Lograr la vida que deseamos, es decir, sentirnos plenos en nuestros derechos para obtener lo que defina nuestra vida, no depende sólo de nosotros, está supeditado a múltiples factores que nos facilitan o nos hacen más difícil o tardado transitar hacia ese objetivo y lograrlo.
Algunos de estos factores no corresponden directamente a nosotros, por ejemplo, las políticas públicas en materia de salud, prevención de delitos y seguridad, educación, actualización de leyes, etc, que corresponden al Gobierno en quien, a través de la vía democrática, hemos delegado estas funciones. Estas serían influencias que vienen “de arriba” para facilitar o dificultar nuestra plenitud como personas.
Sin embargo, hay otras circunstancias que definen las propias sociedades en las que vivimos y que, si bien no son normas escritas, tiene una fuerza que viene de la costumbre y los hábitos, por ejemplo, las prácticas, valores, actitudes y tradiciones culturales que prevalecen en cada región e incluso en cada familia. A estas podríamos llamarles influencias “de abajo”.
Entre estas dos aguas se enmarca uno de los objetivos centrales para el avance humano: la igualdad entre los hombres y las mujeres, entendida como “la igualdad de derechos, responsabilidades y oportunidades de las mujeres y los hombres, y las niñas y los niños” y no, como se suele creer, que las mujeres y los hombres sean lo mismo.
Según la UNESCO, para que esto pueda lograrse es imprescindible que estos dos océanos se conecten: “solo hay igualdad de género cuando las medidas aplicadas ´de arriba a abajo´ se complementan plenamente con el apoyo recibido “de abajo a arriba”.
En pocas palabras: una política de gobierno que apoye la igualdad entre hombres y mujeres no tendrá impacto si las sociedades no están convencidas de que es necesaria y urgente. Igualmente, la fuerza social que apoye la igualdad y empodere a las mujeres poco efecto tendría sin políticas públicas adecuadas.
Por eso es tan importante conocer y entender a qué nos referimos con igualdad entre mujeres y hombres. Igualdad significa que “los derechos, las responsabilidades y las oportunidades no dependen del sexo con el que se nace. La igualdad de género supone que se tengan en cuenta los intereses, las necesidades y las prioridades tanto de las mujeres como de los hombres”.
También es importante estar claros en lo que significa otro término clave: la equidad de género, que se entiende como “la imparcialidad en el trato que reciben mujeres y hombres de acuerdo con sus necesidades respectivas, ya sea con un trato igualitario o con uno diferenciado”. Este trato diferenciado significa que se deben “incorporar medidas para compensar las desventajas históricas y sociales que arrastran las mujeres”, cuestión innegable en un mundo en donde han sido menospreciadas desde tiempos inmemoriales.
De manera que tanto como es exigible a las instancias de gobierno encargadas de diseñar las políticas públicas acciones y resultados claros hacia la igualdad y equidad, hacia la prevención de delitos que afectan mayormente a las mujeres (como el abuso sexual y la trata por mencionar algunos), también es necesario autoexigirnos en la familia y en la sociedad dejar atrás creencias y hábitos que permiten, a nuestros propios padres, hermanos, hijos, esposos, colegas, amigos, seguir actuando con base en la idea de que las mujeres y niñas son inferiores, pueden ser objetos a su disposición o no merecen las mismas oportunidades que los demás miembros de la sociedad. O que pueden ser señaladas, criticadas o calificadas por la forma en que se visten, hablan, viven o desean vivir su vida.