/ lunes 29 de junio de 2020

Crónicas del metro. Ganas de Progresar

Desde Huajuapan, Oaxaca a la Ciudad de México

Juliana es una chica de baja estatura, morena, de cabello negro, con unos ojos negros muy expresivos. Traía un cubrebocas azul de tela y un morral verde. A su lado, estaban sus hijos de 5 y 3 años de edad, una niña y un niño. Ninguno de los dos se mantuvo tranquilo mientras ella platicaba conmigo; muy inquietos.

La encontré en una de las salidas de la estación Bellas Artes del Metro. Me llamó la atención que se veía muy tímida pidiendo dinero y a su lado dos pequeños. La situación de empleo en la Ciudad de México se ha agravado con la pandemia y supuse que ella era una persona más que había perdido su trabajo.

Le di los 20 pesos que traía, me agradeció mucho, me llenó de bendiciones. En eso llegó un empleado del Metro y le pidió que se retirara porque las cámaras ya la habían detectado y el jefe de estación ordenó desalojarla. Traté de defenderla: oiga, pero no está dentro de la estación; está en las escaleras. No, sí está dentro, perdone, pero si no la retiro al rato viene un policía y la va a retirar, me contestó con mucha amabilidad.

Subimos las escaleras para la salida y parados a un lado de la Alameda Central, Juliana me platicó que hace siete meses llegó a la Ciudad de México. Es originario de Huajuapan de León, Oaxaca. Allá se dedicaba al hogar, formaba una pareja muy feliz con su esposo, su niño y estaba embarazada de la pequeña.

El 19 de septiembre de 2017 la vida le cambió. Por el impacto del sismo de ese día, su marido tuvo un infarto, lo llevaron de inmediato al hospital cercano, pero cuando llegó ya había fallecido. Ella se quedó como jefa de familia y durante algún tiempo se dedicó a vender artesanías en Huajuapan para mantener a sus hijos. Un día decidió venirse a la Ciudad de México para buscar mejores oportunidades de trabajo.

Llegó a la capital hace siete meses y desde ese entonces la invitaron a vender productos Herbalife para la nutrición y el control de peso. Me dijo que ha tenido mucha suerte porque es buena para ofrecer los productos e incluso rentó un local a un lado de donde vive para facilitar la distribución de su mercancía.

Paga mil 500 pesos de renta del establecimiento y otros 500 pesos por el cuarto donde vive en la colonia Buenavista, alcaldía de Iztapalapa. Es una zona muy populosa en la donde la mayor parte de la gente se dedica al comercio minorista. Juliana dijo que le iba muy bien ya que vendía entre 800 y mil pesos diarios, pero con la pandemia la obligaron a cerrar su local y a vivir de lo que tenía ahorrado.

Se acabó el dinero y ahora no le ha quedado más remedio que pedir limosna para darles de comer a sus pequeños y juntar los dos mil pesos de la renta mensual del local y de su cuarto porque no quiere dejarlos; tiene la confianza que pronto va a reabrir y a volver a vender bien.

A sus 32 años de edad, Juliana tiene aspiraciones de superación y por eso está tomando clases de estrategias de ventas en la empresa de donde comercializa sus productos. Dijo que todavía le falta mucho por aprender y avanzar en sus conocimientos porque apenas empezó. Me explicó que es una serie de 12 entrenamientos de negocios, que los puede tomar de acuerdo al tiempo que tenga. Ella le llama orgullosamente “Universidad Herbalife”. Por la cuarentena están suspendidas las clases.

Comentó que el gobierno de la Ciudad de México les prometió a los pequeños empresarios, como ella, darles un apoyo de cinco mil pesos, pero hasta ahora ella no lo ha recibido. “Nos dijeron que iban a dejar debajo de nuestra puerta un cheque para que lo cobráramos en el banco, pero no ha llegado nada”.

Mientras Juliana platicaba conmigo, sus hijos jugaban despreocupadamente en una zona de pasto de la Alameda Central. Un hombre con un cajón de bolero se detuvo para verlos con mucha curiosidad y también otro individuo que parecía vagabundo, sentado en una de las bancas del parque. Por si acaso, yo no dejaba de observar a los pequeños y de pronto gritó mi entrevistada ¡Mis hijos! Le contesté de inmediato: ahí están, no he dejado de observarlos.

Le pregunté si iba a regresar a pedir dinero afuera de la estación Bellas Artes. No, aquí tienen cámaras y no me van a dejar estar, me van a volver a correr; tengo que buscar estaciones donde no tengan cámaras porque quiero sacar para mis gastos, me dijo preocupada.

Tomó a sus dos hijos de la mano y la vi alejarse hacia la avenida Juárez. Seguro me la voy a volver a encontrar en alguna otra estación hasta que le permitan abrir su negocio.

Juliana es una chica de baja estatura, morena, de cabello negro, con unos ojos negros muy expresivos. Traía un cubrebocas azul de tela y un morral verde. A su lado, estaban sus hijos de 5 y 3 años de edad, una niña y un niño. Ninguno de los dos se mantuvo tranquilo mientras ella platicaba conmigo; muy inquietos.

La encontré en una de las salidas de la estación Bellas Artes del Metro. Me llamó la atención que se veía muy tímida pidiendo dinero y a su lado dos pequeños. La situación de empleo en la Ciudad de México se ha agravado con la pandemia y supuse que ella era una persona más que había perdido su trabajo.

Le di los 20 pesos que traía, me agradeció mucho, me llenó de bendiciones. En eso llegó un empleado del Metro y le pidió que se retirara porque las cámaras ya la habían detectado y el jefe de estación ordenó desalojarla. Traté de defenderla: oiga, pero no está dentro de la estación; está en las escaleras. No, sí está dentro, perdone, pero si no la retiro al rato viene un policía y la va a retirar, me contestó con mucha amabilidad.

Subimos las escaleras para la salida y parados a un lado de la Alameda Central, Juliana me platicó que hace siete meses llegó a la Ciudad de México. Es originario de Huajuapan de León, Oaxaca. Allá se dedicaba al hogar, formaba una pareja muy feliz con su esposo, su niño y estaba embarazada de la pequeña.

El 19 de septiembre de 2017 la vida le cambió. Por el impacto del sismo de ese día, su marido tuvo un infarto, lo llevaron de inmediato al hospital cercano, pero cuando llegó ya había fallecido. Ella se quedó como jefa de familia y durante algún tiempo se dedicó a vender artesanías en Huajuapan para mantener a sus hijos. Un día decidió venirse a la Ciudad de México para buscar mejores oportunidades de trabajo.

Llegó a la capital hace siete meses y desde ese entonces la invitaron a vender productos Herbalife para la nutrición y el control de peso. Me dijo que ha tenido mucha suerte porque es buena para ofrecer los productos e incluso rentó un local a un lado de donde vive para facilitar la distribución de su mercancía.

Paga mil 500 pesos de renta del establecimiento y otros 500 pesos por el cuarto donde vive en la colonia Buenavista, alcaldía de Iztapalapa. Es una zona muy populosa en la donde la mayor parte de la gente se dedica al comercio minorista. Juliana dijo que le iba muy bien ya que vendía entre 800 y mil pesos diarios, pero con la pandemia la obligaron a cerrar su local y a vivir de lo que tenía ahorrado.

Se acabó el dinero y ahora no le ha quedado más remedio que pedir limosna para darles de comer a sus pequeños y juntar los dos mil pesos de la renta mensual del local y de su cuarto porque no quiere dejarlos; tiene la confianza que pronto va a reabrir y a volver a vender bien.

A sus 32 años de edad, Juliana tiene aspiraciones de superación y por eso está tomando clases de estrategias de ventas en la empresa de donde comercializa sus productos. Dijo que todavía le falta mucho por aprender y avanzar en sus conocimientos porque apenas empezó. Me explicó que es una serie de 12 entrenamientos de negocios, que los puede tomar de acuerdo al tiempo que tenga. Ella le llama orgullosamente “Universidad Herbalife”. Por la cuarentena están suspendidas las clases.

Comentó que el gobierno de la Ciudad de México les prometió a los pequeños empresarios, como ella, darles un apoyo de cinco mil pesos, pero hasta ahora ella no lo ha recibido. “Nos dijeron que iban a dejar debajo de nuestra puerta un cheque para que lo cobráramos en el banco, pero no ha llegado nada”.

Mientras Juliana platicaba conmigo, sus hijos jugaban despreocupadamente en una zona de pasto de la Alameda Central. Un hombre con un cajón de bolero se detuvo para verlos con mucha curiosidad y también otro individuo que parecía vagabundo, sentado en una de las bancas del parque. Por si acaso, yo no dejaba de observar a los pequeños y de pronto gritó mi entrevistada ¡Mis hijos! Le contesté de inmediato: ahí están, no he dejado de observarlos.

Le pregunté si iba a regresar a pedir dinero afuera de la estación Bellas Artes. No, aquí tienen cámaras y no me van a dejar estar, me van a volver a correr; tengo que buscar estaciones donde no tengan cámaras porque quiero sacar para mis gastos, me dijo preocupada.

Tomó a sus dos hijos de la mano y la vi alejarse hacia la avenida Juárez. Seguro me la voy a volver a encontrar en alguna otra estación hasta que le permitan abrir su negocio.

Policiaca

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