/ viernes 24 de mayo de 2024

Eugenio Franco, condenado al paredón de fusilamiento por asesinar a su madre tras una riña

Las manecillas del reloj marcaban las 6:10 horas del jueves de agosto de 1944, cuando una descarga de fusilería dio muerte al hombre

Las manecillas del reloj marcaban las 6:10 horas del jueves 10 de agosto de 1944, cuando una descarga de un pelotón de ejecución epilogó a “uno de los crímenes más horrorosos que puedan relatarse…” Se trató de Eugenio Franco, quien durante una riña asesinó a su madre tras sostener una discusión “por intereses” y dispararle siete tiros, de los cuales acertó sólo uno.

Durante dos años, los defensores del criminal estuvieron al pie del cañón, haciendo lo posible por evitar que la pena de ejecución que a su defendido se le había impuesto. Pero todos sus esfuerzos fueron en vano ante la inexorable resolución que habían tomado los hombres de la justicia debido al monstruoso delito que calificaron.

Únicamente lo acompañaron en la desdicha una mujer sencilla y menudita que con simple resignación permaneció a su lado sin importar la culpa y el castigo, junto a la puerta de la cárcel como testimonio de que nadie está solo en el mundo, pese a sus pecados cometidos. Eran ella y un pequeño quienes en el fondo pagarían indirectamente las consecuencias de un crimen que en un momento de ceguera cometió el esposo y padre.

Eugenió mató a su madre por 200 pesos

De acuerdo con la versión recogida el día de los hechos, Eugenio le exigió a su madre que le diera doscientos pesos, pero como se los negó, comenzaron una acalorada discusión, que terminó cuando Eugenio sacó un arma y le disparó.

De acuerdo con el declarante, el asesino accionó el arma hasta en siete ocasiones, pero solo acertó un tiro, que se alojó en los intestinos de su madre, quien logró sobrevivir dos horas, tiempo en el cual narró lo ocurrido.

No obstante, esa declaración no fue hecha por un testigo directo, presencial, sino que vino de oídas, aunque a las autoridades les pareció que así habían ocurrido los hechos y no había por qué investigar más.

De acuerdo con la información que circuló por aquel entonces, cuya validez puso en duda el reportero de LA PRENSA, pues existieron demasiados elementos que o no se quisieron investigar u omitieron los investigadores. Fue como si, simplemente, hubieran dicho aquí está el asesino, no hay que investigar más.

Pero dijeron que huyó de la escena del crimen, fue capturado por un vecino y luego entregado a las autoridades. Ya en manos de la justicia, Eugenio declaró desde el primer momento que todo había sido resultado de un trágico accidente, puesto que en realidad las balas iban dirigidas a su cuñado, quien se escondió tras su suegra. Lucio dijo que él solo intentó defenderse de su agresor.

Y como prueba de su declaración se podía apreciar, en el hombro de su cuñado, una herida superficial; además de que si hubiera querido atentar contra su madre no hubiera errado seis tiros.

Fue criticable la intolerancia de la Suprema Corte de Justicia de la Nación, que negó el indulto en este caso solicitado en aras de la misericordia.

Sería interesante saber cuán manchadas de sangre tuvieron las manos muchos de quienes pasaron por la institución y “negaron el perdón” en un triste, lamentable, ruin afán de notoriedad, cuando lo que estaba en juego no era un montón de canicas de barro sino vidas humanas tan valiosas como todas.

Ojalá los estudiosos del tema hurgaran en los archivos en busca de las firmas “denegantes”, de los nombres de quienes usurparon el poder de Dios para quitar tantas existencias.

El indígena que dejó sin esposo a joven nativa y sin padre a un niño, para quien pidió “escuela y protección”, nunca comprendió realmente por qué fue sentenciado a muerte, a pesar de que repetía que “todo había sido un accidente”.

Escucha aquí el podcast ⬇️

Sin piedad para Eugenio

La Suprema Corte de Justicia de la Nación lo entregó a las fuerzas del Ejército, sin importarle que el modesto hidalguense dejara en la orfandad paterna a un niño de tres años. Un exdiputado hizo hasta lo “imposible” porque no mataran al muchacho, pero pudieron más las fuerzas del odio y el fanatismo.

Obviamente “uno de los más grandes crímenes de México”, como se le calificó por diaristas que nunca acertaron a entrevistarlo con amplitud, fue humillado y desmentido por sus paisanos, azuzados principalmente por quien realmente tuvo lugar en la tragedia en Zimapán: su propio cuñado.

Con él fue el pleito durante el cual murió la señora, incluso resultó herido en su hombro, pero, tal vez, temeroso de morir “juró” que la víctima de la Suprema Corte de Justicia de la Nación había disparado intencionalmente contra la autora de sus días.

Nunca pudo establecer por qué, si era cierto que el hidalguense había disparado “hasta en siete ocasiones contra su madre”, la señora sólo tenía una herida en el abdomen.

Tampoco el Ministerio Público se molestó en establecerlo y, lejos de calificar el caso como “homicidio en riña” -truco legal válido aun para tácticas de la defensa-, hundió al “matricida” solicitando inmediatamente la pena de muerte, “con fundamento en el artículo 317 del Código de Defensa Social, vigente en 1944 en el Estado de Hidalgo, por el delito de parricidio”.

Eugenio Franco Reséndiz se cansó de repetir que había disparado contra su cuñado, pero, incluso los periodistas policiacos, enviados especialmente para cubrir el drama, lo mencionaron como culpable de haber matado intencionalmente a su progenitora…

Mencionó a Lucio Cruz como su cuñado y rival, incluso dijo dónde le había dado un balazo (dato confirmado por las autoridades), pero nada le valió ante un pueblo “deseoso de imponer respeto a las leyes”.

Lucio acompañaba aquel día -18 de julio de 1941- a la señora Cecilia Reséndiz. Los cuñados comenzaron a pelear por viejas rencillas y Eugenio pretendió matar a Lucio, pero el disparo le perforó un hombro; entonces se interpuso la señora y su hijo procuraba asestarle otro tiro al rival, pero no acertó, en cambio hirió mortalmente, “sin querer”, a su progenitora en el vientre.

El chacal en capilla

Días previos a su ejecución, el reo hizo su último acto de contrición con el párroco Carlos Quintín Portilla, quien le prestó los últimos auxilios espirituales. Y también, el reportero de LA PRENSA pudo intercambiar algunas palabras con el sentenciado.

Comentó el enviado que el reo parecía tranquilo, “aunque con señales de atolondramiento, que ponen en evidencia la lucha interior que forzosamente sostenían en aquellos momentos”.

Y aunque no hubo tiempo para una larga conversación, Lucio dijo que no supo lo que hizo al dar muerte a su madre, asegurando que la reyerta fue con su cuñado.

Tal vez en otra época y en otro lugar, las autoridades habrían dudado de la declaración de Lucio Cruz, pero en Zimapán, Hidalgo, sólo unas cuantas personas creyeron la versión de Eugenio y las demás lo condenaron al paredón.

Con un paquete de consignación listo para sentenciarlo a muerte, Eugenio pasó tres años entre rejas, mientras el diputado Leopoldo Badillo, quien era considerado algo así como “apóstol de los indígenas otomíes”, comenzó a luchar por que no se cometiera la monstruosa injusticia.

Empezó a decirse que el matricida tenía “negros instintos “y un gran “acervo de maldad y rudeza atesorado en sus entrañas”.

La tragedia

Se anunció el 10 de agosto de 1944 que la descarga de un pelotón de fusilamiento pondría epílogo “a uno de los crímenes más horrorosos que pudieran relatarse”.

Eugenio Franco Reséndiz nació en Kahja, municipio de Zimapán, Hidalgo; tenía 20 años de edad cuando ocurrió la riña violenta con su cuñado Lucio. El joven Eugenio tenía esposa (María Chávez) e hijo (Alfredo).

En la investigación del caso en aquella época hubo pifias. Las autoridades decían que la misma señora “había sobrevivido dos horas y que dijo claramente que su hijo disparaba en dirección a ella”. Era obvio. El muchacho quería herir nueva y ahora mortalmente a Lucio, a quien pretendía proteger con su cuerpo la señora, por ello disparaba “en dirección a ella”.

El 7 de febrero de 1942, Eugenio Franco Reséndiz fue condenado a la última pena. Su abogado defensor interpuso recurso de apelación contra la sentencia, ante el Tribunal Superior de Justicia del Estado, el cual, para no variar (se estaba en plena Segunda Guerra Mundial, ¿qué importaba un muertito más?) el 27 de agosto de 1942 confirmó la terrible decisión. Se recurrió a la vía del amparo ante la Suprema Corte de Justicia de la Nación, que le negó misericordia el 10 de diciembre de 1943.

Si la Suprema Corte había negado el perdón ¿por qué habría de hacerlo el gobernador del Estado de Hidalgo, José Lugo Guerrero? De manera que negó a fines de julio de 1944, el indulto que le fue solicitado de buena fe.

El enviado especial a Zimapán escribió que inusitado movimiento estremeció a la tranquila población, ante el anuncio de la ejecución “ejemplar” de Eugenio Franco.

Muchas personas se agolpaban ante el edificio de la cárcel municipal, donde Eugenio Franco pasaba sus últimos momentos, custodiado día y noche por militares.

Ante la puerta de la cárcel, “un espectáculo desgarrador ponía la nota trágica en esta jornada cargada de dramatismo”, pues la mujer del condenado, María Chávez, indígena menuda, permanecía sentada en la escalinata del palacio municipal, en una actitud de hierático silencio, como ajena al sordo rumor de compasión que se elevaba a su alrededor. A sus pies, un niño, indiferente, en su inconsciencia infantil, al drama que se desarrollaba, jugaba ajeno al trágico fin que aguardaba a su padre.

Numerosas damas de la localidad se acercaban a la esposa del condenado, alentándola con cristianas palabras de consuelo, sin que ninguna de ellas lograra sacarla de aquel mutismo que tenía algo de dolorosa resignación ante la tragedia inevitable.

El fusilamiento

Atenazado por la duda de la muerte, de su próximo fin, Eugenio pensaba en innumerables cosas, desde su esposa e hijo, hasta el instante en donde se condenó al haber disparado y acertado a su madre. Sentía miedo, el frío del cuerpo al que abandona el alma. Quería llegar pronto al fin y al mismo tiempo se rehusaba a creer que estaba por morir. Así, frente al pelotón de fusilamiento.

Temprano en la mañana la víspera de la ejecución, durante las horas purpúreas aún, se le vio abandonar la negrura de su celda a Eugenio, caminar hacia el patio interior de la prisión y luego andar de un lado para el otro como en un péndulo infinito a la espera de la mano que lo detendría.

Alguien lo observó desde la azotea del edificio:

-¿Qué te pasa, Eugenio, por qué andas tan nervioso?

-¡Baaaahhhh…! –respondió-. ¿Le parece poco esto? ¿Por qué no acaban conmigo de una vez?

-¡Calma, hombre, calma! –le dijo el otro, el de arriba-. ¿No te sientes arrepentido de lo que hiciste?

-¡Otra vez con eso! –respondió despectivo y molesto-. ¡A poco quieren que me ponga a llorar?

Sin añadir más, regresó a su celda, en la oscura soledad, evadiendo más preguntas absurdas para un hombre que sabe que está por morir.

Al principio, el reo no tenía prisa. Luego ocurrió una transformación desconcertante: “ahora lo quería todo de inmediato, rápido. Sufría tremendamente, según los testigos, y tal vez los remordimientos empezaron a hacer en su interior esa obra destructora que acaba con la serenidad de los hombres”.

Según los acusadores, había matado a su madre “por intereses”, o sea que “la señora le había negado dinero” y su hijo había montado en ira. De nada sirvió que explicara que “la bronca fue con su cuñado Lucio”.

Cuando ya en el recinto carcelario se inició el ajetreo diario, el alcalde y los funcionarios designados para intervenir en la ejecución, procedieron con las formalidades legales al encapillamiento del reo.

El último albergue fue instalado en una pieza destartalada como las de todas las cárceles pueblerinas. Ni una silla, ni un mísero banco, nada absolutamente que denunciara consideración o piedad. Desde el atardecer del miércoles quedó recluido allí el reo de muerte. Fuerzas federales se hicieron cargo de Eugenio, quien desde esa hora quedó aislado para el mundo de los vivos y solo a periodistas y reporteros gráficos se les permitió atestiguar los últimos momentos de un condenado.

En una breve entrevista con uno de los últimos hombres que pudo verlo, un exdiputado y “algo así como el apóstol de los indígenas otomíes”, le pidió que velaran por sus deudos.

-¡Ay, se los encomiendo, señor diputado, a mi mujer y a mi hijo! No los desampare, no deje que mueran de hambre. Al chiquillo mándelo a la escuela en cuanto esté grande.

Luego suplicó una dosis de aguardiente para los nervios que tenía destrozados. Y quizá como único gesto de misericordia, con la venia de los custodios, le permitieron al político darle un trago de coñac que Eugenio apuró de un trago y pareció reanimarse.

Con los huaraches puestos

Al anochecer, se presentó el cura párroco de Zimapán. Como todas las entrevistas previas, con el religioso también fue breve, incluso más que con los otros visitantes. El sacerdote salió contrariado debido a lo que escuchó del condenado a morir. Los reporteros aprovecharon para hacerle unas preguntas. El redactor de LA PRENSA se adelantó en las interrogaciones:

-¿Se confesó el reo, señor cura?

Pero el sacerdote no quiso responder y cuando se creyó perdido recibir una respuesta, se escuchó decir:

-Es una honra para la Santa Iglesia que no quisiera confesarse un hombre que mató a su madre.

Al poco tiempo, Eugenio pidió otro trago. Y una hora más tarde, echado sobre el sucio jergón de la capilla, se durmió profundamente. No obstante, al cabo de un par de horas se levantó como si tuviera un pendiente. Entonces, pidió que lo dejaran rasurarse y cambiarse de ropa, en una especie de idea de que al patíbulo hay que presentarse con dignidad y elegancia, como la reina de Francia, María Antonieta, que tuvo su coquetería postrera en la negra noche que perdió la cabeza.

De tal modo, a Eugenio se le permitió acicalarse y, con los atuendos que le dio el diputado, incluidos unos huaraches dignos de sepultura, estuvo listo para encarar la muerte.

Sonaron lúgubremente las tres horas, anunciando al prisionero su inminente fin.

-¡Otro trago, señor alcalde! ¡Quiero otro trago de aguardiente! –vociferó Eugenio.

-No, todavía no es tiempo. Hay que esperar otro rato. No te impacientes –respondió el funcionario.

-¡Caray, ni porque lo van a matar a uno!

Luego conversó con algunos periodistas, pero se limitó a repetir lo que le dijo al reportero de LA PRENSA.

-¡Te arrepientes de lo que hiciste? –preguntó un novato.

-¡Pa’ qué te cuento! –contestó con énfasis-. De una vez que me lleven al paredón y ya estuvo bueno…

Las preguntas se precipitaron como aguacero sobre Eugenio, quien para guarecerse tomó una manta, se la echó sobre los hombros y guardó el más sepulcral de los silencios, tras lo cual estallaron los flashes de las cámaras que querían atrapar un poco de esa historia que parecía inconcebible, pero que estaba por acontecer frente a ello: el hombre frente a su destino.

-¡Ora sí, ya estuvo bueno, señor diputado! ¡Deme otro traguito! ¿No ve que ya se acerca la hora?

Sus deseos fueron cumplidos. Un buen baso de té con coñac fue apurado con avidez por el muerto en vida.

Alrededor a las 5:45 horas comenzó a escucharse la marcha acompasada de los soldados, dirigidos por el teniente coronel Lorenzo Vázquez Castro, quien hizo entrega del pelotón de ejecución al capitán segundo Enrique Aguilar Morales.

Los reporteros echaron una última mirada sobre la silueta de Eugenio, ya no era un hombre sino lo que iba quedando de él, fragmentos, espejismos, sombra, polvo, nada.

Su mano derecha sostenía el vaso en el que apuró la última antes de irse; su pulso parecía firme, pero a su rostro lo había abandonado ya el color y parecía espectral.

-¡Estoy listo! –exclamó el cautivo.

A las 5:50 horas se inició la marcha hacia el panteón municipal, sitio señalado de antemano como lugar donde la cita mortal tendría su culminación.

Afuera de la cárcel, en los prados de la plaza principal y sobre la carretera México-Laredo, principal arteria de Zimapán, hombres, mujeres y niños se arremolinaban con incontenible y morbosa curiosidad, esperando a quien se iba a ajusticiar.

Cabe mencionar que de aquellas personas tan afectas a la piedad y al perdón, no escapaba una sola frase de conmiseración. Diez minutos tardó el recorrido. A las puertas del panteón otra multitud rodeaba la costalera que servía de improvisado paredón.

En mitad del panteón, aparecía abierta la fosa que recibiría los restos de “uno de los más grandes criminales de México”, decían y repetían.

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El pelotón se formó a tres metros, aproximadamente, del paredón. El sargento Quintanar condujo al cautivo al lugar que le correspondía. El capitán Enrique Aguilar trató de tapar los ojos del sentenciado a muerte, pero Eugenio se negó y dijo que “era hombre”. Todavía se quitó la cobija Eugenio, entregándola al señor Badillo para que, a su vez, la cediera a los familiares del muchacho.

-¡Atención!

Los fusiles apuntaron directamente al corazón del desventurado, quien sacó de un bolsillo del pantalón la mano derecha y la acomodó a lo largo de la pierna.

-¡Fuego!

Eugenio dobló el cuerpo sobre las rodillas. El sombrero cayó hacia atrás, quedando entre los costales del paredón y las piernas del ajusticiado.

Ligeras convulsiones revelaron que Eugenio no había muerto. Los doctores Gastón Barranco y Gilberto Quiroz Bravo pidieron al capitán Aguilar el “tiro de gracia”. Un balazo calibre .45, a la cabeza terminó con los sufrimientos de quien hasta el final dijo que había victimado a su madre por equivocación y torpeza.

A las 6:10 horas todo había terminado, menos la idea de que la pena de muerte “es ejemplar”.

El presidente municipal Otilio Villegas regaló el ataúd donde tuvo que ser introducido Eugenio sin huaraches, porque la caja no era a la medida.

Obviamente nunca se supo si el exdiputado Badillo envió a la escuela a aquel niño que la justicia dejó sin progenitor, en un afán de venganza social que quizá nunca se justificó.

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Las manecillas del reloj marcaban las 6:10 horas del jueves 10 de agosto de 1944, cuando una descarga de un pelotón de ejecución epilogó a “uno de los crímenes más horrorosos que puedan relatarse…” Se trató de Eugenio Franco, quien durante una riña asesinó a su madre tras sostener una discusión “por intereses” y dispararle siete tiros, de los cuales acertó sólo uno.

Durante dos años, los defensores del criminal estuvieron al pie del cañón, haciendo lo posible por evitar que la pena de ejecución que a su defendido se le había impuesto. Pero todos sus esfuerzos fueron en vano ante la inexorable resolución que habían tomado los hombres de la justicia debido al monstruoso delito que calificaron.

Únicamente lo acompañaron en la desdicha una mujer sencilla y menudita que con simple resignación permaneció a su lado sin importar la culpa y el castigo, junto a la puerta de la cárcel como testimonio de que nadie está solo en el mundo, pese a sus pecados cometidos. Eran ella y un pequeño quienes en el fondo pagarían indirectamente las consecuencias de un crimen que en un momento de ceguera cometió el esposo y padre.

Eugenió mató a su madre por 200 pesos

De acuerdo con la versión recogida el día de los hechos, Eugenio le exigió a su madre que le diera doscientos pesos, pero como se los negó, comenzaron una acalorada discusión, que terminó cuando Eugenio sacó un arma y le disparó.

De acuerdo con el declarante, el asesino accionó el arma hasta en siete ocasiones, pero solo acertó un tiro, que se alojó en los intestinos de su madre, quien logró sobrevivir dos horas, tiempo en el cual narró lo ocurrido.

No obstante, esa declaración no fue hecha por un testigo directo, presencial, sino que vino de oídas, aunque a las autoridades les pareció que así habían ocurrido los hechos y no había por qué investigar más.

De acuerdo con la información que circuló por aquel entonces, cuya validez puso en duda el reportero de LA PRENSA, pues existieron demasiados elementos que o no se quisieron investigar u omitieron los investigadores. Fue como si, simplemente, hubieran dicho aquí está el asesino, no hay que investigar más.

Pero dijeron que huyó de la escena del crimen, fue capturado por un vecino y luego entregado a las autoridades. Ya en manos de la justicia, Eugenio declaró desde el primer momento que todo había sido resultado de un trágico accidente, puesto que en realidad las balas iban dirigidas a su cuñado, quien se escondió tras su suegra. Lucio dijo que él solo intentó defenderse de su agresor.

Y como prueba de su declaración se podía apreciar, en el hombro de su cuñado, una herida superficial; además de que si hubiera querido atentar contra su madre no hubiera errado seis tiros.

Fue criticable la intolerancia de la Suprema Corte de Justicia de la Nación, que negó el indulto en este caso solicitado en aras de la misericordia.

Sería interesante saber cuán manchadas de sangre tuvieron las manos muchos de quienes pasaron por la institución y “negaron el perdón” en un triste, lamentable, ruin afán de notoriedad, cuando lo que estaba en juego no era un montón de canicas de barro sino vidas humanas tan valiosas como todas.

Ojalá los estudiosos del tema hurgaran en los archivos en busca de las firmas “denegantes”, de los nombres de quienes usurparon el poder de Dios para quitar tantas existencias.

El indígena que dejó sin esposo a joven nativa y sin padre a un niño, para quien pidió “escuela y protección”, nunca comprendió realmente por qué fue sentenciado a muerte, a pesar de que repetía que “todo había sido un accidente”.

Escucha aquí el podcast ⬇️

Sin piedad para Eugenio

La Suprema Corte de Justicia de la Nación lo entregó a las fuerzas del Ejército, sin importarle que el modesto hidalguense dejara en la orfandad paterna a un niño de tres años. Un exdiputado hizo hasta lo “imposible” porque no mataran al muchacho, pero pudieron más las fuerzas del odio y el fanatismo.

Obviamente “uno de los más grandes crímenes de México”, como se le calificó por diaristas que nunca acertaron a entrevistarlo con amplitud, fue humillado y desmentido por sus paisanos, azuzados principalmente por quien realmente tuvo lugar en la tragedia en Zimapán: su propio cuñado.

Con él fue el pleito durante el cual murió la señora, incluso resultó herido en su hombro, pero, tal vez, temeroso de morir “juró” que la víctima de la Suprema Corte de Justicia de la Nación había disparado intencionalmente contra la autora de sus días.

Nunca pudo establecer por qué, si era cierto que el hidalguense había disparado “hasta en siete ocasiones contra su madre”, la señora sólo tenía una herida en el abdomen.

Tampoco el Ministerio Público se molestó en establecerlo y, lejos de calificar el caso como “homicidio en riña” -truco legal válido aun para tácticas de la defensa-, hundió al “matricida” solicitando inmediatamente la pena de muerte, “con fundamento en el artículo 317 del Código de Defensa Social, vigente en 1944 en el Estado de Hidalgo, por el delito de parricidio”.

Eugenio Franco Reséndiz se cansó de repetir que había disparado contra su cuñado, pero, incluso los periodistas policiacos, enviados especialmente para cubrir el drama, lo mencionaron como culpable de haber matado intencionalmente a su progenitora…

Mencionó a Lucio Cruz como su cuñado y rival, incluso dijo dónde le había dado un balazo (dato confirmado por las autoridades), pero nada le valió ante un pueblo “deseoso de imponer respeto a las leyes”.

Lucio acompañaba aquel día -18 de julio de 1941- a la señora Cecilia Reséndiz. Los cuñados comenzaron a pelear por viejas rencillas y Eugenio pretendió matar a Lucio, pero el disparo le perforó un hombro; entonces se interpuso la señora y su hijo procuraba asestarle otro tiro al rival, pero no acertó, en cambio hirió mortalmente, “sin querer”, a su progenitora en el vientre.

El chacal en capilla

Días previos a su ejecución, el reo hizo su último acto de contrición con el párroco Carlos Quintín Portilla, quien le prestó los últimos auxilios espirituales. Y también, el reportero de LA PRENSA pudo intercambiar algunas palabras con el sentenciado.

Comentó el enviado que el reo parecía tranquilo, “aunque con señales de atolondramiento, que ponen en evidencia la lucha interior que forzosamente sostenían en aquellos momentos”.

Y aunque no hubo tiempo para una larga conversación, Lucio dijo que no supo lo que hizo al dar muerte a su madre, asegurando que la reyerta fue con su cuñado.

Tal vez en otra época y en otro lugar, las autoridades habrían dudado de la declaración de Lucio Cruz, pero en Zimapán, Hidalgo, sólo unas cuantas personas creyeron la versión de Eugenio y las demás lo condenaron al paredón.

Con un paquete de consignación listo para sentenciarlo a muerte, Eugenio pasó tres años entre rejas, mientras el diputado Leopoldo Badillo, quien era considerado algo así como “apóstol de los indígenas otomíes”, comenzó a luchar por que no se cometiera la monstruosa injusticia.

Empezó a decirse que el matricida tenía “negros instintos “y un gran “acervo de maldad y rudeza atesorado en sus entrañas”.

La tragedia

Se anunció el 10 de agosto de 1944 que la descarga de un pelotón de fusilamiento pondría epílogo “a uno de los crímenes más horrorosos que pudieran relatarse”.

Eugenio Franco Reséndiz nació en Kahja, municipio de Zimapán, Hidalgo; tenía 20 años de edad cuando ocurrió la riña violenta con su cuñado Lucio. El joven Eugenio tenía esposa (María Chávez) e hijo (Alfredo).

En la investigación del caso en aquella época hubo pifias. Las autoridades decían que la misma señora “había sobrevivido dos horas y que dijo claramente que su hijo disparaba en dirección a ella”. Era obvio. El muchacho quería herir nueva y ahora mortalmente a Lucio, a quien pretendía proteger con su cuerpo la señora, por ello disparaba “en dirección a ella”.

El 7 de febrero de 1942, Eugenio Franco Reséndiz fue condenado a la última pena. Su abogado defensor interpuso recurso de apelación contra la sentencia, ante el Tribunal Superior de Justicia del Estado, el cual, para no variar (se estaba en plena Segunda Guerra Mundial, ¿qué importaba un muertito más?) el 27 de agosto de 1942 confirmó la terrible decisión. Se recurrió a la vía del amparo ante la Suprema Corte de Justicia de la Nación, que le negó misericordia el 10 de diciembre de 1943.

Si la Suprema Corte había negado el perdón ¿por qué habría de hacerlo el gobernador del Estado de Hidalgo, José Lugo Guerrero? De manera que negó a fines de julio de 1944, el indulto que le fue solicitado de buena fe.

El enviado especial a Zimapán escribió que inusitado movimiento estremeció a la tranquila población, ante el anuncio de la ejecución “ejemplar” de Eugenio Franco.

Muchas personas se agolpaban ante el edificio de la cárcel municipal, donde Eugenio Franco pasaba sus últimos momentos, custodiado día y noche por militares.

Ante la puerta de la cárcel, “un espectáculo desgarrador ponía la nota trágica en esta jornada cargada de dramatismo”, pues la mujer del condenado, María Chávez, indígena menuda, permanecía sentada en la escalinata del palacio municipal, en una actitud de hierático silencio, como ajena al sordo rumor de compasión que se elevaba a su alrededor. A sus pies, un niño, indiferente, en su inconsciencia infantil, al drama que se desarrollaba, jugaba ajeno al trágico fin que aguardaba a su padre.

Numerosas damas de la localidad se acercaban a la esposa del condenado, alentándola con cristianas palabras de consuelo, sin que ninguna de ellas lograra sacarla de aquel mutismo que tenía algo de dolorosa resignación ante la tragedia inevitable.

El fusilamiento

Atenazado por la duda de la muerte, de su próximo fin, Eugenio pensaba en innumerables cosas, desde su esposa e hijo, hasta el instante en donde se condenó al haber disparado y acertado a su madre. Sentía miedo, el frío del cuerpo al que abandona el alma. Quería llegar pronto al fin y al mismo tiempo se rehusaba a creer que estaba por morir. Así, frente al pelotón de fusilamiento.

Temprano en la mañana la víspera de la ejecución, durante las horas purpúreas aún, se le vio abandonar la negrura de su celda a Eugenio, caminar hacia el patio interior de la prisión y luego andar de un lado para el otro como en un péndulo infinito a la espera de la mano que lo detendría.

Alguien lo observó desde la azotea del edificio:

-¿Qué te pasa, Eugenio, por qué andas tan nervioso?

-¡Baaaahhhh…! –respondió-. ¿Le parece poco esto? ¿Por qué no acaban conmigo de una vez?

-¡Calma, hombre, calma! –le dijo el otro, el de arriba-. ¿No te sientes arrepentido de lo que hiciste?

-¡Otra vez con eso! –respondió despectivo y molesto-. ¡A poco quieren que me ponga a llorar?

Sin añadir más, regresó a su celda, en la oscura soledad, evadiendo más preguntas absurdas para un hombre que sabe que está por morir.

Al principio, el reo no tenía prisa. Luego ocurrió una transformación desconcertante: “ahora lo quería todo de inmediato, rápido. Sufría tremendamente, según los testigos, y tal vez los remordimientos empezaron a hacer en su interior esa obra destructora que acaba con la serenidad de los hombres”.

Según los acusadores, había matado a su madre “por intereses”, o sea que “la señora le había negado dinero” y su hijo había montado en ira. De nada sirvió que explicara que “la bronca fue con su cuñado Lucio”.

Cuando ya en el recinto carcelario se inició el ajetreo diario, el alcalde y los funcionarios designados para intervenir en la ejecución, procedieron con las formalidades legales al encapillamiento del reo.

El último albergue fue instalado en una pieza destartalada como las de todas las cárceles pueblerinas. Ni una silla, ni un mísero banco, nada absolutamente que denunciara consideración o piedad. Desde el atardecer del miércoles quedó recluido allí el reo de muerte. Fuerzas federales se hicieron cargo de Eugenio, quien desde esa hora quedó aislado para el mundo de los vivos y solo a periodistas y reporteros gráficos se les permitió atestiguar los últimos momentos de un condenado.

En una breve entrevista con uno de los últimos hombres que pudo verlo, un exdiputado y “algo así como el apóstol de los indígenas otomíes”, le pidió que velaran por sus deudos.

-¡Ay, se los encomiendo, señor diputado, a mi mujer y a mi hijo! No los desampare, no deje que mueran de hambre. Al chiquillo mándelo a la escuela en cuanto esté grande.

Luego suplicó una dosis de aguardiente para los nervios que tenía destrozados. Y quizá como único gesto de misericordia, con la venia de los custodios, le permitieron al político darle un trago de coñac que Eugenio apuró de un trago y pareció reanimarse.

Con los huaraches puestos

Al anochecer, se presentó el cura párroco de Zimapán. Como todas las entrevistas previas, con el religioso también fue breve, incluso más que con los otros visitantes. El sacerdote salió contrariado debido a lo que escuchó del condenado a morir. Los reporteros aprovecharon para hacerle unas preguntas. El redactor de LA PRENSA se adelantó en las interrogaciones:

-¿Se confesó el reo, señor cura?

Pero el sacerdote no quiso responder y cuando se creyó perdido recibir una respuesta, se escuchó decir:

-Es una honra para la Santa Iglesia que no quisiera confesarse un hombre que mató a su madre.

Al poco tiempo, Eugenio pidió otro trago. Y una hora más tarde, echado sobre el sucio jergón de la capilla, se durmió profundamente. No obstante, al cabo de un par de horas se levantó como si tuviera un pendiente. Entonces, pidió que lo dejaran rasurarse y cambiarse de ropa, en una especie de idea de que al patíbulo hay que presentarse con dignidad y elegancia, como la reina de Francia, María Antonieta, que tuvo su coquetería postrera en la negra noche que perdió la cabeza.

De tal modo, a Eugenio se le permitió acicalarse y, con los atuendos que le dio el diputado, incluidos unos huaraches dignos de sepultura, estuvo listo para encarar la muerte.

Sonaron lúgubremente las tres horas, anunciando al prisionero su inminente fin.

-¡Otro trago, señor alcalde! ¡Quiero otro trago de aguardiente! –vociferó Eugenio.

-No, todavía no es tiempo. Hay que esperar otro rato. No te impacientes –respondió el funcionario.

-¡Caray, ni porque lo van a matar a uno!

Luego conversó con algunos periodistas, pero se limitó a repetir lo que le dijo al reportero de LA PRENSA.

-¡Te arrepientes de lo que hiciste? –preguntó un novato.

-¡Pa’ qué te cuento! –contestó con énfasis-. De una vez que me lleven al paredón y ya estuvo bueno…

Las preguntas se precipitaron como aguacero sobre Eugenio, quien para guarecerse tomó una manta, se la echó sobre los hombros y guardó el más sepulcral de los silencios, tras lo cual estallaron los flashes de las cámaras que querían atrapar un poco de esa historia que parecía inconcebible, pero que estaba por acontecer frente a ello: el hombre frente a su destino.

-¡Ora sí, ya estuvo bueno, señor diputado! ¡Deme otro traguito! ¿No ve que ya se acerca la hora?

Sus deseos fueron cumplidos. Un buen baso de té con coñac fue apurado con avidez por el muerto en vida.

Alrededor a las 5:45 horas comenzó a escucharse la marcha acompasada de los soldados, dirigidos por el teniente coronel Lorenzo Vázquez Castro, quien hizo entrega del pelotón de ejecución al capitán segundo Enrique Aguilar Morales.

Los reporteros echaron una última mirada sobre la silueta de Eugenio, ya no era un hombre sino lo que iba quedando de él, fragmentos, espejismos, sombra, polvo, nada.

Su mano derecha sostenía el vaso en el que apuró la última antes de irse; su pulso parecía firme, pero a su rostro lo había abandonado ya el color y parecía espectral.

-¡Estoy listo! –exclamó el cautivo.

A las 5:50 horas se inició la marcha hacia el panteón municipal, sitio señalado de antemano como lugar donde la cita mortal tendría su culminación.

Afuera de la cárcel, en los prados de la plaza principal y sobre la carretera México-Laredo, principal arteria de Zimapán, hombres, mujeres y niños se arremolinaban con incontenible y morbosa curiosidad, esperando a quien se iba a ajusticiar.

Cabe mencionar que de aquellas personas tan afectas a la piedad y al perdón, no escapaba una sola frase de conmiseración. Diez minutos tardó el recorrido. A las puertas del panteón otra multitud rodeaba la costalera que servía de improvisado paredón.

En mitad del panteón, aparecía abierta la fosa que recibiría los restos de “uno de los más grandes criminales de México”, decían y repetían.

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El pelotón se formó a tres metros, aproximadamente, del paredón. El sargento Quintanar condujo al cautivo al lugar que le correspondía. El capitán Enrique Aguilar trató de tapar los ojos del sentenciado a muerte, pero Eugenio se negó y dijo que “era hombre”. Todavía se quitó la cobija Eugenio, entregándola al señor Badillo para que, a su vez, la cediera a los familiares del muchacho.

-¡Atención!

Los fusiles apuntaron directamente al corazón del desventurado, quien sacó de un bolsillo del pantalón la mano derecha y la acomodó a lo largo de la pierna.

-¡Fuego!

Eugenio dobló el cuerpo sobre las rodillas. El sombrero cayó hacia atrás, quedando entre los costales del paredón y las piernas del ajusticiado.

Ligeras convulsiones revelaron que Eugenio no había muerto. Los doctores Gastón Barranco y Gilberto Quiroz Bravo pidieron al capitán Aguilar el “tiro de gracia”. Un balazo calibre .45, a la cabeza terminó con los sufrimientos de quien hasta el final dijo que había victimado a su madre por equivocación y torpeza.

A las 6:10 horas todo había terminado, menos la idea de que la pena de muerte “es ejemplar”.

El presidente municipal Otilio Villegas regaló el ataúd donde tuvo que ser introducido Eugenio sin huaraches, porque la caja no era a la medida.

Obviamente nunca se supo si el exdiputado Badillo envió a la escuela a aquel niño que la justicia dejó sin progenitor, en un afán de venganza social que quizá nunca se justificó.

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