/ viernes 9 de junio de 2023

La pasión de Concetta, la bella criminal que mató por amor

LA PRENSA publicó en su portada del domingo 29 de noviembre de 1936: “Príncipe asesinado anoche por su bellísima esposa en la colonia del Hipódromo”

Imaginar que la vida se le escapaba porque el hombre a quien había elegido, su "príncipe azul”, resultó alguien completamente ajeno a lo que nunca sospechó. Y luego de algunos años de matrimonio, cuando el dinero comenzó a escasear –el de ella-, el amor –el de él- salió por la ventana. Sin otro rumbo en su existencia luego de sentirse tristemente enamorada y herida por el abandono, decidió asesinar por amor.

LA PRENSA publicó en su portada del domingo 29 de noviembre de 1936: “Príncipe asesinado anoche por su bellísima esposa en la colonia del Hipódromo”. Y como complemento de la nota: “Acosada por las privaciones y acicateada por los celos, una bellísima dama consumó anoche terrible crimen”.

Ocurrió alrededor de las 19:00 horas del sábado 28 de noviembre de 1936, cuando en la Plaza Citlaltépetl, Concetta di Leone asesinó a su esposo, Vladimir Nigeradze, príncipe georgiano, quien caminaba acompañado por el vicecónsul de Finlandia, Leo Granroos y su esposa rusa, Xenia Prochoroba.

Lo que comentaron algunos testigos de la escena altamente dramática fue que el noble Nigeradze, mientras caía al pavimento en lo que parecía un instante congelado, pronunció sus últimas palabras, quizás con la intención de evitar que su cónyuge le siguiera disparando: “Chula, volveré a ti… Volveré a ti”.

Y ella, en medio de una crisis nerviosa debido a la concatenación de eventos, como guiada por la mano de la demencia, colocó el cañón de la pistola sobre su sien derecha con manifiesta intención de suicidarse; sin embargo, su acción fue detenida también como por destino o azar por un individuo alto, pálido, de quien no se supo el nombre, que arrebató el arma de las manos de la italiana, luego la entregó al cabo de policía 1641 Francisco Romero Vera -quien ya se había acercado a la escena del crimen- y que finalmente desapareció.

Con una prontitud inusual, llegaron las ambulancias de las Cruces para tratar de salvarle la vida al agónico príncipe Nigeradze, no obstante, nada pudieron hacer, ya que momentos después expiró.

Por su parte, Concetta di Leone, la bella asesina, fue llevada desfalleciente a las oficinas de la 8a. Delegación, siendo necesario tenderla sobre el camastro de la sección médica para que sus nervios en tensión se calmaran y los detectives pudieran someterla a interrogatorio.

En cuanto al amigo y acompañante del príncipe en ese momento, el vicecónsul de Finlandia, Granroos, también fue conducido a la oficina judicial, pues su declaración representaba la más trascendental de entre las demás, porque se consideraba el único testigo presencial de la tragedia.

No fue su príncipe azul

Vladimir Nigeradze tenía 50 años cuando ocurrió la tragedia mortal; era de aspecto aún fuerte, porte distinguido y, según credencial que se le encontró en la cartera junto con otros documentos, prestó sus servicios durante la Primera Guerra Mundial.

Cómo había surgido el amor entre él y Concetta -quien contaba con 34 años, de tez blanca, delicada y de buena posición económica y social- y Nigeradze era una de las grandes inquietudes; máxime que la bella italiana había dejado a su primer esposo y a sus hijos por casarse nuevamente con el heredero real georgiano.

Vladimir y Concetta se habían unido hacía seis años. Ella era quien poseía prácticamente la fortuna; era dueña de algunas casas y tenía alhajas -obsequio de su hermano- de enorme valor.

Tal vez su gran error fue confiarse no tanto del amor, sino del hombre que endulzaba su corazón con palabras que le nublaban la razón. Por ello, dispuso todo su capital en manos del príncipe, quien arruinado como muchos miembros de las noblezas que se derrumbaron luego de la Primera Guerra Mundial, llegó a México en busca de nuevos horizontes para rehacer su vida.

Empero los negocios iban mal para el príncipe Nigeradze, primero con una mala inversión, luego con un negocio fallido y después, sin destreza para manejar el capital de su esposa, se le escapó el dinero de las manos.

La princesa que mató por amor

Desconocía la suerte de su esposo luego de dispararle; agobiada por todo lo ocurrido, lo que deseaba era morir, quería suicidarse, ya no le importaba ni la vida, ni el dinero, quizás tan sólo sus hijos, pero si iba a prisión, todo estaría perdido.

En los días más próximos a su muerte, aún era empleado y tenía el cargo de gerente en una fábrica de jabón, denominada Alpha, que se encontraba en liquidación o en pleito ante los tribunales, creándose una situación molesta para el matrimonio.

Nigeradze parecía vencido por las nuevas ideas de aquel entonces, las cuales derrumbaron su brillante posición en su patria, y por los negocios que no prosperaron en nuestras tierras; ella, echando de menos comodidades, quizá aterrada ante la miseria que comenzaba a rondarla y más pesarosa aún porque consideraba que no gozaba ya del mismo cariño de su esposo y se mostraba airada, tal vez histérica, agravando la situación.

El príncipe Nigeradze creyó encontrar un remedio a sus pesares, alejándose primero del hogar conyugal durante las comidas, después por las noches y finalmente formando para sí un pequeño refugio en uno de los departamentos del Edificio Lafayette, en la Plaza Citlaltépetl, siendo entonces cuando se desbordaron los celos y el despecho en el ánimo de Concetta que, según sus palabras, “enloqueció y armó su mano con la pistola homicida, buscando solamente en la muerte la solución de su despedazada vida”.

Nigeradze, al abandonar su hogar que años atrás formó en la casa 25 de la calle Iztaccíhuatl, frecuentó el domicilio del vicecónsul de Finlandia, Leo Granroos, en Chilpancingo 15, porque parecía haber encontrado ahí un verdadero consuelo a sus desventuras.

Granroos, hombre fuerte, sano, le tendía la mano y aún le servía de confidente, y la esposa del vicecónsul, señora Xenia Prochoroba, pianista rusa, se esmeraba en hacerle menos pesadas las horas, bien invitándole a la mesa y deleitándole con la buena música que arrancaba del teclado.

Y aquella amistad fue estrechándose a grado tal que en el momento en que Nigeradze se desprendió de su hogar, como quien se libra de una pesada carga, a la vez que se estableció en el Edificio Lafayette, suplicó al matrimonio Granroos que de una manera permanente le invitaran a la mesa, pagando él una pensión de se-senta pesos mensuales.

Concetta di Leone, despedazada moralmente al ver primero que la pecunia había escapado tras los malos negocios y después que se le escapaba también el amor de su marido, no pudo admitir que la amistad entre Nigeradze y el matrimonio Granroos fuera leal, desinteresada; por ello comenzó a germinar en su pecho la pasión de los celos.

De tal suerte que aquel sábado juró que no fueron los celos, porque no estaba celosa, ya que se consideraba más agraciada que la pianista rusa, pero en el fondo de sus palabras se adivinaba que la terrible pasión de los celos le corroía hasta arrojarla hacia el crimen.

Y tan era así, que habló también de que en el cine los veía juntos y que aquel día advirtió una conducta extraña por parte de Nigeradze, lo que la enloqueció y la arrastró a buscar la pistola con la que delinquió.

Dramática declaración

Una vez que el personal policiaco tuvo en su poder el cadáver del príncipe Nigeradze, se inició en la Octava Delegación un verdadero ajetreo. Fotógrafos, periodistas, amigos del vicecónsul Granroos y muchos curiosos que se dieron cita en el local de la oficina judicial, no hacían otra cosa más que estorbar, comentaban oficiales y agentes en los pasillos.

Fue el delegado, licenciado Fernando Sastrias, así como su competente secretario Miguel Gómez Gutiérrez, quienes lograron poner un poco de orden y comenzaron a investigar lo que había en el fondo de éste, que fue calificado por LA PRENSA como el “enésimo crimen pasional”.

El reportero policiaco logró colarse a la Sección Médica, donde la delicada mujer estaba medio cubierta con un abrigo gris; allí logró escuchar parte del relato que hizo sobre la tragedia, mientras todavía se encontraba bajo el cuidado médico.

Su boca, seca por la emoción, por momentos le impedía articular palabra y de su garganta entonces salía un sonido inarticulado que parecía asfixiarla; pedía entonces agua, pero nadie se la acercaba, como si estuviera ya sufriendo también un castigo, pero en realidad era por prescripción de los médicos.

Y así, tendida sobre el pobre camastro en esa pieza fría, comenzó a relatar que fue muy feliz cuando se casó y durante los primeros años de matrimonio. Recordó detalles nimios quizá, como el de que en una conocida pastelería de esta ciudad se le preparó su pastel de bodas.

Su idolatría hacia el príncipe la hizo permitir que sus hijos, producto de su primer matrimonio, se alejaran de ella y le perdieran cariño, lo que hoy se reprochaba.

-¡Oh, si yo tuviera a mis hijos! -decía y se veía en un hondo desconsuelo.

Después relató cuando comenzaron los tiempos malos junto al príncipe, pero ahí estaba ella para consolarlo, para ofrecerle el dinero necesario incluso para el pago de los compromisos de la fábrica, en la que su marido era gerente.

Incluso sus preciadas alhajas fueron a dar al empeño, con tal de ver feliz al amado, pero cuyos frutos siempre quedaban sin florecer. En un principio, le había dicho que ella no debería de usarlas, porque eran el regalo de otro hombre y eso le parecía una afrenta como su nuevo esposo; sin embargo, en los momentos más críticos, cuando el príncipe había perdido fuertes cantidades de dinero, no vaciló en aceptarlas para pagar con ellas las deudas que había adquirido, más las que se le acumulaban de sus fracasos empresariales.

Finalmente, luego de todo aquel rodeo sobre su vida al lado de Vladimir Nigeradze, llegó a la médula del tema, es decir, cuando comenzó a abandonarla. Por eso, Concetta aún sufría la herida que le prendió esta situación.


-Esa mujer -decía refiriéndose a la pianista rusa- tiene la culpa de todo; ella fue la que me arrebató el cariño, la consideración de mi esposo.

Entonces, recordó cuando en una ocasión, encontrándose en el Cine Olimpia a donde fue para disipar su tristeza, vio en unas bancas adelante a su esposo con el matrimonio Granroos, pero ella recargada notablemente en el hombro del príncipe.

¡Celos mortales!

Por momentos, Concetta parecía que deliberaba y sus palabras se hacían incongruentes. De sus delgados y secos labios –sin rastro ya del labial rojo que antes encendía sus facciones- salían leves balbuceos:

-¡Le juro que no me quiero defender! ¡Para qué quiero la vida!

La señora agregó que se encontraba desesperada. Ante su mente habían desfilado las semanas y días que había pasado sin comer a sus horas, haciéndole falta el dinero necesario para su decorosa subsistencia.

Y después, como corroída por la duda y la culpa, preguntaba si su esposo aún vivía; porque debido a la crisis que la atormentaba, durante algunas horas se hizo creer a Concetta que Nigeradze sobreviviría a sus heridas.

Después y aceptando la invitación que le hacía el secretario de la delegación, Gómez Gutiérrez, Concetta reanudó su relato.

Indicó que alrededor del mediodía de aquel 28 de noviembre de 1939, se encontraba positivamente triste, desesperada. Ante su mente desfilaban los días, las semanas que había pasado sin comer a sus horas, haciéndole falta el dinero necesario para su decorosa subsistencia y, entonces recordó también que todos los sábados su esposo acostumbraba visitar algún cine en compañía del vicecónsul de Finlandia y la esposa de éste.

Sin sombrero y sin abrigo, salió de su departamento para encaminarse hasta la casa en que vivía el matrimonio Granroos para suplicar a su esposo el retorno al hogar. Esperó algunos minutos que le parecieron eternos, pero al fin vio salir al vicecónsul y a su esposo de aquella casa para ella maldita; vio que se despedían, pero ya en la esquina el príncipe volvió sobre sus pasos y regresó al lado de la pianista rusa.

Los celos la hicieron saltar y entonces fue hacia el teléfono para ponerse en comunicación con Leo Granroos, a quien invitó a volver a la casita de la calle de Chilpancingo.

-No hable por teléfono –dijo Concetta-, si no tome un coche y venga a convencerse...

Efectivamente, a los cuantos minutos vio llegar el coche y entró el señor Granroos, aunque sin resultado, porque más tarde vio salir a éste y al príncipe amigablemente de la casa.

No pudo resistir más, se encaró con el vicecónsul y quiso hacerle ver lo inconveniente de la conducta del príncipe, aunque también sin que se le escuchara. Y entonces, loca de la desesperación, se dirigió a su casa para sacar un poco de dinero; y quizás sin saber por qué, advirtió en el closet la pistola que puso en sus manos. Luego, salió a la calle para llegar al encuentro del príncipe y de Granroos que llegaban ya a las calles de Ámsterdam y Citlaltépetl.

Quiso hablar, pero como fue prácticamente ignorada, disparó sin saber cuántas veces, ni si su esposo ahí quedó muerto o herido.

Al llegar a esta última parte de su relato, Concetta la contó a veces quedamente y en otros momentos a gritos, como si le faltara el aire y estuviera a punto de ahogarse. Sus ojos iban de un lado para otro buscando respuestas a preguntas no formuladas; enarcaba sus cejas y la frente se le contraía, en tanto que levantaba sus manos y después las dejaba caer pesadamente contra el lecho.

Las emociones estaban a flor de piel y parecía arder un fuego en el interior de Concetta que se consumía de amor y desamor, por lo cual fue necesario dejarla descansar para después sacarla de aquel sitio y llevarla a la oficina, apoyándose como una enferma, como una positivamente loca, apoyándose en los brazos del secretario Gómez Gutiérrez y de otra persona.

En libertad gracias a su acento

Ya avanzada aquella noche sabatina del 28 de noviembre de 1936, Granroos comenzó a rendir declaración voluntaria para hacer referencia de cómo conoció al príncipe, de cómo éste le contó las penas que pasaba al lado de Concetta, que de continuo le reprochaba la pérdida de dinero, de las alhajas y lo ponía en predicamento ante sus amistades cuando hacía escándalos, que él consideraba injustificados.

En días previos a la fatídica fecha, dijo el vicecónsul: “Ella intentó matar al príncipe y fue necesario llevarla a la Jefatura de la Policía donde se le amonestó enérgicamente para que abandonara esa actitud. Por todas esas causas el noble ruso había resuelto separarse de su esposa, lo que a ésta la ponía fuera de sí”.

Respecto a los momentos del ataque, no hubo explicación alguna entre el príncipe, a quien él acompañaba por la Plaza Citlaltépetl, y Concetta, pues únicamente y de pronto él escuchó varias detonaciones y vio caer moribundo a Nigeradze, permaneciendo a pocos pasos Concetta.

Ya en la Penitenciaría, Concetta fue ubicada junto a tres famosas delincuentes: “Chole, La Ranchera”, quien dio muerte a su amigo en el Hotel Casa Blanca; Dolores Ibarra, la que en compañía del ingeniero Jorge Gamboa Changuaceda, plagió a un millonario alemán, y María Elena Blanco, la hermosa complicada en el salvaje asesinato de Francisco Javier Silva, conocido joyero capitalino.

Con la cabeza cubierta con un paño negro, la señora se negaba a posar para los fotógrafos y, entre sollozos, comentó que el vicecónsul había mentido al decir que ella era interesada, “el móvil del homicidio no fueron los billetes”.

-Como buena esposa -dijo- procuré siempre ayudar a mi esposo a quien quería entrañablemente. Por ello le di todo lo que tenía para que emprendiera el negocio de la fábrica de jabón Alpha. Primeramente le entregué 14,000 pesos en efectivo y más tarde 25,000 pesos, producto de la hipoteca de mi casa en la calle Iztaccíhuatl. Luego le di 5,000 pesos más que me facilitaron en el Monte de Piedad por mis alhajas, quedándome sin dinero y atenida a una pensión raquítica que me enviaba un hermano.

La justicia ciega

Los médicos que practicaron la autopsia dictaminaron que tres de las cinco heridas que presentaba eran mortales. Poco antes de las 18:00 horas del martes 1 de diciembre de 1936, le fue informado a la mujer que el príncipe había fallecido.

Para evitar que se suicidara la “princesa” por la crisis nerviosa sufrida, el general Eduardo Andalón Félix, director de la Penitenciaría, ordenó una sobrevigilancia. En realidad, la señora no tenía de qué preocuparse. La justicia nunca ha sido pareja en ningún país y las cuestiones se arreglan de una u otra forma.

Concetta di Leone fue procesada sólo siete años después que María Teresa Landa, en casos que quedaron en la memoria de los ciudadanos testigos de las historias de amor y muerte. Para 1936, el jurado popular ya no existía, como en el caso de Tere y la princesa fue juzgada por tres jueces.

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El final no fue el desenlace

El fiscal que llevó el caso de Concetta di Leone sostuvo que mató a su esposo por odio, por tal motivo pidió una condena por homicidio simple. Sin embargo, llamó la atención que no fue considerada responsable de un homicidio calificado, pese a que podría haberse pensado que actuó con premeditación, ventaja y alevosía.

José María Gutiérrez, defensor de Concetta, sostuvo que había actuado en estado de trastorno mental y en defensa de su honor. Para probar su tesis, Gutiérrez presentó los testimonios de amigas y vecinas, quienes sostuvieron que días antes del crimen la habían visto extremadamente alterada y lo atribuyeron al abandono y la miseria.

También, un testigo que había presenciado el asesinato, relató cómo ella le dirigía “palabras amorosas” al cuerpo de Vladimir y aseguró que “parecía haber perdido la razón”.

Los jueces, tras escuchar los alegatos del fiscal y del defensor de Concetta y ante las evidencias, consideraron el caso como un homicidio simple; no obstante, debido a la circunstancia -sobre todo respecto al estado mental y emocional de Concetta luego de dar muerte al príncipe-, aplicaron el mínimo de la pena, el cual era de ocho años de prisión.

-No puedo, no puedo, déjenme. Ocho años. No los resisto. Es toda una vida -exclamó la princesa al ser notificada.

Es verdad, había matado por amor, y parecía que todo le sería perdonado debido a su estado de desesperación, a las penurias que vivió y, además, por su encanto. Aunque allí no terminó su suerte ni su destino fue la prisión eterna.

La “princesa asesina” recuperó su libertad “con las reservas de ley” en octubre de 1937, cuando el nombre de Concetta di Leone dio mucho de qué hablar en círculos sociales de aquella época, cuando se le recordaba como la mujer que dejó buen esposo e hijos pequeños por seguir al hombre a quien privaría de la existencia, en un ambiente de celos que jamás olvidaría...

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Imaginar que la vida se le escapaba porque el hombre a quien había elegido, su "príncipe azul”, resultó alguien completamente ajeno a lo que nunca sospechó. Y luego de algunos años de matrimonio, cuando el dinero comenzó a escasear –el de ella-, el amor –el de él- salió por la ventana. Sin otro rumbo en su existencia luego de sentirse tristemente enamorada y herida por el abandono, decidió asesinar por amor.

LA PRENSA publicó en su portada del domingo 29 de noviembre de 1936: “Príncipe asesinado anoche por su bellísima esposa en la colonia del Hipódromo”. Y como complemento de la nota: “Acosada por las privaciones y acicateada por los celos, una bellísima dama consumó anoche terrible crimen”.

Ocurrió alrededor de las 19:00 horas del sábado 28 de noviembre de 1936, cuando en la Plaza Citlaltépetl, Concetta di Leone asesinó a su esposo, Vladimir Nigeradze, príncipe georgiano, quien caminaba acompañado por el vicecónsul de Finlandia, Leo Granroos y su esposa rusa, Xenia Prochoroba.

Lo que comentaron algunos testigos de la escena altamente dramática fue que el noble Nigeradze, mientras caía al pavimento en lo que parecía un instante congelado, pronunció sus últimas palabras, quizás con la intención de evitar que su cónyuge le siguiera disparando: “Chula, volveré a ti… Volveré a ti”.

Y ella, en medio de una crisis nerviosa debido a la concatenación de eventos, como guiada por la mano de la demencia, colocó el cañón de la pistola sobre su sien derecha con manifiesta intención de suicidarse; sin embargo, su acción fue detenida también como por destino o azar por un individuo alto, pálido, de quien no se supo el nombre, que arrebató el arma de las manos de la italiana, luego la entregó al cabo de policía 1641 Francisco Romero Vera -quien ya se había acercado a la escena del crimen- y que finalmente desapareció.

Con una prontitud inusual, llegaron las ambulancias de las Cruces para tratar de salvarle la vida al agónico príncipe Nigeradze, no obstante, nada pudieron hacer, ya que momentos después expiró.

Por su parte, Concetta di Leone, la bella asesina, fue llevada desfalleciente a las oficinas de la 8a. Delegación, siendo necesario tenderla sobre el camastro de la sección médica para que sus nervios en tensión se calmaran y los detectives pudieran someterla a interrogatorio.

En cuanto al amigo y acompañante del príncipe en ese momento, el vicecónsul de Finlandia, Granroos, también fue conducido a la oficina judicial, pues su declaración representaba la más trascendental de entre las demás, porque se consideraba el único testigo presencial de la tragedia.

No fue su príncipe azul

Vladimir Nigeradze tenía 50 años cuando ocurrió la tragedia mortal; era de aspecto aún fuerte, porte distinguido y, según credencial que se le encontró en la cartera junto con otros documentos, prestó sus servicios durante la Primera Guerra Mundial.

Cómo había surgido el amor entre él y Concetta -quien contaba con 34 años, de tez blanca, delicada y de buena posición económica y social- y Nigeradze era una de las grandes inquietudes; máxime que la bella italiana había dejado a su primer esposo y a sus hijos por casarse nuevamente con el heredero real georgiano.

Vladimir y Concetta se habían unido hacía seis años. Ella era quien poseía prácticamente la fortuna; era dueña de algunas casas y tenía alhajas -obsequio de su hermano- de enorme valor.

Tal vez su gran error fue confiarse no tanto del amor, sino del hombre que endulzaba su corazón con palabras que le nublaban la razón. Por ello, dispuso todo su capital en manos del príncipe, quien arruinado como muchos miembros de las noblezas que se derrumbaron luego de la Primera Guerra Mundial, llegó a México en busca de nuevos horizontes para rehacer su vida.

Empero los negocios iban mal para el príncipe Nigeradze, primero con una mala inversión, luego con un negocio fallido y después, sin destreza para manejar el capital de su esposa, se le escapó el dinero de las manos.

La princesa que mató por amor

Desconocía la suerte de su esposo luego de dispararle; agobiada por todo lo ocurrido, lo que deseaba era morir, quería suicidarse, ya no le importaba ni la vida, ni el dinero, quizás tan sólo sus hijos, pero si iba a prisión, todo estaría perdido.

En los días más próximos a su muerte, aún era empleado y tenía el cargo de gerente en una fábrica de jabón, denominada Alpha, que se encontraba en liquidación o en pleito ante los tribunales, creándose una situación molesta para el matrimonio.

Nigeradze parecía vencido por las nuevas ideas de aquel entonces, las cuales derrumbaron su brillante posición en su patria, y por los negocios que no prosperaron en nuestras tierras; ella, echando de menos comodidades, quizá aterrada ante la miseria que comenzaba a rondarla y más pesarosa aún porque consideraba que no gozaba ya del mismo cariño de su esposo y se mostraba airada, tal vez histérica, agravando la situación.

El príncipe Nigeradze creyó encontrar un remedio a sus pesares, alejándose primero del hogar conyugal durante las comidas, después por las noches y finalmente formando para sí un pequeño refugio en uno de los departamentos del Edificio Lafayette, en la Plaza Citlaltépetl, siendo entonces cuando se desbordaron los celos y el despecho en el ánimo de Concetta que, según sus palabras, “enloqueció y armó su mano con la pistola homicida, buscando solamente en la muerte la solución de su despedazada vida”.

Nigeradze, al abandonar su hogar que años atrás formó en la casa 25 de la calle Iztaccíhuatl, frecuentó el domicilio del vicecónsul de Finlandia, Leo Granroos, en Chilpancingo 15, porque parecía haber encontrado ahí un verdadero consuelo a sus desventuras.

Granroos, hombre fuerte, sano, le tendía la mano y aún le servía de confidente, y la esposa del vicecónsul, señora Xenia Prochoroba, pianista rusa, se esmeraba en hacerle menos pesadas las horas, bien invitándole a la mesa y deleitándole con la buena música que arrancaba del teclado.

Y aquella amistad fue estrechándose a grado tal que en el momento en que Nigeradze se desprendió de su hogar, como quien se libra de una pesada carga, a la vez que se estableció en el Edificio Lafayette, suplicó al matrimonio Granroos que de una manera permanente le invitaran a la mesa, pagando él una pensión de se-senta pesos mensuales.

Concetta di Leone, despedazada moralmente al ver primero que la pecunia había escapado tras los malos negocios y después que se le escapaba también el amor de su marido, no pudo admitir que la amistad entre Nigeradze y el matrimonio Granroos fuera leal, desinteresada; por ello comenzó a germinar en su pecho la pasión de los celos.

De tal suerte que aquel sábado juró que no fueron los celos, porque no estaba celosa, ya que se consideraba más agraciada que la pianista rusa, pero en el fondo de sus palabras se adivinaba que la terrible pasión de los celos le corroía hasta arrojarla hacia el crimen.

Y tan era así, que habló también de que en el cine los veía juntos y que aquel día advirtió una conducta extraña por parte de Nigeradze, lo que la enloqueció y la arrastró a buscar la pistola con la que delinquió.

Dramática declaración

Una vez que el personal policiaco tuvo en su poder el cadáver del príncipe Nigeradze, se inició en la Octava Delegación un verdadero ajetreo. Fotógrafos, periodistas, amigos del vicecónsul Granroos y muchos curiosos que se dieron cita en el local de la oficina judicial, no hacían otra cosa más que estorbar, comentaban oficiales y agentes en los pasillos.

Fue el delegado, licenciado Fernando Sastrias, así como su competente secretario Miguel Gómez Gutiérrez, quienes lograron poner un poco de orden y comenzaron a investigar lo que había en el fondo de éste, que fue calificado por LA PRENSA como el “enésimo crimen pasional”.

El reportero policiaco logró colarse a la Sección Médica, donde la delicada mujer estaba medio cubierta con un abrigo gris; allí logró escuchar parte del relato que hizo sobre la tragedia, mientras todavía se encontraba bajo el cuidado médico.

Su boca, seca por la emoción, por momentos le impedía articular palabra y de su garganta entonces salía un sonido inarticulado que parecía asfixiarla; pedía entonces agua, pero nadie se la acercaba, como si estuviera ya sufriendo también un castigo, pero en realidad era por prescripción de los médicos.

Y así, tendida sobre el pobre camastro en esa pieza fría, comenzó a relatar que fue muy feliz cuando se casó y durante los primeros años de matrimonio. Recordó detalles nimios quizá, como el de que en una conocida pastelería de esta ciudad se le preparó su pastel de bodas.

Su idolatría hacia el príncipe la hizo permitir que sus hijos, producto de su primer matrimonio, se alejaran de ella y le perdieran cariño, lo que hoy se reprochaba.

-¡Oh, si yo tuviera a mis hijos! -decía y se veía en un hondo desconsuelo.

Después relató cuando comenzaron los tiempos malos junto al príncipe, pero ahí estaba ella para consolarlo, para ofrecerle el dinero necesario incluso para el pago de los compromisos de la fábrica, en la que su marido era gerente.

Incluso sus preciadas alhajas fueron a dar al empeño, con tal de ver feliz al amado, pero cuyos frutos siempre quedaban sin florecer. En un principio, le había dicho que ella no debería de usarlas, porque eran el regalo de otro hombre y eso le parecía una afrenta como su nuevo esposo; sin embargo, en los momentos más críticos, cuando el príncipe había perdido fuertes cantidades de dinero, no vaciló en aceptarlas para pagar con ellas las deudas que había adquirido, más las que se le acumulaban de sus fracasos empresariales.

Finalmente, luego de todo aquel rodeo sobre su vida al lado de Vladimir Nigeradze, llegó a la médula del tema, es decir, cuando comenzó a abandonarla. Por eso, Concetta aún sufría la herida que le prendió esta situación.


-Esa mujer -decía refiriéndose a la pianista rusa- tiene la culpa de todo; ella fue la que me arrebató el cariño, la consideración de mi esposo.

Entonces, recordó cuando en una ocasión, encontrándose en el Cine Olimpia a donde fue para disipar su tristeza, vio en unas bancas adelante a su esposo con el matrimonio Granroos, pero ella recargada notablemente en el hombro del príncipe.

¡Celos mortales!

Por momentos, Concetta parecía que deliberaba y sus palabras se hacían incongruentes. De sus delgados y secos labios –sin rastro ya del labial rojo que antes encendía sus facciones- salían leves balbuceos:

-¡Le juro que no me quiero defender! ¡Para qué quiero la vida!

La señora agregó que se encontraba desesperada. Ante su mente habían desfilado las semanas y días que había pasado sin comer a sus horas, haciéndole falta el dinero necesario para su decorosa subsistencia.

Y después, como corroída por la duda y la culpa, preguntaba si su esposo aún vivía; porque debido a la crisis que la atormentaba, durante algunas horas se hizo creer a Concetta que Nigeradze sobreviviría a sus heridas.

Después y aceptando la invitación que le hacía el secretario de la delegación, Gómez Gutiérrez, Concetta reanudó su relato.

Indicó que alrededor del mediodía de aquel 28 de noviembre de 1939, se encontraba positivamente triste, desesperada. Ante su mente desfilaban los días, las semanas que había pasado sin comer a sus horas, haciéndole falta el dinero necesario para su decorosa subsistencia y, entonces recordó también que todos los sábados su esposo acostumbraba visitar algún cine en compañía del vicecónsul de Finlandia y la esposa de éste.

Sin sombrero y sin abrigo, salió de su departamento para encaminarse hasta la casa en que vivía el matrimonio Granroos para suplicar a su esposo el retorno al hogar. Esperó algunos minutos que le parecieron eternos, pero al fin vio salir al vicecónsul y a su esposo de aquella casa para ella maldita; vio que se despedían, pero ya en la esquina el príncipe volvió sobre sus pasos y regresó al lado de la pianista rusa.

Los celos la hicieron saltar y entonces fue hacia el teléfono para ponerse en comunicación con Leo Granroos, a quien invitó a volver a la casita de la calle de Chilpancingo.

-No hable por teléfono –dijo Concetta-, si no tome un coche y venga a convencerse...

Efectivamente, a los cuantos minutos vio llegar el coche y entró el señor Granroos, aunque sin resultado, porque más tarde vio salir a éste y al príncipe amigablemente de la casa.

No pudo resistir más, se encaró con el vicecónsul y quiso hacerle ver lo inconveniente de la conducta del príncipe, aunque también sin que se le escuchara. Y entonces, loca de la desesperación, se dirigió a su casa para sacar un poco de dinero; y quizás sin saber por qué, advirtió en el closet la pistola que puso en sus manos. Luego, salió a la calle para llegar al encuentro del príncipe y de Granroos que llegaban ya a las calles de Ámsterdam y Citlaltépetl.

Quiso hablar, pero como fue prácticamente ignorada, disparó sin saber cuántas veces, ni si su esposo ahí quedó muerto o herido.

Al llegar a esta última parte de su relato, Concetta la contó a veces quedamente y en otros momentos a gritos, como si le faltara el aire y estuviera a punto de ahogarse. Sus ojos iban de un lado para otro buscando respuestas a preguntas no formuladas; enarcaba sus cejas y la frente se le contraía, en tanto que levantaba sus manos y después las dejaba caer pesadamente contra el lecho.

Las emociones estaban a flor de piel y parecía arder un fuego en el interior de Concetta que se consumía de amor y desamor, por lo cual fue necesario dejarla descansar para después sacarla de aquel sitio y llevarla a la oficina, apoyándose como una enferma, como una positivamente loca, apoyándose en los brazos del secretario Gómez Gutiérrez y de otra persona.

En libertad gracias a su acento

Ya avanzada aquella noche sabatina del 28 de noviembre de 1936, Granroos comenzó a rendir declaración voluntaria para hacer referencia de cómo conoció al príncipe, de cómo éste le contó las penas que pasaba al lado de Concetta, que de continuo le reprochaba la pérdida de dinero, de las alhajas y lo ponía en predicamento ante sus amistades cuando hacía escándalos, que él consideraba injustificados.

En días previos a la fatídica fecha, dijo el vicecónsul: “Ella intentó matar al príncipe y fue necesario llevarla a la Jefatura de la Policía donde se le amonestó enérgicamente para que abandonara esa actitud. Por todas esas causas el noble ruso había resuelto separarse de su esposa, lo que a ésta la ponía fuera de sí”.

Respecto a los momentos del ataque, no hubo explicación alguna entre el príncipe, a quien él acompañaba por la Plaza Citlaltépetl, y Concetta, pues únicamente y de pronto él escuchó varias detonaciones y vio caer moribundo a Nigeradze, permaneciendo a pocos pasos Concetta.

Ya en la Penitenciaría, Concetta fue ubicada junto a tres famosas delincuentes: “Chole, La Ranchera”, quien dio muerte a su amigo en el Hotel Casa Blanca; Dolores Ibarra, la que en compañía del ingeniero Jorge Gamboa Changuaceda, plagió a un millonario alemán, y María Elena Blanco, la hermosa complicada en el salvaje asesinato de Francisco Javier Silva, conocido joyero capitalino.

Con la cabeza cubierta con un paño negro, la señora se negaba a posar para los fotógrafos y, entre sollozos, comentó que el vicecónsul había mentido al decir que ella era interesada, “el móvil del homicidio no fueron los billetes”.

-Como buena esposa -dijo- procuré siempre ayudar a mi esposo a quien quería entrañablemente. Por ello le di todo lo que tenía para que emprendiera el negocio de la fábrica de jabón Alpha. Primeramente le entregué 14,000 pesos en efectivo y más tarde 25,000 pesos, producto de la hipoteca de mi casa en la calle Iztaccíhuatl. Luego le di 5,000 pesos más que me facilitaron en el Monte de Piedad por mis alhajas, quedándome sin dinero y atenida a una pensión raquítica que me enviaba un hermano.

La justicia ciega

Los médicos que practicaron la autopsia dictaminaron que tres de las cinco heridas que presentaba eran mortales. Poco antes de las 18:00 horas del martes 1 de diciembre de 1936, le fue informado a la mujer que el príncipe había fallecido.

Para evitar que se suicidara la “princesa” por la crisis nerviosa sufrida, el general Eduardo Andalón Félix, director de la Penitenciaría, ordenó una sobrevigilancia. En realidad, la señora no tenía de qué preocuparse. La justicia nunca ha sido pareja en ningún país y las cuestiones se arreglan de una u otra forma.

Concetta di Leone fue procesada sólo siete años después que María Teresa Landa, en casos que quedaron en la memoria de los ciudadanos testigos de las historias de amor y muerte. Para 1936, el jurado popular ya no existía, como en el caso de Tere y la princesa fue juzgada por tres jueces.

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El final no fue el desenlace

El fiscal que llevó el caso de Concetta di Leone sostuvo que mató a su esposo por odio, por tal motivo pidió una condena por homicidio simple. Sin embargo, llamó la atención que no fue considerada responsable de un homicidio calificado, pese a que podría haberse pensado que actuó con premeditación, ventaja y alevosía.

José María Gutiérrez, defensor de Concetta, sostuvo que había actuado en estado de trastorno mental y en defensa de su honor. Para probar su tesis, Gutiérrez presentó los testimonios de amigas y vecinas, quienes sostuvieron que días antes del crimen la habían visto extremadamente alterada y lo atribuyeron al abandono y la miseria.

También, un testigo que había presenciado el asesinato, relató cómo ella le dirigía “palabras amorosas” al cuerpo de Vladimir y aseguró que “parecía haber perdido la razón”.

Los jueces, tras escuchar los alegatos del fiscal y del defensor de Concetta y ante las evidencias, consideraron el caso como un homicidio simple; no obstante, debido a la circunstancia -sobre todo respecto al estado mental y emocional de Concetta luego de dar muerte al príncipe-, aplicaron el mínimo de la pena, el cual era de ocho años de prisión.

-No puedo, no puedo, déjenme. Ocho años. No los resisto. Es toda una vida -exclamó la princesa al ser notificada.

Es verdad, había matado por amor, y parecía que todo le sería perdonado debido a su estado de desesperación, a las penurias que vivió y, además, por su encanto. Aunque allí no terminó su suerte ni su destino fue la prisión eterna.

La “princesa asesina” recuperó su libertad “con las reservas de ley” en octubre de 1937, cuando el nombre de Concetta di Leone dio mucho de qué hablar en círculos sociales de aquella época, cuando se le recordaba como la mujer que dejó buen esposo e hijos pequeños por seguir al hombre a quien privaría de la existencia, en un ambiente de celos que jamás olvidaría...

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