/ viernes 9 de febrero de 2024

El calvario de Joaquina Arvizu: creyendo que era amor, un juez la despojó de su libertad

La mujer pasó siete meses en el Palacio Negro de Lecumberri por un delito que no cometió

Joaquina Arvizu Quiroz, una mujer de 37 años que en su rostro llevaba las huellas del sufrimiento, la abnegación y la lucha, se encontraba internada en la Penitenciaría del Distrito Federal, en compañía de sus tres hijos, a donde fue enviada en mayo de 1950 por su amasio, el “respetable” juez calificador de uno de los turnos de la Delegación Azcapotzalco, José Pérez Casas, padre del niño Gonzalo Pérez Arvizu, entonces de cuatro meses de edad.

Lo anterior se publicó el lunes 15 del mismo mes y año. La desdicha la persiguió, puesto que la mujer fue calumniada y acusada del delito de robo en la misma agencia investigadora y luego remitida junto con sus hijos al Palacio Negro de Lecumberri; en tanto que el infame funcionario disfrutaba de una tienda, propiedad de Joaquina, que el juez le había usurpado, amén de pequeños animales y quinientos pesos en efectivo que le quitó el funcionario.

Esta dolorosa historia, que informó oportunamente LA PRENSA, puso al descubierto “lo que esconden de corrompido algunas personas que tienen el deber de ser rectas”.

Habían pasado ya cuatro meses desde el incidente y, para cuando se supo del drama, Joaquina se encontraba en la Ampliación para Mujeres de la prisión, a disposición del juez XVIII de la Sexta Corte Penal, Eduardo McGregor que, por falta de un defensor, veía consumirse su vida sin esperanza de defensa, abandonada por el juez José Pérez Casas.

El 15 de mayo nuestro reportero narró lo siguiente:

Ayer entrevistamos a Joaquina Arvizu Quiroz. Nos partió el alma verla tras la reja, cargando a su hijito y teniendo a ambos lados a sus otros pequeños. Se trata de un caso de injusticia que empieza, paradójicamente, por el ‘respetable’ señor juez calificador de la Delegación Azcapotzalco.

¿Qué sucedió con Joaquina Arvizu?

Joaquina vivía feliz hacía poco tiempo en la Calzada de Culhuacán. Atendía con sus hijos Guadalupe y Yolanda Chavero, de 11 y cuatro años de edad, respectivamente, una tiendita, que era producto de sus esfuerzos y de una corta herencia de su marido ya fallecido.

Hasta ese lugar llegó un día el juez José Pérez Casas, quien tras de una exploración empezó a cortejarla, logrando que ella le correspondiera.

Después la llevó a su casa de Industria 74, Azcapotzalco, donde volvió a instalar la tienda Las Tres Huastecas, siempre a nombre de ella. Lo cual no le pareció al impartidor de la justicia, por lo cual trató, por todos los medios, que esa propiedad pasara a su poder, al igual que unos terrenos que ella tenía en su pueblo.

Pero la señora dijo que no y a fines de febrero dio a luz a Gonzalo Pérez Arvizu, quien fue desconocido por su padre, el juez, quien para entonces ya se había apoderado de la tienda mientras su mujer estaba en la maternidad.

A los diez días, regresó a Industria 74, en donde se encontró en la tienda a Pérez Casas, quien la desconoció y le dijo que buscara dónde irse junto con su prole y sentenció con el desconocimiento de su vástago.

La despojan de su tiendita

La señora se indignó, pues no sólo era dueña del negocio, sino de varios cerdos, gallinas y de quinientos pesos en efectivo que guardaba en una alcancía de madera, pero Pérez Casas no le dio nada y la lanzó a la calle y ella se fue a refugiar a la casa de una amiga en donde trató de serenarse, aunque al cabo de poco tiempo, acudió a la Procuraduría para presentar su queja.

La Procuraduría recibió Joaquina y envió citatorio oficial a Pérez Casas, pero el funcionario, anticipándose, pidió a un policía preventivo que llevara a la delegación a Joaquina, en donde levantó un acta contra ella, según porque le había robado dos mil pesos.

De tal suerte que dos policías la jalonearon e hicieron que pusiera sus huellas digitales sobre el acta y, con esta en contra, Joaquina fue enviada a Lecumberri.

Hubo una diligencia, en la cual otro juez le preguntó a Joaquina por qué le había dejado la tienda a Pérez Casas. Ella no supo defenderse y él contestó que hace años “había sido su sirvienta, pero que todo era suyo”.

Un clamor unánime se levantó en la cárcel al darse a conocer la tragedia de Joaquina. En la Ampliación de Mujeres se quejaron contra los defensores de oficio, quienes no atendían a las cautivas pobres.

Ellas dijeron que no tenían dinero para pagar defensores particulares y por ello los expedientes estaban “durmiendo el sueño de los justos”.

Agregaron que algunas tenían más de dos años en prisión sin ser sentenciadas en el Palacio Negro de Lecumberri (cárcel denominada así porque en tiempos lejanos los terrenos donde se ubicaba pertenecieron al español Manuel Lecumberri, quien los vendió al gobierno del presidente Porfirio Díaz).

Por ejemplo, Natividad Alcántara ingresó a la Penitenciaría el 4 de octubre de 1947, por aparecer como protagonista directa en el homicidio de su marido, Rodolfo Araiza, que fue victimado a balazos por Simón Servín, quien estaba detenido también. A pesar del tiempo transcurrido, el juez que instruía el proceso correspondiente, no había dictado la sentencia... Muchas mujeres habían pagado tiempo de más a la sociedad, y vivían con sus hijos pequeños en la Ampliación de Mujeres.

Le robó la vida, sus pertenencias y también su libertad

El juez decimoctavo de la sexta corte penal, Eduardo McGregor, prometió hacer justicia en el caso de Joaquina, quien había sido enviada vilmente junto con sus hijos a la Penitenciaría, por su amasio -quien lo negó- y también supuesto impartidor de justicia José Pérez Casas.

Martín del Campo junto con el Indio Velázquez, reportero y fotógrafo de LA PRENSA, al entrevistar al juez McGregor, les dijo que había estado practicando diligencias en el proceso de Joaquina, pero que más adelante llegaría al fondo del caso, por lo que si encontraba que se hubiera cometido una injusticia, haría “límpida” justicia y sin dudarlo beneficiaría a la señora Joaquina.

Ella dijo ser originaria de Guanajuato, al igual que el juez Pérez Casas. A fines de febrero de 1949, fue cuando ella vivía cerca de la Calzada de la Taxqueña (sic) y Pérez Casas comenzó a cortejarla, pues también tenía una tienda en ese lugar.

Después de algún tiempo de verse y pasear, él acordó que quitaran sus negocios y se mudaran a vivir en Industria 74, Azcapotzalco. Obviamente, ahí volvieron a instalar la tienda Las Tres Huastecas, con dinero y mercancía de ella, mientras que Pérez Casas aportó algunos anaqueles de madera.

Durante 10 meses atendió el negocio. Diario lo abría a las siete de la mañana y lo cerraba a horas avanzadas. Los trasnochadores tomaban cerveza y alcohol en la tienda.

Precisamente, el 3 de mayo de aquel año, atendía como siempre sola el mostrador, pero en determinado momento, como estaba cerca la hora en la que sería madre y sintió pronto el parto, violentamente abordó un taxi y se marchó a un sanatorio en la calle Claudio Bernard, en la colonia de los Doctores, donde la visitó una sola vez el juez, quien acarició con ternura a su hijo Gonzalo.

Después de cinco días de convalecencia en el sanatorio, fue dada de alta, por lo cual regresó con su pequeño a Industria 74, pero se encontró con la novedad de que ya no era bien recibida y que debía cambiar de domicilio. Tuvo que recoger a sus otros hijos en Tlalnepantla, Estado de México, a donde los había enviado el juez.

Su relato estaba impregnado de un sufrimiento palpable que incluso los emisarios del periódico que dice lo que otros callan sentían una honda compasión por la tragedia de la mujer y al mismo tiempo aversión contra el impartidor de la justicia, quien impunemente había engañado a Joaquina, le había robado su vida, sus pertenencias y la libertad.

La acusaron de robar 2 mil pesos

Veintitrés días después de obsequiarle un hijo al juez... la señora fue detenida y enviada a Lecumberri, bajo el cargo de robo por dos mil pesos. Mientras tanto, una hermana de Pérez Casas atendía Las Tres Huastecas.

El juez McGregor afirmó contundente que la injusticia cometida contra Joaquina, al ser recluida injustamente en la Penitenciaría luego de que su amasio, un juez de la delegación Azcapotzalco, la acusó de haberle robado dos mil pesos, sería completamente reparada.

De inmediato giró las órdenes para que fueran citados los testigos de cargo y descargo, así como el propio acusador a fin de llevar a cabo los careos y con base en estos se viera la realidad de la acusación o lo ficticio de la misma.

El reportero del diario de las mayorías, que tuvo ante las manos y la vista el expediente relativo a la acusación, pudo constatar que efectivamente Joaquina había plasmado sus huellas dactilares en las constancias que “sabrosamente elaboraron las autoridades de la 13ª. Delegación del Ministerio Público.

No obstante, como el caso había ganado la simpatía de los lectores, del pueblo, el reportero estaba seguro de que la verdad se abriría paso para que todo mundo pudiera constatar que al final el bien prevalecía sobre el mal.

Aunque la audiencia se proyectaba para el 18 de mayo, los representantes de la voz del pueblo encarnados en LA PRENSA, prometieron estar presentes para reseñar después el resultado.

Martín del Campo también estaba seguro de que la justicia se proyectaría de forma clara y precisa con la finalidad única de que Joaquina recuperara su libertad junto con sus hijos, encerrados inexplicablemente también en el penal.

Sólo quedaba una gran duda. Todo mundo estaba luchando porque la víctima recuperara su libertad, pero nada se hablaba sobre sus pertenencias, su tienda, su mercancía, su dinero y su dignidad.

Los flamantes testigos temblaron, Pérez Casas los aleccionó mal

El viernes 19 de mayo de 1950, Joaquina tuvo un careo con testigos comprados por el juez Pérez Casas: Marcelino Roa Romero y Lorenza Alvarez Mendoza. El diarista Rafael Pérez Martín del Campo informó que una mujer valiente y sincera se enfrentó a los individuos que apoyaban al juez calificador. Marcelino era vigilante de la Decimocuarta Delegación (Azcapotzalco), Lorenzo era alcaide del mismo sitio. Ambos a las órdenes directas de “don José”.

Un abogado de Pérez Casas estaba cabizbajo, porque inmediatamente se percató que algo andaba mal. Aparte de que se anunció aquel día que la esposa de Pérez iba a denunciarlo por tramposo.

Los testigos comenzaron a temblar por sus mentiras. Marcelino dijo que la señora “había confesado el robo y que pidió perdón al juez”. Ella se enfureció por el embuste y protestó airadamente; lo único que había hecho era reprochar al funcionario por haberla mandado a prisión injustamente, pero que él había contestado que “nada le importaba su suerte y la de los niños, incluido Gonzalo”.

La señora Joaquina criticó a los testigos comprados “más que nada porque atacaban a una mujer indefensa”. En el expediente había un papel de estraza, en el que aparecía un mensaje relacionado con el envío de 1,007 pesos a Reinalda, hermana de Joaquina. Pero todo mundo se dio cuenta que la cifra había sido burdamente alterada, pues la cantidad real había sido de 7 pesos.

En aquellos tiempos se ignoraba cómo el truhan pudo conseguir el cargo de juez calificador. Y se entregó en Lecumberri, como prueba contra el burócrata maleante, una carta que envió a Reinalda, comunicándole a su “cuñada” que ya tenía un nuevo sobrinito a quién mandar y que procurara visitar el Distrito Federal, para que “la familia” paseara por los diferentes sitios turísticos...

Inesperadamente, la señora Josefina Salazar Montes, portera de un edificio dijo haber procreado cuatro hijos con el inhumano funcionario, a quien la acusó de robo y la internó en Lecumberri, igual que le sucedió a Joaquina.

En un cuarto de pequeñas dimensiones en la azotea de un edificio de la calle Emparan, en las inmediaciones del Monumento a la Revolución, se encontraba Josefina, mujer abandonada con cuatro hijos de Pérez Casas, “siendo lo más grave que el juez fue el causante de la muerte de la señora María Luz Montes viuda de Salazar, y de otro hijo del juez con Josefina, llamado Hugo”.

La señora Salazar estaba casada por la iglesia con el juez calificador, quien le dio una vida de infierno. Era desobligado y mujeriego, así que un día se alejó para siempre, sin acordarse de sus cuatro hijos: Jesús, Héctor, Javier y Eva, quien por ser la menor se fue a vivir con su padre, posteriormente. La quejosa estaba en malas condiciones económicas, pero la ayudaban sus hijos, quienes comenzaron a trabajar desde pequeños.

Ella sentía gran amargura al recordar al juez. No tenía ningún retrato del acusado ni deseaba tenerlo, porque la había maltratado mucho. Josefina, cuando tenía 14 años de edad, vivía con sus padres en Guanajuato. La enamoró José y se casaron, pero más tarde comenzaron los problemas: “Hugo murió por no poder atenderlo por las golpizas que José le propinaba”. Eva quedó al cuidado de su abuelita, María Luz Montes viuda de Salazar. Un día, José fue por su hija y la trajo a fuerzas al Distrito Federal, lo que provocó que la señora María muriera de un ataque cardiaco.

De alguna manera Pérez Casas consiguió empleo en el gobierno y logró encarcelar tres días a Josefina en la prisión de Coyoacán. En marzo de 1950, Pérez la localizó y le dijo que “ya se iba a portar bien y que volviera a Industria 74…” donde ya no recibió a Joaquina el truhan.

El delincuente con cargo no se presentó a los careos con Joaquina, pretextando que estaba “enfermo” -envió una receta médica pero las autoridades le advirtieron que debía ir al juzgado penal o lo presentaría la Policía Judicial...

El miércoles 24 de mayo de 1950 el inmoral juez José Pérez Casas se disfrazó de obrero y ocultó parte del rostro con gafas oscuras, además de utilizar un sombrero tejano, para acudir al juzgado penal donde se llevaría a cabo un careo con Joaquina Arvizu, mujer a la que despojó de sus bienes y logró que la encerraran junto con sus hijos.

El individuo declaró que tenía su conciencia tranquila, que era honorable y nada debía. A la señora Joaquina “le di empleo en casa” y a Josefina “no deben creerle ni lo mínimo”. Por cierto, la señora fue entrevistada por LA PRENSA en el jardín ubicado frente a la Penitenciaría, dijo que José le quitó a Eva “a la mala”.

El juez calificador de Azcapotzalco, José Pérez Casas, quedó confundido el martes 30 de mayo de 1950, al ser careado con dos testigos de descargo, quienes le sostuvieron valientemente, sin miedo a represalias, que su conducta no era aceptable, ya que falsamente acusó a su amiga Joaquina de que le había robado dineros que nunca existieron.


Logró la libertad, después de siete meses en prisión

Por otra parte, se pusieron de manifiesto las contradicciones en que incurrió el juez, ya que había admitido que tuvo relaciones con Joaquina y luego dijo que “si acaso, fue en julio de 1949 y por lo mismo desconocía a Gonzalo como su hijo”. Esa vez se puso traje y corbata el embustero y lo acompañaba su hija Eva...

Cirila García Velázquez dijo conocer a Joaquina como una mujer trabajadora y honesta, y afirmó que José “trató de llevarse al niño y eso que afirma que no es de él”.

Para ese día ya tenía defensor gratuito la señora Arvizu, licenciado Carlos Cruz Lemus. Por su parte, Jesús García Lorenzo, un testigo a quien el juez mandó a la cárcel porque había declarado en contra suya, dijo que Joaquina nunca fue sirvienta de José, pero sí tuvo relaciones con el funcionario. El juez adujo que Joaquina Arvizu había tenido otros amigos y por ello él no reconocía al niño Gonzalo.

El martes 5 de septiembre de 1950, Rafael Pérez Martín del Campo informó que “la justicia resplandeció al ser puesta en libertad, por falta de méritos, después de siete meses de encarcelamiento, la señora Joaquina Arvizu Quiroz, quien fue acusada dolosamente por su amigo, el juez calificador de Azcapotzalco, José Pérez Casas”.

Juntamente con Joaquina recuperó su libertad el hijito de ambos, José Gonzalo, de ocho meses de vida, quien, “sin deberla”, tuvo que pasarla en el penal de Lecumberri, donde la autora de sus días pagaba culpa que no debía, víctima del citado juez, quien en esa forma trataba de librarse de ella y alejarla de una tiendita que los dos establecieron en el barrio de Azcapotzalco.

LA PRENSA protestó por la injusticia y dio la voz de alarma, desnudando la triste personalidad del acusador. Tan fue comprendido “el drama de la pobre mujer, que los magistrados de la octava sala del Tribunal Superior de Justicia, en un acto de humanidad y justicia, revocaron el auto de formal prisión que había dictado contra Joaquina el juez XVIII penal, haciendo válida la resolución elaborada por el magistrado Jesús Z. Nucamendi, un hombre que vale en todo el sentido de la palabra. Dada su recia personalidad, los otros magistrados, Victoriano Anguiano y Julio Torres Rincón, aprobaron desde luego la ponencia”.

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A las quince horas en punto, explicaba el diarista, “después que había terminado el tormentón que se abatió sobre la metrópoli, Joaquina Arvizu abandonó el Palacio Negro de Lecumberri, acompañada de su hijito José Gonzalo, quien llegó a la Penitenciaría cuando tenía 23 días de nacido”. La antigua cautiva dejaba resbalar lágrimas por sus mejillas. Estaba aún demacrada por la pena, pero está dicho que los males no duran cien años.

Su abnegación y honradez la pusieron en el camino de un hombre que no la supo comprender y su calvario fue el presidio.

Joaquina suspiró cuando se dio cuenta que ya no la aprisionaba nada y se sintió fuerte. Por no olvidar su modestia, por todo equipaje llevaba dos bultos de ropa y una bolsa de papel en las que se acostumbra comprar el mandado.

Joaquina tenía 34 años de edad, madre de cuatro hijos, originaria de Victoria, Guanajuato. Fue engañada por un truhan burócrata, protegido por otras autoridades mediante no se sabía qué artimañas. El licenciado Eduardo McGregor, juez XVIII de la sexta corte penal, constató que Joaquina no permanecería en la Penitenciaría, pero la señora era tan pobre que no tenía dinero para la fianza. Entonces intervino el Tribunal Superior de Justicia y Joaquina fue libertada, según auto de libertad dictado el 31 de agosto de 1950.

La señora y su niño salieron a la calle “después que un descastado, con el mayor de los cinismos y la perversidad más acendrada, hizo que fueran detenidos injustamente”, se decía en 1950.

La guanajuatense llegó a LA PRENSA para agradecer su intervención ante la injusticia y luego fue a la Basílica de Guadalupe para orar durante varios minutos, como lo había prometido durante su cautiverio.

Lo lamentable es que no se supo la suerte del truhan que se disfrazó de obrero para asistir a uno de los careos con una de sus víctimas. Probablemente fue cesado por las autoridades del Departamento del Distrito Federal.

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Joaquina Arvizu Quiroz, una mujer de 37 años que en su rostro llevaba las huellas del sufrimiento, la abnegación y la lucha, se encontraba internada en la Penitenciaría del Distrito Federal, en compañía de sus tres hijos, a donde fue enviada en mayo de 1950 por su amasio, el “respetable” juez calificador de uno de los turnos de la Delegación Azcapotzalco, José Pérez Casas, padre del niño Gonzalo Pérez Arvizu, entonces de cuatro meses de edad.

Lo anterior se publicó el lunes 15 del mismo mes y año. La desdicha la persiguió, puesto que la mujer fue calumniada y acusada del delito de robo en la misma agencia investigadora y luego remitida junto con sus hijos al Palacio Negro de Lecumberri; en tanto que el infame funcionario disfrutaba de una tienda, propiedad de Joaquina, que el juez le había usurpado, amén de pequeños animales y quinientos pesos en efectivo que le quitó el funcionario.

Esta dolorosa historia, que informó oportunamente LA PRENSA, puso al descubierto “lo que esconden de corrompido algunas personas que tienen el deber de ser rectas”.

Habían pasado ya cuatro meses desde el incidente y, para cuando se supo del drama, Joaquina se encontraba en la Ampliación para Mujeres de la prisión, a disposición del juez XVIII de la Sexta Corte Penal, Eduardo McGregor que, por falta de un defensor, veía consumirse su vida sin esperanza de defensa, abandonada por el juez José Pérez Casas.

El 15 de mayo nuestro reportero narró lo siguiente:

Ayer entrevistamos a Joaquina Arvizu Quiroz. Nos partió el alma verla tras la reja, cargando a su hijito y teniendo a ambos lados a sus otros pequeños. Se trata de un caso de injusticia que empieza, paradójicamente, por el ‘respetable’ señor juez calificador de la Delegación Azcapotzalco.

¿Qué sucedió con Joaquina Arvizu?

Joaquina vivía feliz hacía poco tiempo en la Calzada de Culhuacán. Atendía con sus hijos Guadalupe y Yolanda Chavero, de 11 y cuatro años de edad, respectivamente, una tiendita, que era producto de sus esfuerzos y de una corta herencia de su marido ya fallecido.

Hasta ese lugar llegó un día el juez José Pérez Casas, quien tras de una exploración empezó a cortejarla, logrando que ella le correspondiera.

Después la llevó a su casa de Industria 74, Azcapotzalco, donde volvió a instalar la tienda Las Tres Huastecas, siempre a nombre de ella. Lo cual no le pareció al impartidor de la justicia, por lo cual trató, por todos los medios, que esa propiedad pasara a su poder, al igual que unos terrenos que ella tenía en su pueblo.

Pero la señora dijo que no y a fines de febrero dio a luz a Gonzalo Pérez Arvizu, quien fue desconocido por su padre, el juez, quien para entonces ya se había apoderado de la tienda mientras su mujer estaba en la maternidad.

A los diez días, regresó a Industria 74, en donde se encontró en la tienda a Pérez Casas, quien la desconoció y le dijo que buscara dónde irse junto con su prole y sentenció con el desconocimiento de su vástago.

La despojan de su tiendita

La señora se indignó, pues no sólo era dueña del negocio, sino de varios cerdos, gallinas y de quinientos pesos en efectivo que guardaba en una alcancía de madera, pero Pérez Casas no le dio nada y la lanzó a la calle y ella se fue a refugiar a la casa de una amiga en donde trató de serenarse, aunque al cabo de poco tiempo, acudió a la Procuraduría para presentar su queja.

La Procuraduría recibió Joaquina y envió citatorio oficial a Pérez Casas, pero el funcionario, anticipándose, pidió a un policía preventivo que llevara a la delegación a Joaquina, en donde levantó un acta contra ella, según porque le había robado dos mil pesos.

De tal suerte que dos policías la jalonearon e hicieron que pusiera sus huellas digitales sobre el acta y, con esta en contra, Joaquina fue enviada a Lecumberri.

Hubo una diligencia, en la cual otro juez le preguntó a Joaquina por qué le había dejado la tienda a Pérez Casas. Ella no supo defenderse y él contestó que hace años “había sido su sirvienta, pero que todo era suyo”.

Un clamor unánime se levantó en la cárcel al darse a conocer la tragedia de Joaquina. En la Ampliación de Mujeres se quejaron contra los defensores de oficio, quienes no atendían a las cautivas pobres.

Ellas dijeron que no tenían dinero para pagar defensores particulares y por ello los expedientes estaban “durmiendo el sueño de los justos”.

Agregaron que algunas tenían más de dos años en prisión sin ser sentenciadas en el Palacio Negro de Lecumberri (cárcel denominada así porque en tiempos lejanos los terrenos donde se ubicaba pertenecieron al español Manuel Lecumberri, quien los vendió al gobierno del presidente Porfirio Díaz).

Por ejemplo, Natividad Alcántara ingresó a la Penitenciaría el 4 de octubre de 1947, por aparecer como protagonista directa en el homicidio de su marido, Rodolfo Araiza, que fue victimado a balazos por Simón Servín, quien estaba detenido también. A pesar del tiempo transcurrido, el juez que instruía el proceso correspondiente, no había dictado la sentencia... Muchas mujeres habían pagado tiempo de más a la sociedad, y vivían con sus hijos pequeños en la Ampliación de Mujeres.

Le robó la vida, sus pertenencias y también su libertad

El juez decimoctavo de la sexta corte penal, Eduardo McGregor, prometió hacer justicia en el caso de Joaquina, quien había sido enviada vilmente junto con sus hijos a la Penitenciaría, por su amasio -quien lo negó- y también supuesto impartidor de justicia José Pérez Casas.

Martín del Campo junto con el Indio Velázquez, reportero y fotógrafo de LA PRENSA, al entrevistar al juez McGregor, les dijo que había estado practicando diligencias en el proceso de Joaquina, pero que más adelante llegaría al fondo del caso, por lo que si encontraba que se hubiera cometido una injusticia, haría “límpida” justicia y sin dudarlo beneficiaría a la señora Joaquina.

Ella dijo ser originaria de Guanajuato, al igual que el juez Pérez Casas. A fines de febrero de 1949, fue cuando ella vivía cerca de la Calzada de la Taxqueña (sic) y Pérez Casas comenzó a cortejarla, pues también tenía una tienda en ese lugar.

Después de algún tiempo de verse y pasear, él acordó que quitaran sus negocios y se mudaran a vivir en Industria 74, Azcapotzalco. Obviamente, ahí volvieron a instalar la tienda Las Tres Huastecas, con dinero y mercancía de ella, mientras que Pérez Casas aportó algunos anaqueles de madera.

Durante 10 meses atendió el negocio. Diario lo abría a las siete de la mañana y lo cerraba a horas avanzadas. Los trasnochadores tomaban cerveza y alcohol en la tienda.

Precisamente, el 3 de mayo de aquel año, atendía como siempre sola el mostrador, pero en determinado momento, como estaba cerca la hora en la que sería madre y sintió pronto el parto, violentamente abordó un taxi y se marchó a un sanatorio en la calle Claudio Bernard, en la colonia de los Doctores, donde la visitó una sola vez el juez, quien acarició con ternura a su hijo Gonzalo.

Después de cinco días de convalecencia en el sanatorio, fue dada de alta, por lo cual regresó con su pequeño a Industria 74, pero se encontró con la novedad de que ya no era bien recibida y que debía cambiar de domicilio. Tuvo que recoger a sus otros hijos en Tlalnepantla, Estado de México, a donde los había enviado el juez.

Su relato estaba impregnado de un sufrimiento palpable que incluso los emisarios del periódico que dice lo que otros callan sentían una honda compasión por la tragedia de la mujer y al mismo tiempo aversión contra el impartidor de la justicia, quien impunemente había engañado a Joaquina, le había robado su vida, sus pertenencias y la libertad.

La acusaron de robar 2 mil pesos

Veintitrés días después de obsequiarle un hijo al juez... la señora fue detenida y enviada a Lecumberri, bajo el cargo de robo por dos mil pesos. Mientras tanto, una hermana de Pérez Casas atendía Las Tres Huastecas.

El juez McGregor afirmó contundente que la injusticia cometida contra Joaquina, al ser recluida injustamente en la Penitenciaría luego de que su amasio, un juez de la delegación Azcapotzalco, la acusó de haberle robado dos mil pesos, sería completamente reparada.

De inmediato giró las órdenes para que fueran citados los testigos de cargo y descargo, así como el propio acusador a fin de llevar a cabo los careos y con base en estos se viera la realidad de la acusación o lo ficticio de la misma.

El reportero del diario de las mayorías, que tuvo ante las manos y la vista el expediente relativo a la acusación, pudo constatar que efectivamente Joaquina había plasmado sus huellas dactilares en las constancias que “sabrosamente elaboraron las autoridades de la 13ª. Delegación del Ministerio Público.

No obstante, como el caso había ganado la simpatía de los lectores, del pueblo, el reportero estaba seguro de que la verdad se abriría paso para que todo mundo pudiera constatar que al final el bien prevalecía sobre el mal.

Aunque la audiencia se proyectaba para el 18 de mayo, los representantes de la voz del pueblo encarnados en LA PRENSA, prometieron estar presentes para reseñar después el resultado.

Martín del Campo también estaba seguro de que la justicia se proyectaría de forma clara y precisa con la finalidad única de que Joaquina recuperara su libertad junto con sus hijos, encerrados inexplicablemente también en el penal.

Sólo quedaba una gran duda. Todo mundo estaba luchando porque la víctima recuperara su libertad, pero nada se hablaba sobre sus pertenencias, su tienda, su mercancía, su dinero y su dignidad.

Los flamantes testigos temblaron, Pérez Casas los aleccionó mal

El viernes 19 de mayo de 1950, Joaquina tuvo un careo con testigos comprados por el juez Pérez Casas: Marcelino Roa Romero y Lorenza Alvarez Mendoza. El diarista Rafael Pérez Martín del Campo informó que una mujer valiente y sincera se enfrentó a los individuos que apoyaban al juez calificador. Marcelino era vigilante de la Decimocuarta Delegación (Azcapotzalco), Lorenzo era alcaide del mismo sitio. Ambos a las órdenes directas de “don José”.

Un abogado de Pérez Casas estaba cabizbajo, porque inmediatamente se percató que algo andaba mal. Aparte de que se anunció aquel día que la esposa de Pérez iba a denunciarlo por tramposo.

Los testigos comenzaron a temblar por sus mentiras. Marcelino dijo que la señora “había confesado el robo y que pidió perdón al juez”. Ella se enfureció por el embuste y protestó airadamente; lo único que había hecho era reprochar al funcionario por haberla mandado a prisión injustamente, pero que él había contestado que “nada le importaba su suerte y la de los niños, incluido Gonzalo”.

La señora Joaquina criticó a los testigos comprados “más que nada porque atacaban a una mujer indefensa”. En el expediente había un papel de estraza, en el que aparecía un mensaje relacionado con el envío de 1,007 pesos a Reinalda, hermana de Joaquina. Pero todo mundo se dio cuenta que la cifra había sido burdamente alterada, pues la cantidad real había sido de 7 pesos.

En aquellos tiempos se ignoraba cómo el truhan pudo conseguir el cargo de juez calificador. Y se entregó en Lecumberri, como prueba contra el burócrata maleante, una carta que envió a Reinalda, comunicándole a su “cuñada” que ya tenía un nuevo sobrinito a quién mandar y que procurara visitar el Distrito Federal, para que “la familia” paseara por los diferentes sitios turísticos...

Inesperadamente, la señora Josefina Salazar Montes, portera de un edificio dijo haber procreado cuatro hijos con el inhumano funcionario, a quien la acusó de robo y la internó en Lecumberri, igual que le sucedió a Joaquina.

En un cuarto de pequeñas dimensiones en la azotea de un edificio de la calle Emparan, en las inmediaciones del Monumento a la Revolución, se encontraba Josefina, mujer abandonada con cuatro hijos de Pérez Casas, “siendo lo más grave que el juez fue el causante de la muerte de la señora María Luz Montes viuda de Salazar, y de otro hijo del juez con Josefina, llamado Hugo”.

La señora Salazar estaba casada por la iglesia con el juez calificador, quien le dio una vida de infierno. Era desobligado y mujeriego, así que un día se alejó para siempre, sin acordarse de sus cuatro hijos: Jesús, Héctor, Javier y Eva, quien por ser la menor se fue a vivir con su padre, posteriormente. La quejosa estaba en malas condiciones económicas, pero la ayudaban sus hijos, quienes comenzaron a trabajar desde pequeños.

Ella sentía gran amargura al recordar al juez. No tenía ningún retrato del acusado ni deseaba tenerlo, porque la había maltratado mucho. Josefina, cuando tenía 14 años de edad, vivía con sus padres en Guanajuato. La enamoró José y se casaron, pero más tarde comenzaron los problemas: “Hugo murió por no poder atenderlo por las golpizas que José le propinaba”. Eva quedó al cuidado de su abuelita, María Luz Montes viuda de Salazar. Un día, José fue por su hija y la trajo a fuerzas al Distrito Federal, lo que provocó que la señora María muriera de un ataque cardiaco.

De alguna manera Pérez Casas consiguió empleo en el gobierno y logró encarcelar tres días a Josefina en la prisión de Coyoacán. En marzo de 1950, Pérez la localizó y le dijo que “ya se iba a portar bien y que volviera a Industria 74…” donde ya no recibió a Joaquina el truhan.

El delincuente con cargo no se presentó a los careos con Joaquina, pretextando que estaba “enfermo” -envió una receta médica pero las autoridades le advirtieron que debía ir al juzgado penal o lo presentaría la Policía Judicial...

El miércoles 24 de mayo de 1950 el inmoral juez José Pérez Casas se disfrazó de obrero y ocultó parte del rostro con gafas oscuras, además de utilizar un sombrero tejano, para acudir al juzgado penal donde se llevaría a cabo un careo con Joaquina Arvizu, mujer a la que despojó de sus bienes y logró que la encerraran junto con sus hijos.

El individuo declaró que tenía su conciencia tranquila, que era honorable y nada debía. A la señora Joaquina “le di empleo en casa” y a Josefina “no deben creerle ni lo mínimo”. Por cierto, la señora fue entrevistada por LA PRENSA en el jardín ubicado frente a la Penitenciaría, dijo que José le quitó a Eva “a la mala”.

El juez calificador de Azcapotzalco, José Pérez Casas, quedó confundido el martes 30 de mayo de 1950, al ser careado con dos testigos de descargo, quienes le sostuvieron valientemente, sin miedo a represalias, que su conducta no era aceptable, ya que falsamente acusó a su amiga Joaquina de que le había robado dineros que nunca existieron.


Logró la libertad, después de siete meses en prisión

Por otra parte, se pusieron de manifiesto las contradicciones en que incurrió el juez, ya que había admitido que tuvo relaciones con Joaquina y luego dijo que “si acaso, fue en julio de 1949 y por lo mismo desconocía a Gonzalo como su hijo”. Esa vez se puso traje y corbata el embustero y lo acompañaba su hija Eva...

Cirila García Velázquez dijo conocer a Joaquina como una mujer trabajadora y honesta, y afirmó que José “trató de llevarse al niño y eso que afirma que no es de él”.

Para ese día ya tenía defensor gratuito la señora Arvizu, licenciado Carlos Cruz Lemus. Por su parte, Jesús García Lorenzo, un testigo a quien el juez mandó a la cárcel porque había declarado en contra suya, dijo que Joaquina nunca fue sirvienta de José, pero sí tuvo relaciones con el funcionario. El juez adujo que Joaquina Arvizu había tenido otros amigos y por ello él no reconocía al niño Gonzalo.

El martes 5 de septiembre de 1950, Rafael Pérez Martín del Campo informó que “la justicia resplandeció al ser puesta en libertad, por falta de méritos, después de siete meses de encarcelamiento, la señora Joaquina Arvizu Quiroz, quien fue acusada dolosamente por su amigo, el juez calificador de Azcapotzalco, José Pérez Casas”.

Juntamente con Joaquina recuperó su libertad el hijito de ambos, José Gonzalo, de ocho meses de vida, quien, “sin deberla”, tuvo que pasarla en el penal de Lecumberri, donde la autora de sus días pagaba culpa que no debía, víctima del citado juez, quien en esa forma trataba de librarse de ella y alejarla de una tiendita que los dos establecieron en el barrio de Azcapotzalco.

LA PRENSA protestó por la injusticia y dio la voz de alarma, desnudando la triste personalidad del acusador. Tan fue comprendido “el drama de la pobre mujer, que los magistrados de la octava sala del Tribunal Superior de Justicia, en un acto de humanidad y justicia, revocaron el auto de formal prisión que había dictado contra Joaquina el juez XVIII penal, haciendo válida la resolución elaborada por el magistrado Jesús Z. Nucamendi, un hombre que vale en todo el sentido de la palabra. Dada su recia personalidad, los otros magistrados, Victoriano Anguiano y Julio Torres Rincón, aprobaron desde luego la ponencia”.

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A las quince horas en punto, explicaba el diarista, “después que había terminado el tormentón que se abatió sobre la metrópoli, Joaquina Arvizu abandonó el Palacio Negro de Lecumberri, acompañada de su hijito José Gonzalo, quien llegó a la Penitenciaría cuando tenía 23 días de nacido”. La antigua cautiva dejaba resbalar lágrimas por sus mejillas. Estaba aún demacrada por la pena, pero está dicho que los males no duran cien años.

Su abnegación y honradez la pusieron en el camino de un hombre que no la supo comprender y su calvario fue el presidio.

Joaquina suspiró cuando se dio cuenta que ya no la aprisionaba nada y se sintió fuerte. Por no olvidar su modestia, por todo equipaje llevaba dos bultos de ropa y una bolsa de papel en las que se acostumbra comprar el mandado.

Joaquina tenía 34 años de edad, madre de cuatro hijos, originaria de Victoria, Guanajuato. Fue engañada por un truhan burócrata, protegido por otras autoridades mediante no se sabía qué artimañas. El licenciado Eduardo McGregor, juez XVIII de la sexta corte penal, constató que Joaquina no permanecería en la Penitenciaría, pero la señora era tan pobre que no tenía dinero para la fianza. Entonces intervino el Tribunal Superior de Justicia y Joaquina fue libertada, según auto de libertad dictado el 31 de agosto de 1950.

La señora y su niño salieron a la calle “después que un descastado, con el mayor de los cinismos y la perversidad más acendrada, hizo que fueran detenidos injustamente”, se decía en 1950.

La guanajuatense llegó a LA PRENSA para agradecer su intervención ante la injusticia y luego fue a la Basílica de Guadalupe para orar durante varios minutos, como lo había prometido durante su cautiverio.

Lo lamentable es que no se supo la suerte del truhan que se disfrazó de obrero para asistir a uno de los careos con una de sus víctimas. Probablemente fue cesado por las autoridades del Departamento del Distrito Federal.

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