El Hotel Cuba puede que tenga una calificación de cinco estrellas, pero es seguro que desde los treintas no le han dado ni una pintadita; el control remoto está encadenado al buró, las sábanas hechas jirones y un escroto de focos desnudos cuelga del techo.
Pero yo no estaba en la Ciudad de México por vacaciones. Necesitaba encontrar a La Mora, entender por qué me robó, descubrir si los días pegajosos que habíamos pasado pegaditos, habían significado algo para ella.
¿Y si no la encontraba? Siempre podría optar por saltar desde uno de los rascacielos que rodean la Ciudad de México.
Al menos la habitación daba hacia la Plaza Santo Domingo, una plaza con columnas de edificios barrocos de la época española que sostienen los tres pilares de la sociedad mexicana: una catedral, las trocas con soldados armados y, frente al “Seven” más ornamentado del mundo: prostitutas.
—Hola güero—susurró una mujer cuando salí a la calle después de comprar agua mineral, limones y un tequila. Debía tener unos 50 años, sus hombros anchos, fuertes, desnudos. Debajo de kilos de maquillaje barato noté una sonrisa.—Me llamo Carmen…te ves perdido. Cicatriz está en la Roma, ¿eh?.
—¿Qué es Cicatriz?
—Una farsa en la que todos los gringos caen y pierden sus dólares.
—Estoy buscando una mujer—le dije—su nombre es La Mora.
—¿Tu novia?
—Más o menos…nos conocimos en Los Ángeles, ella me robó.
—Suena a amor verdadero—respondió.—Preguntaré por ahí.
—¿Conoces el Covadonga o La Mascota?—pregunté, recitando los nombres de las cantinas que La Mora había escrito en los márgenes de la novela de Herrera. —¿O Escandalar? ¿Sabes dónde quedan?
—La única diversión en la Ciudad de México está frente a ti—dijo Carmen.—Puedes agradecerle a la puta de la alcaldesa, doña Claudia por cerrar todo. Pinche judía.
—¿Qué tiene que ver que sea judía?, ¿Eso es malo?
—Para nada, yo odio a todos por igual. La verdad es que los judíos no son tan malos, son amantes generosos y dejan buenas propinas. Créeme, me he acostado con la mitad de los comerciantes de shmata de la calle Las Cruces, dijo mientras le echaba un ojo a una suburban negra que estaba junto a la plaza, donde sus colegas se movian en manada. —Bueno, ya, tengo hijos que mantener, así que o pagas o te largas.
—Me estoy quedando en El Hotel Cuba.
—Ah mira, el jefe de jefes quedándose en un mierdero más asqueroso que mi tercer marido…—dijo, mientras se quitaba las zapatillas para ponerse unos Crocs que sacó de su bolsa.
Trescientos pesos por 15 minutos, pero sólo una posición y mi blusa se queda puesta. Nada de besos. Cualquier otra posición son 100 pesos adicionales, explicó Carmen, aventándome un condón. Serví tequila en dos vasos de plástico y le ofrecí uno, pero sacudió su cabello rubio:
—No bebo, calorías vacías. El tiempo corre, güero.
Carmen no se movió ni una sola vez, su cuerpo robusto era una roca a la que me aferraba, como si soltarlo significara caer al abismo. Quizá encontrar a La Mora requería meterme en los rincones más oscuros de mis peores vicios. Sino, entonces, ¿Por qué había volado a la Ciudad de México e invitado a Carmen a mi habitación? Por mucho que deseara amor, una pareja, una esposa; el camino hacia la felicidad conyugal era largo, sinuoso y lleno de baches y callejones sin salida.
—¿Puedo tomarme una foto contigo?—le pregunté al terminar.
—No, cómo crees, yo soy una profesional—lo dijo mientras me tomaba una foto y arrojaba la polaroid sobre la cama. —¡Buena suerte con tu chica!
Quedé aturdido, débil y hambriento; pero bebiendo tequila y haciendo pilates volví a llamar a Pujol.
La línea sonó y sonó hasta que dejó de hacerlo.
Continuará ...
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