Me subí en la estación Puebla hacia Centro Médico. Era en la tarde. Me coloqué parado en uno de los pasillos del vagón. A mi lado, recargado en la puerta de salida estaba un hombre de unos 30 años, de baja estatura, playera roja, cachucha gris, pantalón de mezclilla, de bigote y grandes patillas.
Traía un pequeño radio de transistores de esos que casi ya no se ven, con una antena larga, de las que se despliegan y se guardan.
Escuchaba a todo volumen canciones, que se antojan cuando estás dolido de amor o cuando te tomas unos tragos:
Qué mala suerte la mía,
qué mala estrella me guía,
estoy llorando mi desgracia
y las noches las hago días,
voy llorando mi desgracia, mi desgracia…
El joven escuchaba la música y volteaba la cara hacia el techo, con los ojos cerrados y tarareando la música.
Llamó mucho mi atención porque me pareció que quería llorar.
Se veía muy triste.
Bajaba la vista y observaba un papel que sacó de entre sus ropas.
Lo tomó con la mano izquierda mientras no soltaba su radio con la derecha. Leía y volteaba nuevamente hacia arriba y murmuraba algo entre dientes que yo no alcanzaba a escuchar, mucho menos con el sonido del movimiento del tren.
Otra canción y seguía con la misma actitud de adolorido:
Pobrecita la paloma,
pobrecita la paloma,
que triste se encontrará,
al saber que su palomo,
al saber que su palomo,
ya se ha ido a descansar.
Adiós, paloma querida,
adiós paloma querida…
Y luego:
Ahí en la mesa del rincón,
les pido, por favor,
que lleven la botella.
Quiero estar solo,
ahí con mi dolor.
No quiero que alguien diga que le he llorado a ella…
Metiche de mí, no pude evitar preguntarle si algo le pasaba o si de alguna manera podría ayudarle.
Parece que lo desperté de un sueño porque me volteó a ver extrañado como si estuviera violando su intimidad. No pronunció palabra alguna.
Negó con la cabeza, apagó su radio, guardó el papel que traía, se acomodó la gorra y puso cara de serio. Me hizo sentir incómodo. A lo mejor creyó que quería ligármelo, pensé.
En estos tiempos ya no se sabe. Por si acaso yo ya ni lo volteaba a ver. No vaya ser que me acuse de acoso y me detengan en la siguiente estación.
El joven iba más serio. Se bajó en Lázaro Cárdenas, pero antes de irse me tocó ligeramente un brazo y me dijo con una sonrisa ¡Gracias!
Le contesté con un movimiento de cabeza.
Nunca sabré que bronca traía, pero creo que de algo le serví.