Cuando las manecillas del viejo reloj marcaban las 16:00 horas, aquel martes 10 de enero de 1967, bajo una pertinaz lluvia y sin dejar de llorar un solo instante, Edith ingresó al ex Palacio Negro de Lecumberri (Cárcel Preventiva de la Ciudad de México)...
Cinco días antes, LA PRENSA daba cuenta de que Edith Ochoa Castro había cortado la yugular a su marido con un cuchillo de 20 centímetros de hoja. El crimen ocurrió alrededor de las tres de la madrugada del 5 de enero, en el departamento 113 del edificio Hidalgo, de la Unidad Habitacional Tlatelolco.
Al cabo de una acalorada disputa, en la que destacaron los insultos y los más bajos calificativos, Edith, quien contaba con 28 años de edad, sostuvo un forcejeo con su esposo, René Pérez Meza, y logró asestar una cuchillada a éste en el lado izquierdo del cuello.
El hombre, de 33 años, hizo esfuerzos por dar alcance a su esposa, pero ya no tuvo alientos para ello, pues Edith salió del departamento y corrió por una escalera, hasta el sótano del edificio. René se desplomó en un pasillo del apartamento, donde expiró debido a la intensa hemorragia. A la mujer se le llamó entonces “La Primera Autoviuda de 1967”...
La niña Marcela Pérez Ochoa, de seis años, hija de los protagonistas de la tragedia, se percató de la riña y al incorporarse de donde se encontraba vio que su padre se desangraba. La pequeña corrió a la calle Prolongación Guerrero y lloró desesperada mientras gritaba que su papá estaba herido.
El policía auxiliar Luciano Hernández Ruiz consoló a la niña hasta que llegaron los agentes del Servicio Secreto, Antonio González, Armando Fuentes y Gabriel Gutiérrez, quienes detuvieron a la mujer homicida.
Edith Ochoa Castro salió del sótano al escuchar el llanto de su hija y afirmó que al regresar al departamento su marido ya estaba muerto. Los hijos del matrimonio, Marcela y Armando Pérez Ochoa, quedaron bajo la custodia de una prima de la homicida.
Cinco años de felicidad
Con grandes lentes oscuros que ocultaban la tristeza en sus ojos, la autoviuda relató que en 1957 contrajo matrimonio con René Pérez Meza, quien trabajaba como contador público en una compañía estadounidense.
Con voz trémula, la señora de facciones finas explicó que durante cinco años no tuvo mayores problemas con su marido, pues en general llevaron una vida normal. En ese lapso vinieron al mundo sus dos hijos.
De pronto, el contador dio un viraje en su vida. Se entusiasmó tanto por los licores que cada semana “se corría” por lo menos dos parrandas. También libaba en su casa hasta quedar exhausto y comenzó a faltar a las horas de comer y por las noches.
-Sin que le diera motivos, comenzó a faltarme al respeto. Fueron tratos terribles en nuestra vida íntima. Me despreciaba y comenzó a golpearme -dijo la señora.
-¿Sabe el motivo de ese cambio en su esposo? -averiguó LA PRENSA.
-Nunca lo supe, pero lo sospecho. Creo que conoció a otras mujeres con las que se relacionó y se acabó el cariño que me tenía. Jamás le comprobé nada, pero eso no me importaba. Yo quería conservar nuestro hogar a toda costa, más que nada por mis hijos -repuso la señora por cuyas mejillas rodaban gruesas lágrimas.
-¿Le pidió el divorcio en alguna ocasión?
-Sí. Hace diez meses. Reclamaba su libertad porque, según él, yo soy una mujer que no valgo la pena. Las bajezas, insultos y golpes eran comunes cada vez que él se emborrachaba -contestó.
-¿Usted se negó a darle el divorcio?
-Claro que me negué. Le hice ver que reconociera que, aunque yo ya no le importaba, se preocupara por nuestros hijos. También le advertí que yo no me iba a ir a la calle con mis hijos para que él se casara con otra mujer -declaró la autoviuda.
-¿Alguna vez le platicó su esposo si tenía relaciones con otra mujer?
-Hasta anoche me lo dijo. Estábamos en la sala cuando me gritó que estaba enamorado de otra mujer que sí es guapa, muy buena y con dinero. Me indicó que esa mujer sí vale la pena, que la respetaba y que iba a casarse con ella –dijo la entrevistada, mientras permanecía con la mirada clavada en el piso.
-¿Cuál fue su reacción?
-La misma de otras veces. Le dije que nunca le daría el divorcio, pasara lo que pasara.
-¿Usted estaba enamorada de él?
-Siempre lo estuve, pese a los malos tratos.
-En consecuencia, ¿lo mató por celos? -preguntó el reportero de LA PRENSA.
La interrogante anterior cayó como plomo derretido sobre la acusada de homicidio. Volvió el rostro hacia el reportero, un tanto molesta, y dijo:
-Mire. Después de que discutimos en la sala, dije a mi marido que ya estaba cansada, que ya no quería hablar y que me iba a la cama. Enseguida, él se dirigió a la cocina y volvió con un cuchillo en la mano. Esto ocurrió mucho después de la medianoche. Me enseñó el cuchillo en un desplante de amenaza y espetó que de un modo o de otro arreglaría las cosas. Quiso decir que si no accedía por la buena a sus deseos, me mataría.
Mi marido también dijo que por la fuerza no podía seguir viviendo conmigo. No hice caso a su amenaza con el cuchillo y otra vez le dije que no le daría el divorcio, porque no quería que mis hijos se traumatizaran.
De pronto -añadió Edith-, dejó el cuchillo en un buró. Comenzó a quitarse la ropa para acostarse, y supuse que ese era el final de la discusión. Yo también me desvestí...”.
Lo mató de un certero tajo a la yugular
Arrepentida, Edith dijo que la culpa era del hombre que la orilló a cometer el cruel homicidio; y aunque no lo volvería a hacer, no estaba segura de que su marido dejaría de ser un tirano
-¿Y qué sucedió después?
-Una vez en la cama -explicó la autoviuda- mi esposo volvió a pronunciar leperadas en mi contra. Luego quiso hacer una bajeza en mi persona, a efecto de demostrarme su desprecio. Eso ya no lo soporté y comenzamos una terrible lucha. Yo misma no sé cómo llegué hasta donde estaba el cuchillo. Sólo recuerdo que lo empuñé con la derecha e hice la mano hacia donde estaba mi marido. Noté que empezó a sangrar y entonces salí corriendo...
-¿Le provocó varias heridas?
-¡No sé…, no recuerdo más, lo juro por Dios, esta es una pesadilla..! -así se expresó la señora, mientras las manos le temblaban.
Edith dijo que no se explicaba por qué causó la muerte a su esposo, si lo que realmente deseaba era espantarlo y defenderse. No recuerda cómo pudo perder el control de sí misma.
Escribió el reportero del diario de las mayorías que era “posible creer la versión de Edith Ochoa, en virtud de que el cadáver sólo presenta una impresionante herida en el cuello”.
Aunque también corrió la versión de que Edith había matado a su esposo mientras éste dormía, pero el jefe de grupo Manuel Baena Camargo dijo que la investigación practicada por los agentes a sus órdenes revelaba que el contador René Pérez Meza daba muy mala vida a su esposa, y que también era cierto que la pareja había sostenido un fuerte pleito durante la noche que sucedieron los fatales acontecimientos.
Baena Camargo informó, asimismo, que Edith Ochoa no trató de huir y que, por el contrario, se entregó a los agentes y sólo pidió buen trato para sus hijos. La pequeña Marcela y su hermanito Armando Pérez Ochoa.
Joaquín García Luna, agente del Ministerio Público de la quinta delegación, descubrió abundantes manchas de sangre en el lado derecho de la cama matrimonial, lo cual reveló que la tragedia tuvo como escenario la alcoba; sin embargo, hacía falta interrogar a la homicida para profundizar en las causas y resolver el asunto.
El cadáver de René fue encontrado boca abajo y a lo largo del pasillo de entrada del departamento. Los agentes secretos recogieron el cuchillo homicida, el cual era propio para cocina.
Ella había pensado en separarse primero
Edith provenía de una familia humilde y en René había encontrado, lo que creyó, un alma gemela, un cómplice, alguien en quien confiar. Su madre, Guadalupe Castro, le había dicho que tuviera cuidado, porque algo en él le daba mala impresión.
Pero como todo en el enamoramiento ocurre con los ojos cerrados, Edith tomó la determinación de casarse, luego tener hijos y finalmente enviudar asesinándolo, el ciclo de las tragedias conyugales.
Doña Guadalupe Castro reveló a LA PRENSA que creyó al principio que René Pérez era un buen hombre, aunque muy reservado, como si ocultara algo. También contó que era demasiado rudo con sus hijos y que decía que no los quería, al igual que a su esposa.
Luego, contó al reportero del diario de las mayorías que su hija le explicó que ya tenía deseos de separarse de René “para ver qué ocurría, en virtud de que tenían fuertes discusiones”.
Al parecer, aquel deseo de separación estaba concatenado al fuerte deseo de permanecer unida a él, como cuando comenzaron a formar su relación y creyó que sería para siempre. Nada es por siempre. Y aunque le hacía daño, se negaba a separarse definitivamente. No era ya amor, ni siquiera resabios del enamoramiento primerizo, era una estúpida necesidad de no sentirse sola, aunque sola no estaba, nunca se está solo por completo, uno se encierra y evita que el exterior entre en la vida.
En el caso de René, una vida segada inútilmente. Él parecía estar más solo; quizás por eso se entregó a la bebida, para eludir la realidad, para amarrarse y no sacar lo que de las entrañas lo consumía. Tuvo a su familia, una mujer que lo amó. Y le dio miedo. Sí, ese miedo de no saber cómo no arruinarlo todo.
Su familia padeció rupturas, dudas y celos. Al final sus padres se divorciaron y cada uno tomó un rumbo, pero René quedó en medio de esos dos continentes llamados padres, él como una isla donde padeció la soledad auténtica.
Si triste fue haber encontrado la muerte de forma tan horrenda, peor también que ninguno de sus padres haya reclamado el cuerpo de su hijo para darle sepultura, sino hasta días después, un tío, a quien se lo entregarían después de practicarle la necropsia de ley, en tanto Edith esperaba en los separos de la Procuraduría del Distrito Federal.
La fiera del 67
El sábado 7 de enero, Edith Ochoa fue trasladada a la Procuraduría de Justicia. Ahí, la acusada dijo a LA PRENSA que estaba arrepentida de lo que había hecho, tanto por el acto cometido como por la situación en que habían quedado sus infortunados hijos, en quienes no dejaba de pensar y eso era más terrible que el encierro.
-Si todo volviera a ser igual, nunca haría nada de lo que hice -dijo Edith. Y como si evocara algo desde muy muy lejos, añadió-: La noche del miércoles tenía miedo con René. Yo creo que con tanta discusión, me trastorné y ello me orilló a proceder como lo hice.
Todo el llanto contenido de los días previos fluyó en ese momento como una liberación espontánea y al mismo tiempo fugaz, porque en la turbulencia de la realidad agitada se encontraban sus hijos a la deriva.
-No se imaginan cuánta pena siento por haber arrojado al lado a mis hijos con esta reprobable acción. Mis hijos, a quienes quiero con toda el alma y por quienes soporté tantos años de sufrimientos…
Contemplando la pena que embargaba a la viuda, el reportero de LA PRENSA permaneció atento al instante, al momento justo en donde se pudiera acercar al interior de la mujer que padecía y al mismo tiempo se había librado de una dificultad para caer en otra quizá más terrible.
Luego, cuando al fin se calmó, expresó su temor por que la familia de su esposo trataría de perjudicarla; pero dijo que mientras no se metieran con sus hijos estaría dispuesta a soportar cualquier cosa.
El reportero notó que se había tranquilizado y que quizás comprendía que a todo crimen correspondía una pena: a veces prisión, quizá la muerte o la muerte en vida, perderlo todo, no ver más días soleados o contemplar una tarde de lluvia, no salir de la ciudad -otra prisión de enorme distancia-, sin ver, oír ni conocer nada más que los muros de una cárcel y cientos de reas cuyos crímenes -como el de ella- eran fruto de los celos, el desamor o la una liberación de la tiranía del hombre, ese hombre con quien se casó.
Comparece ante el juez
Por su parte, el defensor de la mujer acusada trató de demostrar que actuó en un momento en que el miedo grave la atacó. Y al declarar la uxoricida ante el licenciado Óscar Caso Villa, de la Agencia Central de Investigaciones, rompió en llanto para decir que solamente por el amor a sus hijos pudo soportar el calvario a que la sometió René. Eran ellos, sus hijos, los que moralmente le obligaron a callar y a vivir al lado de René, a quien calificó de enfermo mental. Además, reiteró que ella fue una víctima de René Pérez Meza, quien la obligó en su vida privada a las peores bajezas.
Hasta ese momento, se supo que en el curso de la averiguación previa se buscaron los elementos necesarios para encauzar la acusación y preparar el terreno, a efecto de que el juez estimara necesario hacer la calificación del homicidio y al mismo tiempo rechazar la tesis de la defensa.
Y en el caso de los abogados de Edith Ochoa, pondrían en juego todos sus conocimientos y plantearían que la acusada era un mujer que se encontraba en clara desventaja física ante su marido, lo cual, independientemente de la tragedia, demostraba que la detenida procedió de tal forma debido al acoso violento con que era sometida.
La primera autoviuda de 1967
Al mediodía del sábado 12 de enero de 1967, Edith fue llamada a la reja del juzgado para darle a conocer la resolución del juez; al oirla, no pudo contener el llanto
La cobertura sobre el caso de La Fiera del 67, como se le llamó Edith, fue peculiar y plagado de opiniones propias de la época. No sólo sería juzgada por un juez, también lo haría por la sociedad, intolerante al quebranto de las costumbres.
Así lo plasmó el diario de las mayorías en las páginas interiores en la edición del miércoles 11 de enero de 1967:
“Grito de la moda para autoviudas del 67
Bajo una lluvia pertinaz y sin dejar de llorar un instante, la primera autoviuda del 67, Edith Ochoa Castro, ingresó ayer al ex Palacio Negro de Lecumberri cuando las manecillas del viejo reloj marcaban las 16:00 horas exactamente.
Ataviada con un pantalón de pana y un saco tres cuartos, y cubriéndose el rostro con gafas oscuras, la mujer que asesinó a puñaladas a su esposo, René Pérez Meza [...], descendió descendió de la ‘julia’ que la condujo a la Cárcel Preventiva, custodiada por varios agentes”.
Desde la perspectiva del reportero, importaba más que el hecho por el cual se le acusaba, cómo lucía, es decir, si llegó “al grito de la moda”, daba la impresión de que implicaba culpabilidad, como si haber matado a su marido la hubiera transformado en otra mujer, una que había abierto los ojos a la realidad, al mundo que iniciaba, aunque para ella tuviera que esperar en tanto terminaba su proceso.
Edith, inmersa en un millón de pensamientos, de vez en vez se frotaba las manos para activarse la circulación por el intenso frío y miraba a su alrededor como si le costara trabajo creer dónde estaba.
Después de dar sus datos generales, fue fichada correspondiéndole el número 211/67. Acto seguido, dos celadores la condujeron hasta la crujía donde quedó recluida.
Antes de trasponer el enorme portón claveteado que conducía a las crujías, Edith miró a los agentes que la custodiaron de la Procuraduría a la Cárcel Preventiva durante el trayecto e intentó esbozar una leve sonrisa, que no consiguió.
No dejó de llorar la infortunada señora un instante ante el destino que se vislumbraba ante su paso hacia la fría celda que la privaría de su libertad por largo tiempo, en el viejo Palacio de Lecumberri.
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Era anormal, dijo Edith
De acuerdo con la nota de Carlos Catalán Fuentes, reportero de LA PRENSA, la llamada autoviuda se mostraba arrepentida, pero insistía en hacerse la víctima.
Así lo dijo ella misma al declarar en torno a los hechos en donde le quitó la vida a su marido, a quien nunca tuvo intenciones de matar, es decir, en todo caso no se trataba de un crimen premeditado.
Edith afirmó y sostuvo con vehemencia que en el momento que asestó la cuchillada en la yugular de René, era víctima de un estado traumático provocado por ciertas anormalidades dentro de su vida íntima conyugal.
Pero también aceptó haberse sentido molesta cuando su esposo le reveló que la quería dejar (a ella y a su familia) por otra mujer, de nombre Carlota y por tal motivo precisaba el divorcio.
Los abogados de la causa interrogaron con mayor profundidad a Edith, quien tuvo que revelar aspectos de su vida íntima que “no es posible reproducir en estas columnas”, escribió el reportero del diario de las mayorías.
Expuso todo cuanto pudo respecto a la conducta aberrante y violenta de su esposo, los malos tratos, su alcoholismo, las vejaciones, el desprecio, la infidelidad y finalmente que quisiera dejarla por otra mujer sin pensar en el daño que le causaría a sus hijos, que eran lo único que realmente importaba.
Sus abogados hicieron todo lo posible para exponer una verdad, una realidad palpable que ocurría en muchos hogares, no sólo en el de Edith, y que su caso era uno entre cientos, tal vez miles en el país.
Pero la justicia obra de manera misteriosa. Sí, Edith actuó de manera sangrienta, rompiendo las leyes de los hombres y de Dios (si acaso era creyente), pero qué hubiera pasado si la muerta hubiera sido ella, o cuánto más tenía que aguantar a un esposo que se había comprometido en velar por ella, amarla en la salud y en la enfermedad. No, de nada valieron los votos sagrados, falsa promesa.
El viernes 13 de enero de 1967, el juez Héctor Terán Torres dictó el auto de formal prisión como presunta responsable del delito de homicidio en agravio de su finado esposo.
Una vez que le fue leído el documento y después de estampar su firma, Edith inclinó la cabeza y no pudo evitar que las lágrimas escurrieran por su mejillas al saber que no saldría, que no creyeron que ella también fue una víctima.
De acuerdo con la resolución del juez Terán Torres, la resolución se debió a las numerosas contradicciones en que incurrió al rendir su declaración preparatoria y también estimó que aun cuando René fuera un “desviado sexual”, como afirmó Edith, y la obligaba a cometer actos que según ella iban contra la moral y las buenas costumbres, no era motivo suficiente para asesinarlo.
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