/ viernes 22 de marzo de 2024

OPINIÓN POR DR. JULIO CÉSAR BONILLA GUTIÉRREZ |

En el corazón mismo de la era digital que hemos generado, se libra una batalla silenciosa pero de consecuencias estruendosas, cuyo desenlace podría redefinir los contornos mismos de nuestra privacidad, autonomía y hasta la de nuestra esencia humana.

Me refiero a la batalla de Algoritmos vs. Datos, un enfrentamiento que, aunque pueda parecer esotérico a primera vista, incide directamente en la vida de cada uno de nosotros, moldeando desde nuestras elecciones más triviales hasta nuestras convicciones más arraigadas.

La esencia de esta batalla yace en el ciclo vital de las inteligencias artificiales y sus algoritmos. Estas entidades digitales, diseñadas por la mente humana, cobran vida y evolucionan alimentándose de los datos que generamos las personas. Cada clic, búsqueda en internet, publicación en redes sociales o interacción en línea, se convierte en un suculento bocado de información que, al ser procesado, permite a estas inteligencias aprender, crecer; y, lo que es más inquietante, predecir y manipular nuestros comportamientos.

También hay que subrayar que esta simbiosis entre algoritmos y datos, tiene el potencial de ofrecer a la humanidad beneficios sin precedentes. Desde revolucionar la medicina con diagnósticos precisos y personalizados hasta mitigar desastres naturales mediante modelos predictivos cada vez más exactos. Sin embargo, el mismo proceso que alimenta estos avances pone al descubierto nuestras vidas, despojándonos de la privacidad y exponiendo nuestras vulnerabilidades a entidades cuyas intenciones, alcances y limitaciones aún no comprendemos, o al menos no del todo.

Los algoritmos, en su búsqueda incansable por optimizar, categorizar y predecir, no son más que reflejos de los datos con los que son entrenados. Esto plantea un problema fundamental: los datos son intrínsecamente imperfectos, incompletos y, muy a menudo, sesgados. La realidad capturada por estos datos es, por tanto, una simplificación, una sombra distorsionada de la complejidad humana. A pesar de ello, los algoritmos que los procesan son empleados para tomar decisiones que afectan temas como el acceso a créditos y otros más complejos como las sentencias judiciales, pasando por la personalización de la información que consumimos, creando cámaras de eco o burbujas de filtro que refuerzan nuestras creencias y que, en los hechos, nos aíslan de perspectivas diversas.

La tensión entre algoritmos y datos se manifiesta, entonces, en un ciclo de retroalimentación que, mientras más se perfecciona, parece escapar cada vez más de nuestro control. Nos encontramos atrapados en un bucle o loop donde los algoritmos aprenden de los datos que generamos, pero esos mismos algoritmos, a su vez, influyen en la información que recibimos y en cómo interactuamos con el mundo digital, generando aún más datos para ser procesados.

Ante este panorama, apenas comprensible, surge una pregunta crucial: ¿es posible inclinar la balanza a favor de la humanidad en esta batalla? La respuesta yace, paradójicamente, en la utilización consciente y crítica de la misma tecnología que nos desafía. Es imperativo fomentar el desarrollo de algoritmos transparentes, éticos y, sobre todo, diseñados para reconocer y corregir sus propios sesgos. La educación digital debe ser prioritaria, capacitando a las personas para que comprendan no sólo cómo interactuar con la tecnología, sino también cómo esta interactúa con nosotros.

La batalla de algoritmos vs. datos crea la interrogante sobre si es posible o no que pueda ganarse por completo; es más bien un equilibrio dinámico que debe ser cuidadosamente gestionado y preservado. La reflexión y la acción colectiva serán nuestras herramientas más poderosas en este empeño. Debemos abogar por políticas que protejan nuestros datos personales, no como una mercancía, sino como extensiones de nuestra identidad y autonomía. Al final, quizá, la cuestión no es tanto quién ganará la batalla, sino cómo podemos asegurarnos de que, en el proceso, no perdamos aquello que nos permite llamarnos humanos.

Opinión por Dr. Julio César Bonilla Gutiérrez, Comisionado Ciudadano del INFO CDMX

En el corazón mismo de la era digital que hemos generado, se libra una batalla silenciosa pero de consecuencias estruendosas, cuyo desenlace podría redefinir los contornos mismos de nuestra privacidad, autonomía y hasta la de nuestra esencia humana.

Me refiero a la batalla de Algoritmos vs. Datos, un enfrentamiento que, aunque pueda parecer esotérico a primera vista, incide directamente en la vida de cada uno de nosotros, moldeando desde nuestras elecciones más triviales hasta nuestras convicciones más arraigadas.

La esencia de esta batalla yace en el ciclo vital de las inteligencias artificiales y sus algoritmos. Estas entidades digitales, diseñadas por la mente humana, cobran vida y evolucionan alimentándose de los datos que generamos las personas. Cada clic, búsqueda en internet, publicación en redes sociales o interacción en línea, se convierte en un suculento bocado de información que, al ser procesado, permite a estas inteligencias aprender, crecer; y, lo que es más inquietante, predecir y manipular nuestros comportamientos.

También hay que subrayar que esta simbiosis entre algoritmos y datos, tiene el potencial de ofrecer a la humanidad beneficios sin precedentes. Desde revolucionar la medicina con diagnósticos precisos y personalizados hasta mitigar desastres naturales mediante modelos predictivos cada vez más exactos. Sin embargo, el mismo proceso que alimenta estos avances pone al descubierto nuestras vidas, despojándonos de la privacidad y exponiendo nuestras vulnerabilidades a entidades cuyas intenciones, alcances y limitaciones aún no comprendemos, o al menos no del todo.

Los algoritmos, en su búsqueda incansable por optimizar, categorizar y predecir, no son más que reflejos de los datos con los que son entrenados. Esto plantea un problema fundamental: los datos son intrínsecamente imperfectos, incompletos y, muy a menudo, sesgados. La realidad capturada por estos datos es, por tanto, una simplificación, una sombra distorsionada de la complejidad humana. A pesar de ello, los algoritmos que los procesan son empleados para tomar decisiones que afectan temas como el acceso a créditos y otros más complejos como las sentencias judiciales, pasando por la personalización de la información que consumimos, creando cámaras de eco o burbujas de filtro que refuerzan nuestras creencias y que, en los hechos, nos aíslan de perspectivas diversas.

La tensión entre algoritmos y datos se manifiesta, entonces, en un ciclo de retroalimentación que, mientras más se perfecciona, parece escapar cada vez más de nuestro control. Nos encontramos atrapados en un bucle o loop donde los algoritmos aprenden de los datos que generamos, pero esos mismos algoritmos, a su vez, influyen en la información que recibimos y en cómo interactuamos con el mundo digital, generando aún más datos para ser procesados.

Ante este panorama, apenas comprensible, surge una pregunta crucial: ¿es posible inclinar la balanza a favor de la humanidad en esta batalla? La respuesta yace, paradójicamente, en la utilización consciente y crítica de la misma tecnología que nos desafía. Es imperativo fomentar el desarrollo de algoritmos transparentes, éticos y, sobre todo, diseñados para reconocer y corregir sus propios sesgos. La educación digital debe ser prioritaria, capacitando a las personas para que comprendan no sólo cómo interactuar con la tecnología, sino también cómo esta interactúa con nosotros.

La batalla de algoritmos vs. datos crea la interrogante sobre si es posible o no que pueda ganarse por completo; es más bien un equilibrio dinámico que debe ser cuidadosamente gestionado y preservado. La reflexión y la acción colectiva serán nuestras herramientas más poderosas en este empeño. Debemos abogar por políticas que protejan nuestros datos personales, no como una mercancía, sino como extensiones de nuestra identidad y autonomía. Al final, quizá, la cuestión no es tanto quién ganará la batalla, sino cómo podemos asegurarnos de que, en el proceso, no perdamos aquello que nos permite llamarnos humanos.

Opinión por Dr. Julio César Bonilla Gutiérrez, Comisionado Ciudadano del INFO CDMX