Mi viaje a la Ciudad de México se había convertido en una trama telenovelesca de obsesión, deseo y traición. ¿Por qué no terminar con un bang?
Mi jefe me envió un ultimátum histérico: o me presento a la mañana siguiente o me iban a despedir. El matrimonio fifí, que había rentado mi casa por Airbnb, me llamó para quejarse de las ratas o las cucarachas. La neta, les colgué el tel después de que me amenazaran con una review devastadora. ¡Una mala reseña de Airbnb me arruinaría para siempre!
Y aún así; ¿podría regresar a Los Ángeles sin La Mora?
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Después de reservar dos boletos en primera clase hacia Los Ángeles en el vuelo de las 5 a.m. de la mañana siguiente, googlié “cómo hacerse una lobotomía”, y como me aburrí y llamé a Pujol.
—Tienes suerte, dijo el anfitrión. Tenemos un espacio para dos personas mañana por la noche.
—¡Lo tomo!—Le dije, aunque ya estaría de vuelta en Los Ángeles.
Pasé una hora haciendo cardio, empaqué y al atardecer me encontré de pie frente al majestuoso, pero decadente Cine Ópera. Al otro lado de la calle había un bar lleno de ficheras, mujeres que reciben un pago para beber, bailar y reirse de las bromas de sus clientes. En algún piso de aquel edificio acechaba el Cine Secreto.
¿Encontraría a La Mora?
Entré al bar donde bebí mezcales mientras los Godinez, con sus trajes de poliéster, hacían girar a sus conejitos alrededor de la pista de baile y las luces de discoteca palpitaban al ritmo de las cumbias.
Le pregunté al cantinero dónde podía conseguir un arma. Me quedó viendo y se sirvió un trago de tequila. Le pasé dos billetes de 500 pesos. Se guardó la lana y antes de desaparecer en una habitación trasera me dijo: “Dame un minutito”. Más tarde, él y la cocinera me levantaron y me echaron a la banqueta.
No importaba. Afuera, mientras subía stories a mi Instagram pude seguir el trazo de los hipsters vestidos como indigentes hasta la entrada principal del edificio, hasta el cuarto piso y a través de una puerta roja como la sangre, sin ningún letrero y con el pulso latiendo en mis orejas, al fin; después de dos semanas finalmente había encontrado El Cine Secreto.
En los dos segundos que tardé en cruzar el vestíbulo hasta el bar, no divisé a La Mora. Me tragué una Tecate, compré otra e ignoré el pánico que me recorría la espalda mientras buscaba en la multitud esa tormenta de cabello negro que tiene La Mora, esos ojos entintados, sus labios hinchados que parecían capaces de tragarse un cordero y escupir chuletas. Sentía los ojos de todas las personas sobre mí, pero culpé de esto a mi frágil estado mental.
Revisé mi teléfono. Doce de la noche. Tenía tres horas antes de abordar mi vuelo. Pedí un tequila.
—Me pareces súper familiar—dijo el encargado.
—La gente me dice que me parezco a Whoopie Goldberg— le dije y juro que vi a Milagros y Fabiola dando vueltas en las sombras de la habitación, fumando cigarrillos, moviéndo sus cabezas al ritmo salvaje del jazz que salía de las bocinas.
—Tenemos a una curadora invitada esta noche, aunque sepa dónde está.—Se quejó el encargado.
¡Es La Mora! fue lo primero que pensé, porque en ese momento, con mi vuelo próximo y la reserva de Pujol a la vista, ¿qué más podía haber pensado? Más allá del cantinero, a través de una serie ventanas, el decadente Cine Ópera se hundió en el suelo esponjoso de la ciudad. Compré otra cerveza y, aunque ya debería de estar fundido de borracho, la adrenalina que me subía por las venas me hizo sentir sobrio. Ojalá hubiera conseguido el arma, pensé, mientras evaluaba a la multitud, preguntándome qué pez habría enganchado La Mora. ¿Podría ser el encargado? Bajó la música, todas las miradas se dirigieron en nuestra dirección, yo sentía que sus miradas sobre mí.
—Comenzamos en cinco minutitos, tomen asiento.
Por la otra puerta estaba el cine: una gran pantalla, paredes negras, un maniquí sin cabeza en un rincón. Me senté en el centro de la fila de enmedio, esperando ver a La Mora.
—¿Tienes un encendedor? preguntó una mujer a mi lado.
—No fumo.
—Bien por ti…—me dijo y procedió a encender su cigarrillo. Sopló el humo de sus labios de modelo pintados. Me llamo María. ¿No estuviste en la exposición de Kurimanzutto?
—¿Exhibición?—pregunté, confundido.
—Ya sabes, ¿las fotos BDSM de Pollo?
—No sé de qué me estás hablando.—Le respondí, sin saber si debería sentirme horrorizado o honrado por el hecho de que mis fotos hechas por Pollo estuvieran exhibidas en la galería más mamona de la Ciudad de México.
Cuando comenzó la película, ni rastro de La Mora. ¿La había perdido de nuevo? ¿O simplemente Carmen se había equivocado? ¿De qué había intentado advertirme? Milagros y Fabiola se sentaron en primera fila. Las arrinconaría una vez que terminara la película. Detestaba las películas, así que le pedí un cigarro a María.
Tras una hora de película, saqué la copia de Transmigración de los Cuerpos. ¿De qué me había perdido? Otra hora. ¿Qué película interminable habían puesto? Eran las 2:30 am cuando comencé a sudar porque perdería mi vuelo, perdería mi trabajo y recibiría una reseña catastrófica de Airbnb. La mitad del teatro parecía estar profundamente dormida por lo que pedí un Uber.
La rodilla de María rozó la mía y su sonrisa resplandeció con el brillo de la pantalla. Mientras la miraba, la cortina que separaba el vestíbulo del teatro se movió. Alguien entrando o saliendo, no pude verle a tiempo, pero el encargado hizo callar a quienquiera que hubiera llegado mientras se sentaba en la fila detrás mío. Giré para ver quién era, pero María me palmeó la verga y me metió un cigarrillo entre los labios. Di una calada y entendí lo que solo una mujer como Carmen podría haberme advertido: que esta odisea por la Ciudad de México me había transformado y aunque encontrara a La Mora, nunca reconocería a la persona con la que se había topado en Los Ángeles, porque ahora era un monstruo en el que me había convertido. La desesperación nos desfigura de manera profunda. Necesitaba abandonar esta búsqueda imposible antes de perderlo todo.
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Había llegado el momento de partir, de cancelar la reserva de Pujol, de olvidar a La Mora. Darme cuenta de esto me hizo sentir ligero, elevado y vacío…y no solo porque había ido al baño 30 minutos antes a vomitar. La Mora no quería que la encontrara. Eso fue aplastante y devastador, pero bajaría cinco kilos y lo superaría.
Llegaba el Uber. Apagué el cigarrillo y me levanté para irme, pero una mano me empujó para abajo.
—Hola mi gringo judio—un aliento caliente y humeante llenó mi oído.—Me alegro que me hayas encontrado.
Me pedrifiqué.
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La Mora part 14: I needed a gun, didn’t I?
My trip to Mexico City had devolved into a noir of obsession, desire, betrayal. Why not end it with a bang?
My boss sent an hysterical ultimatum: either show up the next morning or I’d be fired. The Whole Foods power couple Airbnbing my home called complaining of rats or roaches, honestly I hung up on them after they threatened a blistering review. One rotten Airbnb review would ruin me forever!
Yet could I return to LA without La Mora?
After booking two first class tickets to LA on the 5am flight the following morning, I googled about getting a lobotomy, got bored and phoned Pujol.
You’re in luck, said the host. We have an opening for two tomorrow night.
I’ll take it! I said, even though I’d already be back in LA.
I powered through an hour of HIIT, packed and at sundown found myself standing before the majestic, but fallen Cine Ópera. Across the street hummed a fichera, a dive where men paid women to drink, dance and laugh at their jokes. Somewhere in the floors above the fichera lurked Cine Secreto.
Would I find La Mora?
Inside the fichera I sipped mezcals while clerks in polyester suits twirled the bunnies around the dancefloor, disco lights pulsing to the cumbias’ beats.
I asked the bartender where I could get a gun. He eyed me, poured himself a shot of tequila. I slid him two 500 peso notes. One minute, he said, pocketing the dough and disappearing into a back room. A few minutes later, he and the cook lifted me up and threw me onto the sidewalk.
No matter. Outside I uploaded Insta stories and followed hipsters dressed like homeless people into the building’s main entrance, up to the fourth floor and through an unmarked, blood-red door, my pulse drumming in my ear. After two weeks I’d finally found El Cine Secreto.
In the two seconds it took to cross the lobby to the bar, I didn’t spot La Mora. I swallowed a Tecate, bought another and ignored the panic tingling up my spine while scanning the crowd for La Mora’s thunderstorm of black hair, her inky eyes, swollen lips that looked like they could swallow a lamb and spit out chops. I felt everyone’s eyes on me, but I blamed this on my fragile mental state.
I checked my phone. Midnight. I had three hours before I needed to board my flight. I ordered a tequila.
You look really familiar, said the bartender.
People tell me I look like Whoopie Goldberg, I said and swore I spotted Milagros and Fabiola milling about in the room’s shadows, sucking on cigarettes, bouncing their heads to the savage jazz pouring from the speakers.
We have a guest curator tonight, though God knows where she is, complained the bartender. La Mora! I thought because at that point, with my flight in a few hours and the Pujol reservation looming, what else could I have thought? Behind the bartender, through a bank of windows, the collapsing Cine Ópera sank into the city’s spongy ground and I bought another beer and though I should’ve blacked out, the adrenaline spiking my veins made me feel sober. I wished I’d gotten a gun, I thought, sizing up the crowd, wondering which fish La Mora’s had hooked. Could it be the bartender? He lowered the music, everyone looked our way, but I felt their eyes on me. We’re starting in five, take your seats.
Through another door was the cinema: a large screen, black walls, a headless mannequin in a corner. I sat center in the middle row, hoping to spot La Mora.
Do you have a lighter? the woman beside me asked.
I don’t smoke.
You want an award? she said and proceeded to pull out her own Bic and light her cigarette. She blew smoke from her lipstick model lips. My name’s Maria. Weren’t you in the Kurimanzutto exhibition?
Exhibition? I asked, confused.
You know, that artist Pollo’s BDSM photos?
I don’t know what you’re talking about, I replied, unsure if I should feel horrified or honored that Pollo’s photos of me were hanging in Mexico City’s swankiest gallery.
As the movie began, no sign of La Mora. Had I missed her again? Or had Carmen simply been wrong? What had she tried warning me of? Milagros and Fabiola reclined in the front row. I’d corner them once the movie ended. I loathed films and asked Maria for a cigarette. An hour dragged by when I pulled out Transmigración de los Cuerpos. What had I missed? Another hour. What interminable film had they put on? It was 2:30am when I began sweating that I’d miss my flight, lose my job, receive a catastrophic Airbnb review. Half the theatre seemed to be sound asleep and I ordered an Uber.
Maria’s knee pressed into mine and she smirked into the cinema’s glow and while looking at her the curtain separating the lobby from the theatre swooshed. Someone coming or going, I couldn’t catch it in time, but the bartender shushed whoever had arrived as they shuffled into the row behind me. I turned to see who it was but Maria palmed my crotch and stuck a cigarette between my lips. I took a drag and understood what only a woman like Carmen could have warned me of: that this odyssey through Mexico City had transformed me and even if I found La Mora, she’d never recognize the person she’d met back in LA with the monster I’d become. Desperation disfigures us in a profound way. I needed to abandon this goosechase before I lost everything.
The time had come to depart, to cancel the Pujol reservation, to forget La Mora. Realizing this made me feel light, lifted, emptied - and not just because I’d gone to the bathroom 30 minutes earlier and puked. La Mora didn’t want me to find her. Crushing and devastating, but I’d drop five pounds and get over it.
The Uber driver arrived. Crunching out the cigarette, I stood to leave, but a hand pushed me back down.
Hola mi gringo judio, hot, smoky breath filling my ear. Glad you found me.
And I froze.