/ viernes 13 de diciembre de 2019

Corrupción y derechos humanos

Estos dos temas ocuparon la agenda pública en estos días, el pasado 9 de diciembre fue el Día Internacional Contra la Corrupción y el 10 de diciembre se conmemoró la adopción, por los países firmantes de la ONU, de la Declaración Universal de Derechos Humanos en 1948.

Ambos temas están muy relacionados y pueden, en el peor de los casos, generar un círculo vicioso: la corrupción en el ámbito público puede constituir una barrera para que las personas ejerzamos nuestros derechos humanos porque distorsionan o dificultan que el Estado sea eficaz en su garantía. A la inversa, la desigualdad, la discriminación o el trato discriminatorio, es decir, la ausencia del goce de nuestros derechos humanos afecta la dignidad e impide el pleno desarrollo de las sociedades y nos hace reacios a contribuir con nuestras acciones individuales a combatir la corrupción.

Claramente la corrupción en el gasto público disminuye la capacidad financiera del Estado para destinar recursos a cuestiones de salud, educación, vivienda, infraestructura, servicios y un largo etcétera de asuntos que sí corresponde al Estado proveer y que nos permiten vivir con dignidad, un valor superior del que se derivan los demás derechos, como lo reconocen nuestra Constitución Política y los Tratados Internacionales.

Esto a pesar de que existe un amplio conjunto de convenciones, tratados y acuerdos que buscan prevenir, combatir, y castigar la corrupción, dos importantes son la Convención Interamericana contra la Corrupción (CICC) y la Convención de las Naciones Unidas contra la Corrupción (CNUCC), conocida también como Convención Mérida en alusión a la capital de nuestro estado porque aquí fue adoptada en 2003.

Con el paso del tiempo las normas internas, es decir, nuestras leyes nacionales, han avanzado en la adopción de estos estándares e incluso en la medición de la corrupción, pero nuestro país aún no alcanza niveles aceptables en cuanto a su disminución o combate.

Por su parte, ejercer plenamente nuestros Derechos Humanos nos permite a los individuos desarrollar integralmente nuestra personalidad.

La Declaración Universal de los Derechos Humanos, que surge apenas dos años después que la propia ONU, pretendió dejar sentado que todo aquello que los Estados discriminatorios instalados durante el siglo pasado, particularmente el régimen nazi, pretendieron naturalizar, no era posible considerando la dignidad de las personas como eje del derecho.

México aún no alcanza, tampoco en este aspecto, los niveles que merecemos todos sus ciudadanos para sentirnos plenamente asegurados en la garantía de nuestros derechos, particularmente los grupos más vulnerables como mujeres, niños, niñas y jóvenes, migrantes, etc.

En ambos casos, sin embargo, de nada sirven los marcos legales internacionales y nacionales si no somos capaces, Estado y Sociedad, de hacer de la intolerancia a la corrupción y el respeto a los derechos de todos, el principal rasgo de nuestra convivencia.

Estos dos temas ocuparon la agenda pública en estos días, el pasado 9 de diciembre fue el Día Internacional Contra la Corrupción y el 10 de diciembre se conmemoró la adopción, por los países firmantes de la ONU, de la Declaración Universal de Derechos Humanos en 1948.

Ambos temas están muy relacionados y pueden, en el peor de los casos, generar un círculo vicioso: la corrupción en el ámbito público puede constituir una barrera para que las personas ejerzamos nuestros derechos humanos porque distorsionan o dificultan que el Estado sea eficaz en su garantía. A la inversa, la desigualdad, la discriminación o el trato discriminatorio, es decir, la ausencia del goce de nuestros derechos humanos afecta la dignidad e impide el pleno desarrollo de las sociedades y nos hace reacios a contribuir con nuestras acciones individuales a combatir la corrupción.

Claramente la corrupción en el gasto público disminuye la capacidad financiera del Estado para destinar recursos a cuestiones de salud, educación, vivienda, infraestructura, servicios y un largo etcétera de asuntos que sí corresponde al Estado proveer y que nos permiten vivir con dignidad, un valor superior del que se derivan los demás derechos, como lo reconocen nuestra Constitución Política y los Tratados Internacionales.

Esto a pesar de que existe un amplio conjunto de convenciones, tratados y acuerdos que buscan prevenir, combatir, y castigar la corrupción, dos importantes son la Convención Interamericana contra la Corrupción (CICC) y la Convención de las Naciones Unidas contra la Corrupción (CNUCC), conocida también como Convención Mérida en alusión a la capital de nuestro estado porque aquí fue adoptada en 2003.

Con el paso del tiempo las normas internas, es decir, nuestras leyes nacionales, han avanzado en la adopción de estos estándares e incluso en la medición de la corrupción, pero nuestro país aún no alcanza niveles aceptables en cuanto a su disminución o combate.

Por su parte, ejercer plenamente nuestros Derechos Humanos nos permite a los individuos desarrollar integralmente nuestra personalidad.

La Declaración Universal de los Derechos Humanos, que surge apenas dos años después que la propia ONU, pretendió dejar sentado que todo aquello que los Estados discriminatorios instalados durante el siglo pasado, particularmente el régimen nazi, pretendieron naturalizar, no era posible considerando la dignidad de las personas como eje del derecho.

México aún no alcanza, tampoco en este aspecto, los niveles que merecemos todos sus ciudadanos para sentirnos plenamente asegurados en la garantía de nuestros derechos, particularmente los grupos más vulnerables como mujeres, niños, niñas y jóvenes, migrantes, etc.

En ambos casos, sin embargo, de nada sirven los marcos legales internacionales y nacionales si no somos capaces, Estado y Sociedad, de hacer de la intolerancia a la corrupción y el respeto a los derechos de todos, el principal rasgo de nuestra convivencia.

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