/ lunes 16 de diciembre de 2019

Adolorido, en crónicas del metro

Me subí en la estación Puebla hacia Centro Médico. Era en la tarde. Me coloqué parado en uno de los pasillos del vagón. A mi lado, recargado en la puerta de salida estaba un hombre de unos 30 años, de baja estatura, playera roja, cachucha gris, pantalón de mezclilla, de bigote y grandes patillas.

Traía un pequeño radio de transistores de esos que casi ya no se ven, con una antena larga, de las que se despliegan y se guardan.

Escuchaba a todo volumen canciones, que se antojan cuando estás dolido de amor o cuando te tomas unos tragos:

Qué mala suerte la mía,

qué mala estrella me guía,

estoy llorando mi desgracia

y las noches las hago días,

voy llorando mi desgracia, mi desgracia…

El joven escuchaba la música y volteaba la cara hacia el techo, con los ojos cerrados y tarareando la música.

Llamó mucho mi atención porque me pareció que quería llorar.

Se veía muy triste.

Bajaba la vista y observaba un papel que sacó de entre sus ropas.

Lo tomó con la mano izquierda mientras no soltaba su radio con la derecha. Leía y volteaba nuevamente hacia arriba y murmuraba algo entre dientes que yo no alcanzaba a escuchar, mucho menos con el sonido del movimiento del tren.

Otra canción y seguía con la misma actitud de adolorido:

Pobrecita la paloma,

pobrecita la paloma,

que triste se encontrará,

al saber que su palomo,

al saber que su palomo,

ya se ha ido a descansar.

Adiós, paloma querida,

adiós paloma querida…

Y luego:

Ahí en la mesa del rincón,

les pido, por favor,

que lleven la botella.

Quiero estar solo,

ahí con mi dolor.

No quiero que alguien diga que le he llorado a ella…

Metiche de mí, no pude evitar preguntarle si algo le pasaba o si de alguna manera podría ayudarle.

Parece que lo desperté de un sueño porque me volteó a ver extrañado como si estuviera violando su intimidad. No pronunció palabra alguna.

Negó con la cabeza, apagó su radio, guardó el papel que traía, se acomodó la gorra y puso cara de serio. Me hizo sentir incómodo. A lo mejor creyó que quería ligármelo, pensé.

En estos tiempos ya no se sabe. Por si acaso yo ya ni lo volteaba a ver. No vaya ser que me acuse de acoso y me detengan en la siguiente estación.

El joven iba más serio. Se bajó en Lázaro Cárdenas, pero antes de irse me tocó ligeramente un brazo y me dijo con una sonrisa ¡Gracias!

Le contesté con un movimiento de cabeza.

Nunca sabré que bronca traía, pero creo que de algo le serví.


Me subí en la estación Puebla hacia Centro Médico. Era en la tarde. Me coloqué parado en uno de los pasillos del vagón. A mi lado, recargado en la puerta de salida estaba un hombre de unos 30 años, de baja estatura, playera roja, cachucha gris, pantalón de mezclilla, de bigote y grandes patillas.

Traía un pequeño radio de transistores de esos que casi ya no se ven, con una antena larga, de las que se despliegan y se guardan.

Escuchaba a todo volumen canciones, que se antojan cuando estás dolido de amor o cuando te tomas unos tragos:

Qué mala suerte la mía,

qué mala estrella me guía,

estoy llorando mi desgracia

y las noches las hago días,

voy llorando mi desgracia, mi desgracia…

El joven escuchaba la música y volteaba la cara hacia el techo, con los ojos cerrados y tarareando la música.

Llamó mucho mi atención porque me pareció que quería llorar.

Se veía muy triste.

Bajaba la vista y observaba un papel que sacó de entre sus ropas.

Lo tomó con la mano izquierda mientras no soltaba su radio con la derecha. Leía y volteaba nuevamente hacia arriba y murmuraba algo entre dientes que yo no alcanzaba a escuchar, mucho menos con el sonido del movimiento del tren.

Otra canción y seguía con la misma actitud de adolorido:

Pobrecita la paloma,

pobrecita la paloma,

que triste se encontrará,

al saber que su palomo,

al saber que su palomo,

ya se ha ido a descansar.

Adiós, paloma querida,

adiós paloma querida…

Y luego:

Ahí en la mesa del rincón,

les pido, por favor,

que lleven la botella.

Quiero estar solo,

ahí con mi dolor.

No quiero que alguien diga que le he llorado a ella…

Metiche de mí, no pude evitar preguntarle si algo le pasaba o si de alguna manera podría ayudarle.

Parece que lo desperté de un sueño porque me volteó a ver extrañado como si estuviera violando su intimidad. No pronunció palabra alguna.

Negó con la cabeza, apagó su radio, guardó el papel que traía, se acomodó la gorra y puso cara de serio. Me hizo sentir incómodo. A lo mejor creyó que quería ligármelo, pensé.

En estos tiempos ya no se sabe. Por si acaso yo ya ni lo volteaba a ver. No vaya ser que me acuse de acoso y me detengan en la siguiente estación.

El joven iba más serio. Se bajó en Lázaro Cárdenas, pero antes de irse me tocó ligeramente un brazo y me dijo con una sonrisa ¡Gracias!

Le contesté con un movimiento de cabeza.

Nunca sabré que bronca traía, pero creo que de algo le serví.