/ martes 5 de noviembre de 2019

Historias en el subterráneo de la Ciudad de México

Entre tumultos y las prisas de los capitalinos, el Metro se convierte en un espacio donde se dan los encuentros más inesperados

Se subió en San Antonio Abad. Yo venía de Revolución. No sabía si me iba a reconocer. Habían pasado varios años desde la reciente ocasión que nos vimos. Coincidimos en una oficina de gobierno hace tiempo. Ella como asesora y yo encargado de prensa. Recuerdo que en ese año acababa de llegar a México de estudiar una maestría y un doctorado en Geografía en La Sorbona de París. En aquel tiempo supe que era madre soltera con dos hijas. Consiguió una beca y con esa se había ido cuatro años a Francia, con muchas limitaciones y con sus niñas bajo su total responsabilidad.

Trabajamos juntos en la misma oficina durante algún tiempo, yo salí, ya no supe de ella y ahora la encuentro en el Metro. Me fui acercando distraídamente para que no fuera a pensar que quería ligarla --con eso de que ahora caras vemos, mañas no sabemos--. Ella me vio y me reconoció de inmediato, aunque no estoy seguro que se acuerde de mi nombre. No me lo preguntó tampoco.

Entre apretujones y aventones de la gente al salir y bajar del vagón, me platicó que sus hijas ya están en la universidad. Me sorprendió porque ella se ve muy joven. No me atreví a preguntarle su edad. Es chaparrita y muy guapa. Me dijo que venía de una consulta en el Hospital de Homeopatía, en Tlaxcoaque, entre las estaciones Pino Suárez y San Antonio Abad. No te ves enferma, al contrario, le comenté en tono jocoso. Es un chequeo de rutina, me contestó. Estaba feliz porque acababan de entregarle por fin sus cédulas profesionales de maestría y doctorado. El trámite “sólo” duró alrededor de 14 años, me dijo. Así se las gastan en México, pensé.

Estudió la licenciatura en Relaciones Internacionales en la Facultad de Ciencias Políticas y Sociales de la UNAM. Con todo y su doctorado –reconoció—un tiempo trabajó “sacando copias, puntas a los lápices” y auxiliando en cursos de capacitación en otra oficina de gobierno, con un sueldo que apenas alcanzaba. Un día se armó de valor, renunció, con todo y sus cuentas por pagar. Comenzó a dedicarse a lo que más le atrae: la enseñanza a estudiantes de posgrado de una especialidad que no es muy conocida todavía en México: Geopolítica.

Al principio fue muy difícil porque los salarios tampoco son muy buenos para los profesores. Pagan por hora. Llegó a ganar 100 pesos por clase. Estuvo a punto de abandonar su vocación, volver a la burocracia, pero no se rindió, aunque reconoce que había ocasiones en que lloraba a solas pensando que posiblemente se había equivocado al renunciar a la zona de confort de un salario fijo.

Lleva seis años como catedrática en instituciones militares, de marina y de investigación. Gana bien --no me dijo cuánto-- y es reconocida por sus alumnos como una maestra estricta, pero eficiente. Me la imagino imponiendo respeto en su clase a oficiales de rango, pese a ser bajita de estatura.

Hace unos meses fue a hacer un trabajo a Montreal sobre la población migrante mexicana en Canadá, pagado por un organismo gubernamental, tiene varios artículos publicados en revistas especializadas y ahora es muy reconocida en el ámbito académico donde se desenvuelve. La recordaba tímida e insegura. Había cambiado. Ahora habla con mucha confianza de sí misma y de su trabajo. Tiene auto, pero prefiere viajar en Metro a lugares conflictivos de tránsito.

Me bajé en Ermita. Ella siguió a Taxqueña. Una mexicana exitosa en estos tiempos difíciles. Aquí cabe esa frase que le atribuyen a Napoleón: la grandeza se mide de la cabeza al cielo.


JLP

Se subió en San Antonio Abad. Yo venía de Revolución. No sabía si me iba a reconocer. Habían pasado varios años desde la reciente ocasión que nos vimos. Coincidimos en una oficina de gobierno hace tiempo. Ella como asesora y yo encargado de prensa. Recuerdo que en ese año acababa de llegar a México de estudiar una maestría y un doctorado en Geografía en La Sorbona de París. En aquel tiempo supe que era madre soltera con dos hijas. Consiguió una beca y con esa se había ido cuatro años a Francia, con muchas limitaciones y con sus niñas bajo su total responsabilidad.

Trabajamos juntos en la misma oficina durante algún tiempo, yo salí, ya no supe de ella y ahora la encuentro en el Metro. Me fui acercando distraídamente para que no fuera a pensar que quería ligarla --con eso de que ahora caras vemos, mañas no sabemos--. Ella me vio y me reconoció de inmediato, aunque no estoy seguro que se acuerde de mi nombre. No me lo preguntó tampoco.

Entre apretujones y aventones de la gente al salir y bajar del vagón, me platicó que sus hijas ya están en la universidad. Me sorprendió porque ella se ve muy joven. No me atreví a preguntarle su edad. Es chaparrita y muy guapa. Me dijo que venía de una consulta en el Hospital de Homeopatía, en Tlaxcoaque, entre las estaciones Pino Suárez y San Antonio Abad. No te ves enferma, al contrario, le comenté en tono jocoso. Es un chequeo de rutina, me contestó. Estaba feliz porque acababan de entregarle por fin sus cédulas profesionales de maestría y doctorado. El trámite “sólo” duró alrededor de 14 años, me dijo. Así se las gastan en México, pensé.

Estudió la licenciatura en Relaciones Internacionales en la Facultad de Ciencias Políticas y Sociales de la UNAM. Con todo y su doctorado –reconoció—un tiempo trabajó “sacando copias, puntas a los lápices” y auxiliando en cursos de capacitación en otra oficina de gobierno, con un sueldo que apenas alcanzaba. Un día se armó de valor, renunció, con todo y sus cuentas por pagar. Comenzó a dedicarse a lo que más le atrae: la enseñanza a estudiantes de posgrado de una especialidad que no es muy conocida todavía en México: Geopolítica.

Al principio fue muy difícil porque los salarios tampoco son muy buenos para los profesores. Pagan por hora. Llegó a ganar 100 pesos por clase. Estuvo a punto de abandonar su vocación, volver a la burocracia, pero no se rindió, aunque reconoce que había ocasiones en que lloraba a solas pensando que posiblemente se había equivocado al renunciar a la zona de confort de un salario fijo.

Lleva seis años como catedrática en instituciones militares, de marina y de investigación. Gana bien --no me dijo cuánto-- y es reconocida por sus alumnos como una maestra estricta, pero eficiente. Me la imagino imponiendo respeto en su clase a oficiales de rango, pese a ser bajita de estatura.

Hace unos meses fue a hacer un trabajo a Montreal sobre la población migrante mexicana en Canadá, pagado por un organismo gubernamental, tiene varios artículos publicados en revistas especializadas y ahora es muy reconocida en el ámbito académico donde se desenvuelve. La recordaba tímida e insegura. Había cambiado. Ahora habla con mucha confianza de sí misma y de su trabajo. Tiene auto, pero prefiere viajar en Metro a lugares conflictivos de tránsito.

Me bajé en Ermita. Ella siguió a Taxqueña. Una mexicana exitosa en estos tiempos difíciles. Aquí cabe esa frase que le atribuyen a Napoleón: la grandeza se mide de la cabeza al cielo.


JLP

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