/ domingo 17 de marzo de 2024

OPINIÓN DE LUIS WERTMAN ZASLA | Hágase la luz

Por Luis Wertman Zaslav


Un principio de seguridad es que exista un buen alumbrado público en las calles para inhibir a quienes buscan afectarnos y que se benefician de la mala iluminación. Puede parecer lógico, pero en aquellos sitios donde podemos ver con claridad cuando cae la noche, es difícil cometer un acto ilícito como un robo o un asalto.

La sensación es fácil de percibir. Si caminamos por un camellón bien iluminado, de lado a lado, nos sentimos tranquilos e incluso hasta lo disfrutamos, ahora que ha subido temperatura. Por el contrario, si está oscuro preferimos no salir de casa y posponer cualquier asunto que tengamos afuera. ¿Quién se beneficia de calles desiertas y en penumbras? Solo la delincuencia.

Comprender esta regla social nos permitirá exigir a las autoridades locales que cuenten con un plan permanente de mantenimiento de las luminarias públicas. Cada alcaldía de la Ciudad de México tiene atribuciones y responsabilidades al respecto, pero somos los ciudadanos lo que podemos reportar constantemente y de primera mano dónde necesitamos que se haga la luz.

La presencia de una mayoría de nosotros en cada uno de nuestros vecindarios fortalece la seguridad y facilita la tarea de patrullaje policial, pero provoca efectos adicionales que son difíciles de igualar solo con el trabajo diario de policías y patrullas. Una forma de medir la eficacia en seguridad es enumerar los elementos y unidades dedicadas a la vigilancia; sin embargo, esa supervisión no sustituye, por ejemplo, a la convivencia que se da entre la gente en horarios en los que podría actuar la delincuencia. Es más, cualquier falta cívica reiterada como beber en la vía pública, es posible a partir de una mala iluminación, lo mismo que el vandalismo. Y de ahí a la comisión de un delito del fuero común, la distancia es mínima.

Asimismo, una buena iluminación fomenta el comercio y ello hace crecer la plusvalía de muchas colonias (y tristemente también la gentrificación de varias de ellas) simplemente por el hecho de que se perciben activas, pobladas y, en consecuencia, tranquilas. ¿Por qué otro motivo estaría tanta gente en la calle, ya sean vecinos o visitantes?

La consecuencia de frecuentar nuestras calles amplía el número de pares de ojos que están al pendiente de las mejoras que pueden hacerse al entorno, de las áreas públicas que podrían rehabilitarse para actividades deportivas y culturales, así como de personas sospechosas que no vienen a consumir o pasear. Suena irónico, pero ningún delincuente ha logrado hasta la fecha ser invisible, puede pasar desapercibido, pero eso es posible por, de nuevo, un mal alumbrado público.

La presencia de automóviles que no son conocidos y hasta la reducción de la velocidad se consigue si hay luminarias en condiciones óptimas. No hace mucha diferencia si son las de un poste o las conocidas como “lápiz”, lo importante en una ciudad como la capital del país es que estén encendidas todas las noches.

La luz pública aumenta el riesgo de fracaso si se pretende cometer un delito. Ayuda a las cámaras de seguridad identificar mejor los rostros y las matrículas y hace que estemos pendientes de lo que sucede a nuestro alrededor. Un delito que tiene 50 por ciento de posibilidades de no resultar exitoso es probable que nunca se cometa.

Hubo un tiempo en que no contamos con el avance tecnológico de la iluminación artificial. La Ciudad de México era otra y poca gente estaba entre la oscuridad. Quienes lo hacían no eran considerados como personas con buenas intenciones.

Para disuadirlos que cometer faltas o alboroto, se creó a los “serenos” que caminaban toda la noche con un enorme farol y anunciaban a los ciudadanos su presencia avisando la hora y el estado de tranquilidad de la calle. Los “serenos” eran agentes de la policía o de comisaría armados que estaban encargados de asistir a quien estuviera a altas horas de la noche fuera y de combatir a los delincuentes de la época.

Hoy tenemos tecnología que era impensable hace menos dos siglos. No obstante, el principio de oscuridad sigue manteniéndose, y obstaculizando, los esfuerzos que podemos llevar a cabo como sociedad para vivir más seguros.

Una tarea cívica que nos involucra a todas y a todos es demandar alumbrado público donde haga falta y un mantenimiento constante, así sea una sola lámpara la que esté apagada.

La noche puede ser escenario de muchos momentos agradables, pero cuando hablamos de seguridad, la mejor manera de asegurarnos paz y tranquilidad es arrojando luz en cada sitio público.

Por Luis Wertman Zaslav


Un principio de seguridad es que exista un buen alumbrado público en las calles para inhibir a quienes buscan afectarnos y que se benefician de la mala iluminación. Puede parecer lógico, pero en aquellos sitios donde podemos ver con claridad cuando cae la noche, es difícil cometer un acto ilícito como un robo o un asalto.

La sensación es fácil de percibir. Si caminamos por un camellón bien iluminado, de lado a lado, nos sentimos tranquilos e incluso hasta lo disfrutamos, ahora que ha subido temperatura. Por el contrario, si está oscuro preferimos no salir de casa y posponer cualquier asunto que tengamos afuera. ¿Quién se beneficia de calles desiertas y en penumbras? Solo la delincuencia.

Comprender esta regla social nos permitirá exigir a las autoridades locales que cuenten con un plan permanente de mantenimiento de las luminarias públicas. Cada alcaldía de la Ciudad de México tiene atribuciones y responsabilidades al respecto, pero somos los ciudadanos lo que podemos reportar constantemente y de primera mano dónde necesitamos que se haga la luz.

La presencia de una mayoría de nosotros en cada uno de nuestros vecindarios fortalece la seguridad y facilita la tarea de patrullaje policial, pero provoca efectos adicionales que son difíciles de igualar solo con el trabajo diario de policías y patrullas. Una forma de medir la eficacia en seguridad es enumerar los elementos y unidades dedicadas a la vigilancia; sin embargo, esa supervisión no sustituye, por ejemplo, a la convivencia que se da entre la gente en horarios en los que podría actuar la delincuencia. Es más, cualquier falta cívica reiterada como beber en la vía pública, es posible a partir de una mala iluminación, lo mismo que el vandalismo. Y de ahí a la comisión de un delito del fuero común, la distancia es mínima.

Asimismo, una buena iluminación fomenta el comercio y ello hace crecer la plusvalía de muchas colonias (y tristemente también la gentrificación de varias de ellas) simplemente por el hecho de que se perciben activas, pobladas y, en consecuencia, tranquilas. ¿Por qué otro motivo estaría tanta gente en la calle, ya sean vecinos o visitantes?

La consecuencia de frecuentar nuestras calles amplía el número de pares de ojos que están al pendiente de las mejoras que pueden hacerse al entorno, de las áreas públicas que podrían rehabilitarse para actividades deportivas y culturales, así como de personas sospechosas que no vienen a consumir o pasear. Suena irónico, pero ningún delincuente ha logrado hasta la fecha ser invisible, puede pasar desapercibido, pero eso es posible por, de nuevo, un mal alumbrado público.

La presencia de automóviles que no son conocidos y hasta la reducción de la velocidad se consigue si hay luminarias en condiciones óptimas. No hace mucha diferencia si son las de un poste o las conocidas como “lápiz”, lo importante en una ciudad como la capital del país es que estén encendidas todas las noches.

La luz pública aumenta el riesgo de fracaso si se pretende cometer un delito. Ayuda a las cámaras de seguridad identificar mejor los rostros y las matrículas y hace que estemos pendientes de lo que sucede a nuestro alrededor. Un delito que tiene 50 por ciento de posibilidades de no resultar exitoso es probable que nunca se cometa.

Hubo un tiempo en que no contamos con el avance tecnológico de la iluminación artificial. La Ciudad de México era otra y poca gente estaba entre la oscuridad. Quienes lo hacían no eran considerados como personas con buenas intenciones.

Para disuadirlos que cometer faltas o alboroto, se creó a los “serenos” que caminaban toda la noche con un enorme farol y anunciaban a los ciudadanos su presencia avisando la hora y el estado de tranquilidad de la calle. Los “serenos” eran agentes de la policía o de comisaría armados que estaban encargados de asistir a quien estuviera a altas horas de la noche fuera y de combatir a los delincuentes de la época.

Hoy tenemos tecnología que era impensable hace menos dos siglos. No obstante, el principio de oscuridad sigue manteniéndose, y obstaculizando, los esfuerzos que podemos llevar a cabo como sociedad para vivir más seguros.

Una tarea cívica que nos involucra a todas y a todos es demandar alumbrado público donde haga falta y un mantenimiento constante, así sea una sola lámpara la que esté apagada.

La noche puede ser escenario de muchos momentos agradables, pero cuando hablamos de seguridad, la mejor manera de asegurarnos paz y tranquilidad es arrojando luz en cada sitio público.