/ martes 2 de abril de 2019

El verdugo encapuchado

Las redes sociales se han convertido en una santa inquisición donde quien señala, quien acusa, es el mismo que juzga, sentencia y siempre se cree dueño de la verdad absoluta. No importan las historias ni las dos versiones, lo relevante es saber quién ha sido culpable y el castigo que se le impondrá.

En las benditas redes sociales, no existe derecho de réplica. Si ya te señalaron, ya te jodieron, ya sea con imágenes, ya sea con acusaciones desde el anonimato, ya sea con la viralización de tu nombre y tu foto en todos lados.

El Twitter se vuelve un verdugo encapuchado que te corta la cabeza sin ni siquiera tomarse la molestia de investigar la veracidad de la acusación. En Facebook, basta con denigrarte en tus círculos sociales, tu trabajo, tus amistades, tu escuela, tus familiares.

En muchos casos, las benditas redes sociales ayudan sin duda a cumplir con una causa: el denunciar un hecho que siempre tendrá el respaldo de saber quién lo está señalando, o, tratándose del crimen organizado o de situaciones donde se arriesga la vida, se vale ocultar la identidad. No sucede así cuando utilizas las redes sociales para intencionalmente dañar y desprestigiar a una persona por revanchismo o venganza.

Y no me refiero ni al #MeToo ni al suicidio de Armando Vega Gil, quien asumió su propia sentencia matándose. Me refiero a las historias de suicidios entre nuestra juventud, que, por el hecho de haberse filtrado sus fotos desnudas, o habérsele señalado de alguna mentira que se convirtió en verdad, toman la salida falsa por no soportar el escarmiento social derivado de las malditas redes sociales. Casos documentados hay en nuestro país.

Estamos viviendo una nueva época donde las redes sociales suplantan nuestra convivencia diaria, donde en una comida, cena o reunión se prefiere estar más al pendiente del celular que el de escuchar al del lado. Por ello, prioriza hacer una parada, y revisar qué responsabilidad asumimos en este proceso. Estamos a tiempo.

@floresaquino

Las redes sociales se han convertido en una santa inquisición donde quien señala, quien acusa, es el mismo que juzga, sentencia y siempre se cree dueño de la verdad absoluta. No importan las historias ni las dos versiones, lo relevante es saber quién ha sido culpable y el castigo que se le impondrá.

En las benditas redes sociales, no existe derecho de réplica. Si ya te señalaron, ya te jodieron, ya sea con imágenes, ya sea con acusaciones desde el anonimato, ya sea con la viralización de tu nombre y tu foto en todos lados.

El Twitter se vuelve un verdugo encapuchado que te corta la cabeza sin ni siquiera tomarse la molestia de investigar la veracidad de la acusación. En Facebook, basta con denigrarte en tus círculos sociales, tu trabajo, tus amistades, tu escuela, tus familiares.

En muchos casos, las benditas redes sociales ayudan sin duda a cumplir con una causa: el denunciar un hecho que siempre tendrá el respaldo de saber quién lo está señalando, o, tratándose del crimen organizado o de situaciones donde se arriesga la vida, se vale ocultar la identidad. No sucede así cuando utilizas las redes sociales para intencionalmente dañar y desprestigiar a una persona por revanchismo o venganza.

Y no me refiero ni al #MeToo ni al suicidio de Armando Vega Gil, quien asumió su propia sentencia matándose. Me refiero a las historias de suicidios entre nuestra juventud, que, por el hecho de haberse filtrado sus fotos desnudas, o habérsele señalado de alguna mentira que se convirtió en verdad, toman la salida falsa por no soportar el escarmiento social derivado de las malditas redes sociales. Casos documentados hay en nuestro país.

Estamos viviendo una nueva época donde las redes sociales suplantan nuestra convivencia diaria, donde en una comida, cena o reunión se prefiere estar más al pendiente del celular que el de escuchar al del lado. Por ello, prioriza hacer una parada, y revisar qué responsabilidad asumimos en este proceso. Estamos a tiempo.

@floresaquino