgían incontables disgustos entre los dos amantes.

María Elena luego dijo que no tenían mayor importancia, mas los criados dijeron que en muchas ocasiones esas desavenencias eran muy molestas.

Así, en esas condiciones, pareció sospechosa la presencia de María Elena en la casa de la calle Cañitas, al descubrir la policía el homicidio del profesor Cortés Vázquez.

Lucha y forcejeo antes de dispararse el arma

Al mediodía del sábado 2 de julio, según declararon los criados y la misma María Elena a Guillermo Bernal, detective experto en cuestiones de criminalística en 1938, se presentó aquélla en la casa de la calle Cañitas y, a poco hablar con el profesor Antonio Cortés Vázquez, saltó la chispa del disgusto, que se interrumpió al entrar a la estancia donde se encontraban los amantes, la criada Manuela para informar que la hija del profesor anunciaba su visita a la casa, acompañada de los nietecitos.

Por indicaciones del profesor, María Elena se retiró y no regresó a la casa, sino hasta las 21:00 horas, en que tomó asiento en una de las sillas del comedor para dejar correr el tiempo, hasta que a las dos de la madrugada del domingo llegó el profesor, según parecía, muy alegre a consecuencia de una buena cena y de las rigurosos tragos que necesitaba para expandir su mente aunque su hígado lo padeciera.

Los amantes se saludaron fríamente y se encaminaron hacia la alcoba, de donde poco después había de salir despavorida María Elena para buscar la presencia de los sirvientes.

Pero quizás sería preciso detenerse en cómo explicó los hechos María Elena, mujer que ese domingo se doblegaba ante la pena de verse envuelta en tan sonado lío.

Dijo que el profesor la instaba para que tomara algún alimento que ella rechazó, admitiendo al fin un té, que el hombre de estudios preparó y le sirvió en la cama, pues que ella, friolenta por la hora y rendida por el cansancio, buscó el abrigo de las mantas.

Y el profesor, ya también para descansar, se despojó del chaleco y se dirigió al cuarto de baño, percatándose ella de que su amante padecía unos vómitos y poco después escuchaba una detonación de arma de fuego que la dejó atónita.

En ropas menores saltó del lecho y corrió hacia el cuarto de baño, encontrando ya sin vida al profesor, por lo que fue en busca de los sirvientes.

El investigador Guillermo Bernal, obedeciendo a su deber, examinó también a los criados y éstos poco tuvieron qué decir, como no fuera que menudeaban los disgustos entre los amantes.

Y para orientar a la justicia en sus investigaciones, también procedió a tomar moldes de parafina de las manos del profesor y de la propia María Elena, que no cesaba de temblar, según decía, por la impresión tan fuerte que sufrió.

De pronto, se trazó una hipótesis que complementaba la versión de María Elena. Se suponía que el profesor, al llegar al cuarto de baño, se sintió enfermo y, al inclinarse sobre las piernas para vomitar, tropezó con la molestia que le significaba tener, según su costumbre, la pistola a la altura del cinturón, sobre el vientre, entre la camisa y el pantalón, por lo que la quiso sacar, mas en ese preciso momento y por el movimiento el armase disparó, hiriéndole el proyectil en el pecho.

Pero he aquí que las pruebas de parafina que se tomaron de las manos de los protagonistas de esta tragedia fueron altamente reveladoras.

Después del análisis químico que se hizo por orden de Antonio Quijano, jefe del Departamento de Identificación, se vio que la diestra de María Elena arrojó reacción altamente positiva, es decir, que mostraba muchos residuos o huellas de pólvora, observándose igual resultado en la mano izquierda del profesor Cortés Vázquez, lo que indicaba que posiblemente hubo una lucha entre los amantes, forcejeo en el que se disparó el arma.

Aquí se abría una doble interrogación apasionante en torno de este caso.

De haberse suscitado el enésimo disgusto entre los amantes, ¿qué fue lo que impulsó a María Elena para tomar la pistola –o al profesor- y apuntar hacia el otro, haciendo que se abalanzaran sobre el victimario para rodar ambos por el piso y escucharse de pronto la detonación de arma de fuego?

Y, por otra parte, era de extrañar que un disparo en el recóndito silencio de las dos de la madrugada no hubiera despertado a los empleados, sino que fue el grito de la mujer.

La tragedia no tuvo testigos, puesto que los criados dormían ya en la pieza para ellos destinada, de tal suerte que María Elena tuvo tiempo de sobra para hacer desaparecer todo vestigio de lucha, incluso componer sus ropas y después forjar su versión.

Mientras tanto y dado el dictamen químico del Departamento de Identificación, ella quedó a disposición de las autoridades que serían las encargadas de “hacer luz” en el asunto y, en su caso, arrancar confesión a María Elena, principal protagonista de este drama.

Por consideraciones del titular de la Novena Delegación, licenciado Sánchez Cigala, la detenida permanecía en la angosta pieza del “cabo de puertas” y le hacía compañía su madre.

Además, la rodeaban curiosas otras mujeres de vestimenta humilde que la bombardeaban con sus preguntas.

Revelaciones de los criados

María Elena, mujer de estatura baja y de cuerpo sutil, apareció enfundada en un vestido de seda negra, cubriéndose del frío de la tarde lluviosa con un abrigo de pieles.

El redactor de este diario la encontró desconcertantemente tranquila e inició la entrevista con frases un tanto triviales. De pronto se le interrogó:

-¿Sabe usted que los moldes de parafina que tomaron de su mano derecha revelan que usted tenía manchas de pólvora y que, por lo tanto, varía mucho su situación?

Abrió intensamente sus ojos claros y, clavando en los reporteros su mirada, exclamó:

-¡No es posible…!

Después, como si hablara consigo misma, añadió:

-Yo sólo le quité los anteojos y le palpé el pulso para confirmar que estaba muerto.

Se le tuvo que decir que no se trataba de una versión de un testigo más o menos interesado en perjudicarla, ni de apreciaciones personales, sino de pruebas científicas.

Y como su mamá comenzó a inquietarse con la noticia, María Elena exclamó tranquilizándola:

-No te alarmes, mamacita. Yo soy inocente y sé que tengo que salir bien librada.

Se le volvió a observar que la acusaba el resultado de las pruebas. Y ella, sin inmutarse, insistió en que tenía la firme convicción que la autoridad habría de convencerse de su inocencia.

Nuevamente negó los fuertes disgustos con “el señor Cortés” y dijo que estaba satisfecha porque ambos se iban a casar en septiembre de ese año (1938), según lo había anotado él.

A punto de retirarse los reporteros del lugar, María Elena se acercó para suplicar que no fueran severos para tratarla, en tanto que se “hacía luz” y ella podía demostrar su inocencia, a pesar de todos sus pesares.

Pero el destino le tenía a María Elena reservado un lugar en la Penitenciaría y fue el día jueves 7 de julio de 1938, cuando el juez 8o. Penal, Enrique Toscano, decretó la formal prisión de la detenida, considerándola como probable responsable del delito de homicidio, perpetrado en la persona del profesor Antonio Cortés Vázquez.

El juez Toscano explicó que, además de los argumentos que estampó en su resolución dictada, tenía en cartera documentos muy valiosos para orientar la investigación judicial en la tragedia que se desarrolló en la casa de Cañitas 30, en el pueblo de Tacuba.

Cuando se le notificó a María Elena la resolución del juez, ésta exclamó:

-¡Pero si no soy culpable! ¡No hay justicia!

María Elena se negaba a firmar la notificación que se le hizo; mas intervino su defensor convenciéndola para que obrara cuerdamente y manifestándole que él desde ese momento interpondría la revisión del auto del juez Toscano ante el Tribunal Superior.

Dos días antes, durante las diligencias realizadas en ese juzgado, la servidumbre del profesor hizo diversas revelaciones que comprometían seriamente a María Elena.

Por su parte, Manuela Martínez afirmó que cerca del cuerpo del profesor, junto a los residuos de comida que había arrojado, vio la pistola, la cual colocó sobre la mesa y que, desde ese momento, María Elena no intervino para nada en la atención del moribundo.

La doméstica declarante dijo que estaba segura que el profesor no tenía la cabeza mojada, sino que, por el contrario, estaba muy bien peinado. Y como dato interesante, Manuela aseguró que el profesor no llevaba nunca consigo la pistola, pues que algunas veces, por las noches, dejaba el arma y una lámpara de baterías sobre el buró, inmediatamente que llegaba a su alcoba.

También dijo que el profesor en muchas ocasiones monologaba, murmurando algo así como: “Me tiene ya muy molesto María Elena” y que también le constaba que el profesor no pensaba siquiera en casarse con ella.

Mientras la averiguación avanzaba, se levantaban contradicciones y algunas circunstancias que hundían más a María Elena, a la que se consideraba ya como culpable de la muerte del profesor.

Durante el careo sostenido entre “La Esfinge de los Ojos Verdes” (como se nombró a la acusada) y Florencio Rodríguez, portero de la casa, María Elena no pudo contener su ira y gritó tras las rejas increpando al testigo: “No sea desgraciado, diga la verdad”... teniendo que intervenir el juez para amonestar a la detenida, a fin de que no pronunciara injurias.

Después, al habérselas frente a frente con Manuela Martínez, esposa de Florencio, María Elena volvió a su actitud de rebeldía, tildando de “¡mocha!” a la testigo, a quien amenazó además de que habría de pagar ante Dios por todas las mentiras que había dicho.

Por su parte, el juez Toscano, en apoyo de su tesis, hizo referencia a que por las declaraciones de los testigos ya nombrados, se supo que surgían violentos y continuos disgustos entre los amantes, haciendo también referencia a que, según confesión de María Elena, en el día de la tragedia, ella pidió ciento cincuenta pesos al catedrático, dinero que no le entregó el señor Cortés, alegando que en esos momentos no llevaba suficientes billetes en la cartera.

Y por la noche, momentos antes del homicidio, no hubo constancias de que “La Esfinge de los Ojos Verdes” hubiera quedado complacida en su petición de dinero.

Fue de creer, en concepto del juez, que bien pudo surgir otro disgusto por ese dinero, acalorándose los ánimos y disparando el arma María Elena.

Y, a juzgar por las variantes que surgieron en tan escandaloso proceso con referencia a la prueba de la parafina, bien pudo aceptarse la aseveración que hizo el defensor José María Gutiérrez, al decir que la parafina sólo servía para hacer velas.

Pues que si en un principio se dio gran fuerza a “la prueba de la parafina”; después, al ponerse en claro que las manchas que presentaba María Elena en la mano derecha no correspondían a un disparo, sino más bien a una contaminación de pólvora, se habló de que no pudo tomarse en cuenta dicha “prueba” porque el molde fue tomado muchas horas después de la tragedia y bien pudo María Elena tocar algunos objetos, o restregarse las manos, haciendo cambiar las características de las huellas de pólvora, hasta cambiar los puntos violáceos (denunciadores de la pólvora recién disparada) por las manchas.

Luz de inocencia

Todas estas circunstancias, dijo el juez Toscano, llevaron a la conclusión de considerar a María Elena como presunta responsable en el homicidio del profesor.

Por tanto, “La Esfinge de los Ojos Verdes”, se vio precisada a identificarse el viernes 8 de julio de 1938 ante el juez octavo de lo Penal con su verdadero nombre: María Elena Valdés Reyes.

La procesada compareció ante su juez en esa fecha al mediodía por virtud de que elevó un escrito solicitando audiencia, además que el juzgado ya tenía preparada una diligencia que juzgó de interés.

Y cuando el juez Enrique Toscazo se enteró del verdadero nombre de María Elena por documentos que tuvo a la vista, lanzó una catilinaria sobre “La Esfinge de los Ojos Verdes”, reprochándole que hubiera engañado a la justicia.

-Vamos a ver -dijo el juez- ¿qué quiere usted decirme?

-Que no tenga usted tan mala impresión de mí, señor juez; que no me crea culpable. Le juro, por lo más sagrado que hay en mi vida, mi madre y mi hijita, que soy inocente. Soy una mujer de buenos principios, que tuvo buena educación en los mejores colegios; que a los seis meses de salir de la escuela me casé y, por lo tanto, no tuve tiempo para enfangarme en el mal. Dijo usted creer -agregó la procesada- que yo maté al señor Cortés por dinero y eso no es cierto; se lo aseguro, señor juez. Vuelvo a repetirle que soy inocente. Perdóneme que en la diligencia del otro día me haya exaltado y haya llamado desgraciado al portero y “mocha” a la criada. Yo soy tan católica como ella; sólo quise decirle hipócrita. Pero le protesto que no le he mentido, señor juez, ¡que soy inocente; no tenía motivos para matarlo…!

Fue hasta el 21 de julio de 1938 cuando se practicó una inspección ocular en la casa 30 de la calle de Cañitas, en Tacuba, donde personal del Juzgado 8o. de lo Penal quería darse una cabal idea del terreno en que se registró el homicidio del profesor. Tras una minuciosa investigación, los peritos en balística expusieron que sólo un impacto encontraron en el techo, y por tal motivo, se creía que sólo un disparo se había hecho.

Esto constituía un dictamen favorable a “La Esfinge de los Ojos Verdes”. Era muy probable que la pistola del profesor se hubiera disparado por accidente al intentar éste agacharse para “devolver el estómago”, ya que la tenía fajada en la cintura y el arma pudo caerse.

Insistió en su inocencia

Soleada y alegre fue la mañana de aquel día de julio de 1938, cuando María Elena salió de su celda en la Ampliación de Mujeres de la Penitenciaría del Distrito, para hablar con nuestro reportero Roberto Ramírez Cárdenas.

María Elena, mujer sobre la que estaban puestos los ojos de la curiosidad pública y la atención de la justicia, tenía un misterio fascinante; el misterio que rodea a todo presunto delincuente; el anhelo un tanto morboso de saber si mató o no al hombre que la amaba.

Un juicio psicológico era difícil de formarse después de hablar con ella. Sus enormes ojos verdes no revelaban inquietud ni sufrimiento; su voz tranquila casi hacía afirmar la creencia de una conciencia limpia.

Menudita, sin ademanes afectados, actitud natural, alejada de ella toda esa dramaticidad que había caracterizado a “las matadoras de hombres”, era imposible creer en María Elena a una de esas mujeres apasionadas y crueles...

Salió de su celda cubriéndose con un abriguito café y sonreía al explicar: “tenía ya ganas de mucho sol”. Y tomó asiento en el poyo que tenía el lavadero colectivo de la ampliación, mientras nuestro fotógrafo Casasola la retrataba. María Elena comentaba entonces:

“He sufrido bastante, pero tengo fe en Dios y la justicia de los hombres... yo no soy culpable de esta fatalidad”.

Durante la charla, María Elena evocaba su ya lejana vida de moza. Por el año de 1928 la señora Ana María salió de México rumbo a Europa, llevando a su joven hija María Elena, ansiosa de internarla en prestigiados colegios franceses, dando así buen empleo a la fortuna que dejara el marido fallecido.

Llegó María Elena con su madre a España; pasearon y después de recorrer los más hermosos lugares, cruzaron la frontera de Francia hasta París, donde María Elena inició estudios superiores en buen colegio.

“Mi vida transcurría sin complicaciones -dijo la señora con cierta nostalgia- escolapia como era, no pensaba en amores serios”.

Contó María Elena al reportero que un verano en Biarritz, la Costa Azul, conoció al comerciante Jorge Berger y se hicieron novios. Fue un idilio al vapor, pues al transcurso de dos meses unieron sus destinos. Esto fue en el año 1933, en enero.

Y en agosto se divorciaron. Pasado cierto tiempo nació una niña, María Elena Berger, que en 1938, fecha en que se desarrolló esta historia, tenía cinco años de edad.

“Sufrí durante mi matrimonio, no por Jorge, dijo, sino por mi suegra; mujer egoísta y mala, que sólo veía mi pequeña fortuna y que dio al traste con nuestras ilusiones que, como colofón trágico para mí, trajeron mi viaje de regreso a México, donde me instalé con mi madre”.

Una mañana del año 1934 María Elena fue al Museo Nacional y conoció al profesor etnólogo Antonio Cortés Vázquez, hombre ya de edad, anciano casi que inspiraba respeto. El profesor se mostró solícito en guiar a María Elena que, con su madre, curioseaba por el museo.

De allí partió la amistad entre ellos, sin sospechar el final trágico que vendría años después.

María Elena relata que al principio nunca sospechó que se enamoraría del profesor Vázquez, ya que tanta era la diferencia en sus edades. Pero el destino es implacable en sus mandatos; y al final, María Elena acabó por corresponder a su adorador, en el año 1936.

-Era muy celoso –afirmó- y nos queríamos los dos. Yo, sin saberlo, me había convertido en su amante y dos o tres veces por semana nos veíamos. Los disgustos menudeaban; pero hacía cosa de un año, a raíz de haberme operado del apéndice, su carácter se tornó amable, cariñoso conmigo…

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Habló luego de sus sufrimientos morales. El rumbo de su vida cambió por completo. El escándalo social, la pena de su madre, el dolor de su pequeña hijita. Y poniéndose triste exclamó: “el yerno del profesor Cortés Vázquez ha influido en el ánimo de los criados y esto me perjudica”.

Cambiando así de golpe el curso de la conversación dijo: “es mentira que Antonio me diera determinada cantidad de dinero mensualmente. Eso no es verdad; sí era muy obsequioso conmigo y jamás me negaba lo que le pedía... Nos íbamos a casar, porque él lo prometió y nunca dejó de cumplir la palabra empeñada”.

Sacando de su bolso de mano un papel, María Elena dijo al reportero: “mire, cómo no me iba a querer el profesor si me compuso estos versos:

“Ojos glaucos... ojos bellos, de enigmático lluviar. Ojos que me miro en ellos, sin poder adivinar, si son generosos o buenos... ¿a dónde me llevarán?”

Guardó el papel María Elena y se despidió tendiendo la mano; era hora de regresar a la celda, donde la visitaría más tarde su madre.

Es muy probable que La Esfinge de los Ojos Verdes haya recuperado su libertad en un plazo no mayor de un año, a partir de la fecha en que concedió la entrevista a LA PRENSA, aunque el enigma en el caso quedó sobre una nube de dudas.

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Dicen que el amor es como un perro infernal, en la soledad aúlla herido de ausencia y, en compañía, o sabe coexistir con la causa de sus males. Este drama ocurrido en el entonces pueblo de Tacuba, mientras la ciudad crecía y sus murallas se expandían.

Aquel julio de 1938, LA PRENSA informó que, en circunstancias un tanto extrañas, la policía de la Novena Delegación encontró el cadáver de un hombre de ciencia, Antonio Cortés Vázquez, de unos 72 años, en el cuarto de baño de la casa 30 de la calle Cañitas.

Cerca de la puerta de aquel cuarto, yacía el cadáver tendido boca abajo, con la cabeza hacia un lado, las extremidades inertes como serpientes quietas, y presentaba un balazo a la altura del corazón, el cual le atravesó el cuerpo y salió por el hombro izquierdo, marcándose el impacto en el techo de la estancia.

Además, uno de las circunstancias que les pareció notable a los oficiales en el sitio donde cayó el profesor, quien era jefe de una de las secciones del Museo de Historia y Arqueología, fueron los elementos que denotaban que durante su vida había sido víctima de una enfermedad ocasionada tal vez por el exceso en la bebida.

Alrededor de las dos de la mañana del domingo 3 de julio de 1938, la señora María Elena Sánchez de Berger, joven aún y de ciertos atractivos personales, llegó hasta el cuarto de criados de la casa del profesor Cortés Vázquez y, dirigiéndose a los criados, exclamó a gritos:

-¡Párense! ¡Quién sabe qué tiene el señor…!

Tan pronto como resonó la voz de la mujer, al momento aparecieron las empleadas domésticas Manuela Martínez, Remigia Rivera y Florencio Rodríguez, éste, esposo de la primera.

Apenas cubiertas con sus ropas, con el semblante revelador de angustia, corrieron hacia el cuarto de baño que comunicaba con una puerta al comedor.

Ahí descubrieron el cadáver de su patrón.

Sin poder dominar sus nervios, María Elena indicó a Manuela que la acompañara a un estanquillo cercano para comunicarse telefónicamente con el doctor Robles, yerno del profesor Cortés Vázquez, y enterarlo de los sucesos; sin embargo, como no lo logró, entonces la propietaria del comercio optó por llamar a la Cruz Verde.

Al llegar el personal de la Novena Delegación a la casa de la calle Cañitas, la presencia de María Elena Sánchez de Berger pareció extraña, quizás sospechosa.

Ella, por su parte y no sin escrúpulos, tuvo que explicar su conducta, la cual, por cierto, resultaba muy comprometedora.

Dudas de celos y disgustos entre amantes

María Elena entonces comenzó por aclarar que estaba casada con un señor de apellido Berger, no obstante, hacía cuatro años que se había separado de él por incompatibilidad de caracteres.

Asimismo, por la misma época en que se separó, conoció al profesor Cortés Vázquez, quien se preocupó por la situación de ella, estableciéndose un trato quizás familiar, al que no se dio mayor importancia por el momento en virtud de la diferencia de edades.

El profesor, viudo hacía cinco años, tenía una hija, esposa entonces del doctor Robles, con quien había tenido varios hijos.

Y como hombre de ciencia, dedicado al estudio, Cortés Vázquez no quiso, dadas sus condiciones económicas, vivir acompañado de sus familiares, sino que se instaló en la casita de la calle de Cañitas, teniendo a su servicio a la servidumbre antes citada.

En esa casa, el profesor Cortés Vázquez tenía formada una magnífica biblioteca en la que pasaba muchas de sus horas libres y, además, contaba con un salón en el que guardaba toda clase de objetos artísticos y de valor.

A esa casa llegó en varias ocasiones María Elena en busca de consejo y así, poco a poco, fue estableciéndose una intimidad que, al final, hacía aproximadamente dos años, ligó íntimamente a las dos personas.

Se comprendía que el profesor Cortés Vázquez estaba enloquecido por su amante y hablaba continuamente de hacerla su esposa, urgiendo a María Elena que diera los últimos toques al juicio de divorcio para legitimar la unión que ante los extraños tenían que disimular, viéndose en aprietos María Elena ante sus familiares para pretextar continuas invitaciones de amigas que le permitieran permanecer por más horas de la cuenta fuera de su casa habitación, como ocurrió el sábado 2 de julio de aquel año.

Y también era de comprender que el profesor Cortés Vázquez fuera extremadamente celoso con María Elena, a la que, según confesión de la misma, pasaba una cantidad que fluctuaba entre trescientos o quinientos pesos mensuales para que atendiera sus gastos personales.

A consecuencia de esos celos, surgían incontables disgustos entre los dos amantes.

María Elena luego dijo que no tenían mayor importancia, mas los criados dijeron que en muchas ocasiones esas desavenencias eran muy molestas.

Así, en esas condiciones, pareció sospechosa la presencia de María Elena en la casa de la calle Cañitas, al descubrir la policía el homicidio del profesor Cortés Vázquez.

Lucha y forcejeo antes de dispararse el arma

Al mediodía del sábado 2 de julio, según declararon los criados y la misma María Elena a Guillermo Bernal, detective experto en cuestiones de criminalística en 1938, se presentó aquélla en la casa de la calle Cañitas y, a poco hablar con el profesor Antonio Cortés Vázquez, saltó la chispa del disgusto, que se interrumpió al entrar a la estancia donde se encontraban los amantes, la criada Manuela para informar que la hija del profesor anunciaba su visita a la casa, acompañada de los nietecitos.

Por indicaciones del profesor, María Elena se retiró y no regresó a la casa, sino hasta las 21:00 horas, en que tomó asiento en una de las sillas del comedor para dejar correr el tiempo, hasta que a las dos de la madrugada del domingo llegó el profesor, según parecía, muy alegre a consecuencia de una buena cena y de las rigurosos tragos que necesitaba para expandir su mente aunque su hígado lo padeciera.

Los amantes se saludaron fríamente y se encaminaron hacia la alcoba, de donde poco después había de salir despavorida María Elena para buscar la presencia de los sirvientes.

Pero quizás sería preciso detenerse en cómo explicó los hechos María Elena, mujer que ese domingo se doblegaba ante la pena de verse envuelta en tan sonado lío.

Dijo que el profesor la instaba para que tomara algún alimento que ella rechazó, admitiendo al fin un té, que el hombre de estudios preparó y le sirvió en la cama, pues que ella, friolenta por la hora y rendida por el cansancio, buscó el abrigo de las mantas.

Y el profesor, ya también para descansar, se despojó del chaleco y se dirigió al cuarto de baño, percatándose ella de que su amante padecía unos vómitos y poco después escuchaba una detonación de arma de fuego que la dejó atónita.

En ropas menores saltó del lecho y corrió hacia el cuarto de baño, encontrando ya sin vida al profesor, por lo que fue en busca de los sirvientes.

El investigador Guillermo Bernal, obedeciendo a su deber, examinó también a los criados y éstos poco tuvieron qué decir, como no fuera que menudeaban los disgustos entre los amantes.

Y para orientar a la justicia en sus investigaciones, también procedió a tomar moldes de parafina de las manos del profesor y de la propia María Elena, que no cesaba de temblar, según decía, por la impresión tan fuerte que sufrió.

De pronto, se trazó una hipótesis que complementaba la versión de María Elena. Se suponía que el profesor, al llegar al cuarto de baño, se sintió enfermo y, al inclinarse sobre las piernas para vomitar, tropezó con la molestia que le significaba tener, según su costumbre, la pistola a la altura del cinturón, sobre el vientre, entre la camisa y el pantalón, por lo que la quiso sacar, mas en ese preciso momento y por el movimiento el armase disparó, hiriéndole el proyectil en el pecho.

Pero he aquí que las pruebas de parafina que se tomaron de las manos de los protagonistas de esta tragedia fueron altamente reveladoras.

Después del análisis químico que se hizo por orden de Antonio Quijano, jefe del Departamento de Identificación, se vio que la diestra de María Elena arrojó reacción altamente positiva, es decir, que mostraba muchos residuos o huellas de pólvora, observándose igual resultado en la mano izquierda del profesor Cortés Vázquez, lo que indicaba que posiblemente hubo una lucha entre los amantes, forcejeo en el que se disparó el arma.

Aquí se abría una doble interrogación apasionante en torno de este caso.

De haberse suscitado el enésimo disgusto entre los amantes, ¿qué fue lo que impulsó a María Elena para tomar la pistola –o al profesor- y apuntar hacia el otro, haciendo que se abalanzaran sobre el victimario para rodar ambos por el piso y escucharse de pronto la detonación de arma de fuego?

Y, por otra parte, era de extrañar que un disparo en el recóndito silencio de las dos de la madrugada no hubiera despertado a los empleados, sino que fue el grito de la mujer.

La tragedia no tuvo testigos, puesto que los criados dormían ya en la pieza para ellos destinada, de tal suerte que María Elena tuvo tiempo de sobra para hacer desaparecer todo vestigio de lucha, incluso componer sus ropas y después forjar su versión.

Mientras tanto y dado el dictamen químico del Departamento de Identificación, ella quedó a disposición de las autoridades que serían las encargadas de “hacer luz” en el asunto y, en su caso, arrancar confesión a María Elena, principal protagonista de este drama.

Por consideraciones del titular de la Novena Delegación, licenciado Sánchez Cigala, la detenida permanecía en la angosta pieza del “cabo de puertas” y le hacía compañía su madre.

Además, la rodeaban curiosas otras mujeres de vestimenta humilde que la bombardeaban con sus preguntas.

Revelaciones de los criados

María Elena, mujer de estatura baja y de cuerpo sutil, apareció enfundada en un vestido de seda negra, cubriéndose del frío de la tarde lluviosa con un abrigo de pieles.

El redactor de este diario la encontró desconcertantemente tranquila e inició la entrevista con frases un tanto triviales. De pronto se le interrogó:

-¿Sabe usted que los moldes de parafina que tomaron de su mano derecha revelan que usted tenía manchas de pólvora y que, por lo tanto, varía mucho su situación?

Abrió intensamente sus ojos claros y, clavando en los reporteros su mirada, exclamó:

-¡No es posible…!

Después, como si hablara consigo misma, añadió:

-Yo sólo le quité los anteojos y le palpé el pulso para confirmar que estaba muerto.

Se le tuvo que decir que no se trataba de una versión de un testigo más o menos interesado en perjudicarla, ni de apreciaciones personales, sino de pruebas científicas.

Y como su mamá comenzó a inquietarse con la noticia, María Elena exclamó tranquilizándola:

-No te alarmes, mamacita. Yo soy inocente y sé que tengo que salir bien librada.

Se le volvió a observar que la acusaba el resultado de las pruebas. Y ella, sin inmutarse, insistió en que tenía la firme convicción que la autoridad habría de convencerse de su inocencia.

Nuevamente negó los fuertes disgustos con “el señor Cortés” y dijo que estaba satisfecha porque ambos se iban a casar en septiembre de ese año (1938), según lo había anotado él.

A punto de retirarse los reporteros del lugar, María Elena se acercó para suplicar que no fueran severos para tratarla, en tanto que se “hacía luz” y ella podía demostrar su inocencia, a pesar de todos sus pesares.

Pero el destino le tenía a María Elena reservado un lugar en la Penitenciaría y fue el día jueves 7 de julio de 1938, cuando el juez 8o. Penal, Enrique Toscano, decretó la formal prisión de la detenida, considerándola como probable responsable del delito de homicidio, perpetrado en la persona del profesor Antonio Cortés Vázquez.

El juez Toscano explicó que, además de los argumentos que estampó en su resolución dictada, tenía en cartera documentos muy valiosos para orientar la investigación judicial en la tragedia que se desarrolló en la casa de Cañitas 30, en el pueblo de Tacuba.

Cuando se le notificó a María Elena la resolución del juez, ésta exclamó:

-¡Pero si no soy culpable! ¡No hay justicia!

María Elena se negaba a firmar la notificación que se le hizo; mas intervino su defensor convenciéndola para que obrara cuerdamente y manifestándole que él desde ese momento interpondría la revisión del auto del juez Toscano ante el Tribunal Superior.

Dos días antes, durante las diligencias realizadas en ese juzgado, la servidumbre del profesor hizo diversas revelaciones que comprometían seriamente a María Elena.

Por su parte, Manuela Martínez afirmó que cerca del cuerpo del profesor, junto a los residuos de comida que había arrojado, vio la pistola, la cual colocó sobre la mesa y que, desde ese momento, María Elena no intervino para nada en la atención del moribundo.

La doméstica declarante dijo que estaba segura que el profesor no tenía la cabeza mojada, sino que, por el contrario, estaba muy bien peinado. Y como dato interesante, Manuela aseguró que el profesor no llevaba nunca consigo la pistola, pues que algunas veces, por las noches, dejaba el arma y una lámpara de baterías sobre el buró, inmediatamente que llegaba a su alcoba.

También dijo que el profesor en muchas ocasiones monologaba, murmurando algo así como: “Me tiene ya muy molesto María Elena” y que también le constaba que el profesor no pensaba siquiera en casarse con ella.

Mientras la averiguación avanzaba, se levantaban contradicciones y algunas circunstancias que hundían más a María Elena, a la que se consideraba ya como culpable de la muerte del profesor.

Durante el careo sostenido entre “La Esfinge de los Ojos Verdes” (como se nombró a la acusada) y Florencio Rodríguez, portero de la casa, María Elena no pudo contener su ira y gritó tras las rejas increpando al testigo: “No sea desgraciado, diga la verdad”... teniendo que intervenir el juez para amonestar a la detenida, a fin de que no pronunciara injurias.

Después, al habérselas frente a frente con Manuela Martínez, esposa de Florencio, María Elena volvió a su actitud de rebeldía, tildando de “¡mocha!” a la testigo, a quien amenazó además de que habría de pagar ante Dios por todas las mentiras que había dicho.

Por su parte, el juez Toscano, en apoyo de su tesis, hizo referencia a que por las declaraciones de los testigos ya nombrados, se supo que surgían violentos y continuos disgustos entre los amantes, haciendo también referencia a que, según confesión de María Elena, en el día de la tragedia, ella pidió ciento cincuenta pesos al catedrático, dinero que no le entregó el señor Cortés, alegando que en esos momentos no llevaba suficientes billetes en la cartera.

Y por la noche, momentos antes del homicidio, no hubo constancias de que “La Esfinge de los Ojos Verdes” hubiera quedado complacida en su petición de dinero.

Fue de creer, en concepto del juez, que bien pudo surgir otro disgusto por ese dinero, acalorándose los ánimos y disparando el arma María Elena.

Y, a juzgar por las variantes que surgieron en tan escandaloso proceso con referencia a la prueba de la parafina, bien pudo aceptarse la aseveración que hizo el defensor José María Gutiérrez, al decir que la parafina sólo servía para hacer velas.

Pues que si en un principio se dio gran fuerza a “la prueba de la parafina”; después, al ponerse en claro que las manchas que presentaba María Elena en la mano derecha no correspondían a un disparo, sino más bien a una contaminación de pólvora, se habló de que no pudo tomarse en cuenta dicha “prueba” porque el molde fue tomado muchas horas después de la tragedia y bien pudo María Elena tocar algunos objetos, o restregarse las manos, haciendo cambiar las características de las huellas de pólvora, hasta cambiar los puntos violáceos (denunciadores de la pólvora recién disparada) por las manchas.

Luz de inocencia

Todas estas circunstancias, dijo el juez Toscano, llevaron a la conclusión de considerar a María Elena como presunta responsable en el homicidio del profesor.

Por tanto, “La Esfinge de los Ojos Verdes”, se vio precisada a identificarse el viernes 8 de julio de 1938 ante el juez octavo de lo Penal con su verdadero nombre: María Elena Valdés Reyes.

La procesada compareció ante su juez en esa fecha al mediodía por virtud de que elevó un escrito solicitando audiencia, además que el juzgado ya tenía preparada una diligencia que juzgó de interés.

Y cuando el juez Enrique Toscazo se enteró del verdadero nombre de María Elena por documentos que tuvo a la vista, lanzó una catilinaria sobre “La Esfinge de los Ojos Verdes”, reprochándole que hubiera engañado a la justicia.

-Vamos a ver -dijo el juez- ¿qué quiere usted decirme?

-Que no tenga usted tan mala impresión de mí, señor juez; que no me crea culpable. Le juro, por lo más sagrado que hay en mi vida, mi madre y mi hijita, que soy inocente. Soy una mujer de buenos principios, que tuvo buena educación en los mejores colegios; que a los seis meses de salir de la escuela me casé y, por lo tanto, no tuve tiempo para enfangarme en el mal. Dijo usted creer -agregó la procesada- que yo maté al señor Cortés por dinero y eso no es cierto; se lo aseguro, señor juez. Vuelvo a repetirle que soy inocente. Perdóneme que en la diligencia del otro día me haya exaltado y haya llamado desgraciado al portero y “mocha” a la criada. Yo soy tan católica como ella; sólo quise decirle hipócrita. Pero le protesto que no le he mentido, señor juez, ¡que soy inocente; no tenía motivos para matarlo…!

Fue hasta el 21 de julio de 1938 cuando se practicó una inspección ocular en la casa 30 de la calle de Cañitas, en Tacuba, donde personal del Juzgado 8o. de lo Penal quería darse una cabal idea del terreno en que se registró el homicidio del profesor. Tras una minuciosa investigación, los peritos en balística expusieron que sólo un impacto encontraron en el techo, y por tal motivo, se creía que sólo un disparo se había hecho.

Esto constituía un dictamen favorable a “La Esfinge de los Ojos Verdes”. Era muy probable que la pistola del profesor se hubiera disparado por accidente al intentar éste agacharse para “devolver el estómago”, ya que la tenía fajada en la cintura y el arma pudo caerse.

Insistió en su inocencia

Soleada y alegre fue la mañana de aquel día de julio de 1938, cuando María Elena salió de su celda en la Ampliación de Mujeres de la Penitenciaría del Distrito, para hablar con nuestro reportero Roberto Ramírez Cárdenas.

María Elena, mujer sobre la que estaban puestos los ojos de la curiosidad pública y la atención de la justicia, tenía un misterio fascinante; el misterio que rodea a todo presunto delincuente; el anhelo un tanto morboso de saber si mató o no al hombre que la amaba.

Un juicio psicológico era difícil de formarse después de hablar con ella. Sus enormes ojos verdes no revelaban inquietud ni sufrimiento; su voz tranquila casi hacía afirmar la creencia de una conciencia limpia.

Menudita, sin ademanes afectados, actitud natural, alejada de ella toda esa dramaticidad que había caracterizado a “las matadoras de hombres”, era imposible creer en María Elena a una de esas mujeres apasionadas y crueles...

Salió de su celda cubriéndose con un abriguito café y sonreía al explicar: “tenía ya ganas de mucho sol”. Y tomó asiento en el poyo que tenía el lavadero colectivo de la ampliación, mientras nuestro fotógrafo Casasola la retrataba. María Elena comentaba entonces:

“He sufrido bastante, pero tengo fe en Dios y la justicia de los hombres... yo no soy culpable de esta fatalidad”.

Durante la charla, María Elena evocaba su ya lejana vida de moza. Por el año de 1928 la señora Ana María salió de México rumbo a Europa, llevando a su joven hija María Elena, ansiosa de internarla en prestigiados colegios franceses, dando así buen empleo a la fortuna que dejara el marido fallecido.

Llegó María Elena con su madre a España; pasearon y después de recorrer los más hermosos lugares, cruzaron la frontera de Francia hasta París, donde María Elena inició estudios superiores en buen colegio.

“Mi vida transcurría sin complicaciones -dijo la señora con cierta nostalgia- escolapia como era, no pensaba en amores serios”.

Contó María Elena al reportero que un verano en Biarritz, la Costa Azul, conoció al comerciante Jorge Berger y se hicieron novios. Fue un idilio al vapor, pues al transcurso de dos meses unieron sus destinos. Esto fue en el año 1933, en enero.

Y en agosto se divorciaron. Pasado cierto tiempo nació una niña, María Elena Berger, que en 1938, fecha en que se desarrolló esta historia, tenía cinco años de edad.

“Sufrí durante mi matrimonio, no por Jorge, dijo, sino por mi suegra; mujer egoísta y mala, que sólo veía mi pequeña fortuna y que dio al traste con nuestras ilusiones que, como colofón trágico para mí, trajeron mi viaje de regreso a México, donde me instalé con mi madre”.

Una mañana del año 1934 María Elena fue al Museo Nacional y conoció al profesor etnólogo Antonio Cortés Vázquez, hombre ya de edad, anciano casi que inspiraba respeto. El profesor se mostró solícito en guiar a María Elena que, con su madre, curioseaba por el museo.

De allí partió la amistad entre ellos, sin sospechar el final trágico que vendría años después.

María Elena relata que al principio nunca sospechó que se enamoraría del profesor Vázquez, ya que tanta era la diferencia en sus edades. Pero el destino es implacable en sus mandatos; y al final, María Elena acabó por corresponder a su adorador, en el año 1936.

-Era muy celoso –afirmó- y nos queríamos los dos. Yo, sin saberlo, me había convertido en su amante y dos o tres veces por semana nos veíamos. Los disgustos menudeaban; pero hacía cosa de un año, a raíz de haberme operado del apéndice, su carácter se tornó amable, cariñoso conmigo…

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Habló luego de sus sufrimientos morales. El rumbo de su vida cambió por completo. El escándalo social, la pena de su madre, el dolor de su pequeña hijita. Y poniéndose triste exclamó: “el yerno del profesor Cortés Vázquez ha influido en el ánimo de los criados y esto me perjudica”.

Cambiando así de golpe el curso de la conversación dijo: “es mentira que Antonio me diera determinada cantidad de dinero mensualmente. Eso no es verdad; sí era muy obsequioso conmigo y jamás me negaba lo que le pedía... Nos íbamos a casar, porque él lo prometió y nunca dejó de cumplir la palabra empeñada”.

Sacando de su bolso de mano un papel, María Elena dijo al reportero: “mire, cómo no me iba a querer el profesor si me compuso estos versos:

“Ojos glaucos... ojos bellos, de enigmático lluviar. Ojos que me miro en ellos, sin poder adivinar, si son generosos o buenos... ¿a dónde me llevarán?”

Guardó el papel María Elena y se despidió tendiendo la mano; era hora de regresar a la celda, donde la visitaría más tarde su madre.

Es muy probable que La Esfinge de los Ojos Verdes haya recuperado su libertad en un plazo no mayor de un año, a partir de la fecha en que concedió la entrevista a LA PRENSA, aunque el enigma en el caso quedó sobre una nube de dudas.

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