/ viernes 28 de enero de 2022

Robo millonario en Chapultepec

En 1940, el hijo de la señora Portú de Icaza, al querer recuperar las joyas hurtadas a su madre, terminó asesinando a un hombre

Miró con desdén y lanzó un bostezo. Le aburría casi todo, salvo las sorpresas, y ese día se llevó una de las más grandes. Su vida transcurría entre paseos y lecturas, era una mujer solitaria y quizás esperaba hasta el final poder pagar en un mausoleo una hermosa cripta con su nombre en letras doradas.

Pero la suerte le tenía reservada una butaca en primera fila para ver pasar su tragedia que, no obstante el dinero y las joyas, vería minar su vida.

Quizá, como se publicó aquel miércoles 25 de julio de 1940 en las páginas de LA PRENSA, el robo de las joyas de doña María Portú de Icaza posiblemente fue el de mayor cuantía que se hubiera registrado en México y, lo más azaroso, fue que lo perpetraron en el mismo lugar donde siempre aparcaba su coche; quizá por eso pensó que allí estaría a salvo.

Pero nadie se salvaba de los hábiles ladronzuelos que rondaban por la zona en busca de una oportunidad fácil; y nada más sencillo que un bolso llamativo a la vista, dentro de un auto mal cerrado.

Así pues, durante la tarde-noche de aquel miércoles, se presentó la señora María Portú de Icaza en la Jefatura de Policía. Entró con aire superior y miró a un lado y a otro. Esperó a que alguien la tomara en cuenta, pero al ver que nadie se dirigía hacia ella, carraspeó para aclararse la garganta y pidió hablar con la persona a cargo.

Foto: Archivo Biblioteca, hemeroteca y fototeca Mario Vázquez Raña y La Prensa

Era verdaderamente una dama de costumbres algo excéntricas, pero a la vez originales y, entre esas, la de llevar siempre consigo, dentro de una bolsa de tejidos, otra más pequeña en la que guardaba toda una fortuna en alhajas, según fue narrando a los agentes. A donde quiera que ella iba, la bolsa con la bolsa más pequeña y su perro pekinés la acompañaban.

Luego, como si estuviera fatigada, hizo una larga pausa y dijo que quería hacer la sensacional denuncia del robo del cual había sido víctima. Se dejó caer sobre una silla y le relató los hechos al hombre con la placa de detective.

Llegó en la tarde, como era su costumbre, al Bosque de Chapultepec a bordo de su viejo pero ostentoso automóvil. Casi siempre era lo mismo, un breve paseíto alrededor del Lago, acompañada de su mejor amigo, el pequeño pekinés.

Lo que recordaba la señora Portú de Icaza, casi mecánicamente, era que había aparcado su coche no muy lejos del Lago. Cargó al pekinés, salió del auto y echó el cerrojo. Todavía, mientras se alejaba a paso lento, miró de soslayo hacia el vehículo, para cerciorarse de que todos los seguros estuvieran puestos y, dentro del auto, su bolsa en uno de los asientos.

Horas más tarde, al terminar su paseo, la señora Portú de Icaza regresó de inmediato a su vehículo, no como en otras ocasiones, cuando se encontraba con algún conocido y se quedaba a platicar un poco.

Al detenerse frente al auto, vio con asombro desmedido que uno de los cristales ya no estaba, sino trozos pequeños sobre el asiento; y su bolsa -“¡Mi bolsa!, gritó”- con la bolsa más pequeña adentro y las joyas en el interior había desaparecido; ¡y también su abrigo de pieles!


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UNA PISTA PARA LOS DETECTIVES

En relación con la denuncia, de inmediato la maquinaria de la justicia comenzó a girar doblemente: la Judicial inició sus investigaciones al mismo tiempo que el Servicio Secreto salió en busca de pistas.

El comandante de agentes de la Policía Judicial del Distrito, Crispín de Aguilar, informó durante la noche del miércoles 25 de julio de 1940 que, en relación con el cuantioso robo se tenía una pista segura y que, probablemente, podría dar solución al asunto a más tardar al día siguiente.

Mientras tanto, en las oficinas del Servicio Secreto se tenía la convicción de que los ladrones eran unos simples aficionados, quienes ni por un asomo pensaron encontrarse con tan fabulosa cantidad dentro de aquella sencilla y desencantadora bolsa de tejidos.

Por su parte, el agente Felipe Sotomayor había dado el primer avance el mismo día de la denuncia, pues ya entrada la noche notificó sobre la detención de un bolero que respondía al nombre de Manuel Martínez María, que supuestamente sabía quiénes eran los pillos, aunque, evidentemente, el bolero negó su participación en el robo.

EL HIJO DE LA SEÑORA PORTÚ TERMINÓ EN PRISIÓN

En su afán de recuperar las pertenencias de su madre, acabó con la vida de un hombre y aunque más tarde lo negó, sólo le valió para enredarlo en un lío peligroso

Como si no bastara con haber perdido sus amadas joyas -que con tanto amor había cargado durante los últimos años, noche y día y a todos lados-, el infortunio batió sus alas negras sobre la señora María Portú de Icaza de nuevo y muy pronto.

Un par de días después del robo, el 29 de julio, su hijo Jorge de Meza y Portú abatió a balazos a un hombre. Resultó asombroso para todos lo que ocurrió mientras el joven acompañaba a los agentes del Servicio Secreto en las investigaciones para dar con el paradero de los ladrones y de las alhajas de su madre.

Fue el mismo Meza y Portú quien se presentó ante el coronel Sánchez Salazar, jefe de los Servicios Secretos, para solicitar que se le permitiera acompañar a los agentes en la investigación que se realizaba para aclarar el robo del que fue víctima su madre.

El viejo sabueso accedió a la petición y ordenó al jefe de grupo, Felipe Sotomayor, llevarse al joven a una batida que habían organizado alrededor de una escuela, situada en las calles de Lago Quija, colonia Santa Julia, donde -según las investigaciones- algunos ladronzuelos de las joyas habían montado su guarida.

Los agentes, en compañía del joven e inexperto remedo de detective, se distribuyeron sobre el área. Permanecieron encubiertos y al acecho cuando, aproximadamente a las 24:00 horas, escucharon tres detonaciones de arma de fuego. Como estaban tras la pista de los ladrones, naturalmente pensaron que los habían descubierto y el fuego era para ellos.

Al cabo de pocos minutos, de la oscuridad emergió el señor Meza y Portú; estaba lívido y muy agitado:

-Allí a la vueltecita, hay un muerto -exclamó el detective aficionado-. Y este otro que está aquí -agregó, señalando a un individuo que dijo llamarse Trinidad Castro Apresa-, me ha querido asaltar usando armas.

Efectivamente, junto al señor Meza y Portú estaba otro individuo, a quien -según dijo el joven- le quitó una macana envuelta en hilachos, un verduguillo como de 60 centímetros de longitud y algunas de las llaves maestras de las que empleaban los ladrones de oficio para cometer sus fechorías.

De inmediato, pusieron bajo custodia a Castro Apresa y algunos agentes, junto con el señor Portú, se dirigieron al sitio donde estaba el muerto. Dieron fe de los hechos y llamaron a la Novena Delegación para que los peritos de aquel entonces recogieran el cadáver y practicaran las primeras diligencias.

RECUPERADAS EL BOTÍN

En tanto que los agentes del Servicio Secreto lidiaban con la muerte de un inocente y el haber llevado a un civil en una redada policiaca, la Policía Judicial del Distrito, al mando del coronel Chico Russi, se anotó un triunfo inigualable al lograr la captura de los verdaderos ladrones de las joyas de la señora María Portú de Icaza y, simultáneamente, localizar también la mayor parte del botín.

Fue el comandante de la Judicial, Crispín de Aguilar, quien en compañía de otros valiosos agentes hizo la detención de Pedro Casas Jiménez y José Valle Sierra, los responsables de dar el cristalazo al automóvil de la señora Portú de Icaza. Al mismo tiempo, logró una amplia confesión de Casas, debido a la cual se logró recuperar un lote de alhajas, cuyo valor se estimaba en 60 mil pesos.

Durante toda una noche, Crispín de Aguilar interrogó al detenido Pedro Casas Jiménez, alias El San Melón, y éste confesó que había vendido una parte de las joyas a una señora judía que vivía en las calles de San Juan de Letrán por sólo 40 pesos.

Para el detective fue un asombro inaudito; cómo podía la estupidez rateril dar por una miseria un botín millonario.

TRAS UNA JUDÍA Y LAS JOYAS

De inmediato, luego de oír toda la declaración del inculpado, Crispín de Aguilar salió a buscar a la señora judía, a quien El San Melón le había vendido la parte que le había tocado del botín.

Con precisión detectivesca, el sabueso se apersonó con la judía Aída Terstein, quien, en efecto, tenía en su poder varias de las joyas que pertenecían a la señora Portú de Icaza.

Finalmente, las pertenencias le fueron decomisadas a la judía -a quien no se le levantaron cargos ni se le devolvió el dinero invertido- por el comandante Crispín de Aguilar, quien, a su vez, las entregó a su jefe, quien al final de la investigación debía devolverlas a su dueña. Pero la realidad y la policía siempre obran de modos misteriosos.

Foto: Archivo Biblioteca, hemeroteca y fototeca Mario Vázquez Raña y La Prensa

TODO EL JOYEL EN MANOS DE LA JUDICIAL

Cumpliendo con su palabra de honor empeñada ante las autoridades y la sociedad de recuperar antes de 24 horas el último lote de alhajas de las que le fueron robadas a la señora María Portú de Icaza, el comandante de agentes de la policía judicial del Distrito Federal, señor Aguilar, detuvo en una aparentemente abandonada cabaña del Cerro de Cuadrilla del Medio, ubicado en jurisdicción del Ejido Dolores de San Juan del Río, estado de Querétaro, a José Urquizo Peña, quien tenía en su poder gran cantidad de alhajas de las robadas a la señora Portú de Icaza.

Mucha joya recogió el comandante Crispín de Aguilar, las cuales constituían la casi totalidad de las alhajas que fueron robadas a la señora Portú de Icaza.

Por otra parte, sólo faltaba recoger seis piezas con piedras preciosas, una de las cuales fue perdida por Jorge Urquizo Peña en el Cerro de Cuadrilla del Medio; otras dos fueron vendidas a unos sujetos que radican en la metrópoli y las otras tres que parece obran en manos de Antonio Encinas hermano del comandante de una compañía de policía Ismael Encinas. Antonio no ha sido detenido debido a causas que ignoramos.

¿Y RODOLFO RIVA PALACIO?

Se informó que, en la Procuraduría del Distrito Rodolfo Riva Palacio, uno de los principales implicados en el robo a la señora Portú de Icaza, no había sido consignado todavía a dicha dependencia por la Jefatura de Policía de la villa Gustavo A. Madero.

La causa por la cual no se hizo la consignación radicó en que la Jefatura continuaba todavía con la investigación en relación con el paradero de los 10 mil dólares que le fueron robados juntamente con sus alhajas y cuyo objeto no se ha logrado todavía recuperar por los agentes del servicio secreto.

INVESTIGACIÓN DE LA POLICÍA

La aprehensión de José Urquizo Peña, el poseedor del último lote de alhajas de la señora Portú de Icaza fue probablemente la parte más difícil e inteligente que desarrollaron los agentes al mando del comandante Crispín de Aguilar, pues dicho sujeto fue detenido durante la madrugada del 2 de agosto de 1940 en el Estado de Querétaro.

Crispín Aguilar -por boca José Valle Sierra,otro de los ladrones- logró obtener informes suficientes para localizar a un hermano de José Urquizo Peña, quien en lugar de proporcionar alguna orientación, dijo que su hermano José se encontraba en el pueblo de Huichapan, Hidalgo.

Hasta ese punto fueron Crispín Aguilar y sus agentes, pero allí averiguaron que Urquizo Peña se encontraba en San Juan del Río, Querétaro; unas horas más tarde y urgiéndose a sí mismos, los propios agentes -pues estaba de por medio la renuncia de Crispín Aguilar, en caso de un fracaso-, averiguaron que Urquizo Peña se refugiaba en una cabaña abandonada en el cerro.

Como a las 2:00 horas, los agentes después de una caminata pesadísima llegaron hasta la antes mencionada cabaña y encontraron al sujeto cuando entraron de golpe, acompañados con un destacamento de fuerza federal que galantemente prestó el coronel Enrique Martínez Guevara, comandante décimo del regimiento de caballería perteneciente a la décima séptima zona militar. Los representantes del gobierno irrumpieron en la choza y capturaron a tres individuos, entre ellos a José Urquizo Peña.

DELINCUENTES EXHORTADOS

Al mismo tiempo, el coronel Martínez Guevara identificó a los dos acompañantes de Urquizo Peña como dos criminales reclamados por varias autoridades del país, por lo tanto se los llevó detenidos.

Por su parte, Crispín Aguilar recogió a José Urquizo Peña las joyas que formaban parte de la totalidad de las que fueron robadas a la señora Portú de Icaza.

José Urquizo Peña no pudo negar su participación en el robo de las joyas, pero dijo como exculpante que a él se las había entregado para su venta a José Valle Sierra, y que él nunca llegó a imaginarse que aquellos objetos tuvieran un valor de más de 50 mil pesos. Confesó, asimismo, haber perdido en el monte una crucecita negra con piedras preciosas.

Lo maté para salvar mi propia vida, dijo Doña María Portú de Icaza suplicó al comandante Crispín Aguilar que no la abandonara y fuera él mismo quien siguiera las investigaciones, dado el acierto que había tenido al recuperar las joyas, esperaba que también pudiera sacar del lío a su hijo

Cuando los agentes del Servicio Secreto regresaban a la Jefatura de Policía, entre ellos se formó un tenso silencio. Es verdad que habían sorprendido a un sospechoso, pero era igual a cero, a un fracaso, no sólo regresaban con las manos vacías, sino que volvían con las manos llenas de sangre.

Al principio, parecía evidente para los agentes que el ladrón de poca monta, Castro Apresa, había sido el autor de la muerte de aquel hombre que fue identificado más tarde como Toribio Chávez Vázquez -de oficio chofer-; por lo cual, lo condujeron juntamente con el señor Meza y Portú a las oficinas de la jefatura.

El viejo sabueso de los Servicios Secretos procedió a examinar el caso. Miró a Castro Apresa, y aunque era culpable de un delito, no por el de homicidio. Lo supo el experimentado detective; no obstante, cumplió el protocolo y lo interrogó.

Después, procedió a tomar la declaración del señor Meza y Portú y, con la convicción de que el suceso trágico no le era ajeno, lo orilló a que confesara, ante lo cual, el joven Meza refirió que Chávez Vázquez lo había querido asaltar y él, ante el susto y la impresión, disparó su revólver sin intención de darle muerte.

LABOR DE TINTERILLOS

Cuando más tarde ese día el coronel Sánchez Salazar convocó a los periodistas para referir los últimos avances en las investigaciones, mandó llamar al señorito Meza y Portú, para que ratificara los hechos que había narrado horas antes en su declaración.

No obstante, cuando el heridor estuvo frente a los reporteros, no sólo se desdijo de su declaración, sino que además negó ser el autor del homicidio, aduciendo que nunca había usado arma ni tocado una pistola. Por lo cual, el coronel Sánchez Salazar lo inquirió de nuevo frente a los medios:

-¿No me dijo usted, señor Portú, esta misma mañana, recargado aquí en la ventana que había hecho usted varios disparos sin saber si había hecho blanco?

-Sí, lo dije, señor. Pero quiero aclarar que no es cierto.

-Entonces, ¿por qué me lo dijo? ¿Por qué vino a falsear la verdad?

-¡Porque uno de los agentes me lo aconsejó! -repuso enfáticamente Portú.

-¿Y bajo qué impulso tomó usted ese consejo tan comprometedor? ¿Puede usted señalar al agente que se lo dijo? -inquirió el coronel Sánchez Salazar.

Meza y Portú contó una nueva versión, en la cual refería que había declarado aquello para complacer a los agentes, pues así harían una mejor investigación sobre el robo de las alhajas de su madre. Y, en cuanto al reconocimiento e identificación del que lo aconsejó, nada pudo determinar, alegando que no lo reconocía.

Como insistió en que uno de los agentes lo había aconsejado para que declarara ante el coronel Sánchez Salazar que él había sido el autor de los disparos, este funcionario mandó llamar a todos los agentes que habían participado en el suceso, es decir, los encargados de la investigación del robo de alhajas de la señora Portú de Icaza, y a algunos más, ajenos al asunto.

Entonces preguntó a Portú si los reconocía como sus acompañantes en la investigación y si podía precisar en qué lugares habían estado distribuidos durante la batida a los ladrones, a lo cual el acusado respondió que identificaba a cuatro, precisamente a los que habían estado en la investigación, señalando después los sitios en que habían estado la noche anterior.

-Entonces -dijo contundente el jefe de los Servicios Secretos-, la mentira de usted es flagrante. Ha podido usted reconocer a quienes lo acompañaron, desconociendo a quienes no estuvieron allí.

Jorge de Meza y Portú continuó en la negativa de haber sido el autor de la muerte del camionero Toribio Chávez Márquez, pero las declaraciones de los testigos coincidían todas en contra de lo que decía el joven aristócrata.

Días después, en el juzgado 17 de la sexta corte penal se efectuó una importante diligencia, apareciendo tras la reja Meza y Portú, quien sistemáticamente negó su responsabilidad en el homicidio.

El acusado J. Trinidad Castro Apresa, detenido por el robo de las joyas a la señora Icaza, aseguró que él no dijo haber visto cuando Portú disparó sobre el camionero; y que de ello solamente se enteró por los periódicos.

El detective Felipe Sotomayor y el agente José María Hurtado se encontraban lejos del lugar de los hechos, por lo cual escucharon solamente las detonaciones. Aseguraron que acudieron a ver qué pasaba y se encontraron con Portú, quien les dijo que se había visto precisado a disparar porque el camionero lo había agredido con una navaja.

Todos los testigos aceptan haber encontrado junto al cadáver de Toribio Sánchez Márquez una navaja, la que al ser mostrada a la viuda del occiso, ésta la reconoció como de propiedad de su extinto marido.

También declaró el suboficial José F. Robles, quien afirmó que Portú le dijo haber disparado al ver que se le echaba encima Toribio.

Foto: Archivo Biblioteca, hemeroteca y fototeca Mario Vázquez Raña y La Prensa

Trágico Fin sin joyas; sin hijo

Luego del resquemor entre la Policía Judicial y el Servicio Secreto, por disputar cuál era mejor, las joyas de doña María Elena Portú de Icaza se perdieron entre papeleo y omisiones para recuperarlas; por otra parte, su hijo terminó pagando una condena en prisión por un crimen que sí cometió, pero porque trató de hacer algo bueno en la vida

Un verdadero revuelo causó el caso de las joyas robadas a la señora María de Portú de Icaza, no sólo por la singularidad con que ocurrieron los hechos, sino por la manera en que paulatinamente el enredo se hizo más complejo.

Lo que parecía un simple paseíto de rutina en el Bosque de Chapultepec, para la señora Portú de Icaza finalizó no sólo en tragedia, sino en fatalidad.

Su noble hijo, al intentar recuperar las alhajas de su madre, asesinó a un hombre que en un principio dijeron las autoridades que era sospechoso, pero después de desahogar las diligencias, resultó inocente y su esposa e hijo clamaban justicia.

Por otra parte, el presunto responsable había admitido el crimen, pero después se retractó e inculpó a un agente del Servicio Secreto.

Y hasta ese punto las cosas parecían sombrías y difícilmente sería posible desanudarlas; sin embargo, como interviniera la Policía Judicial del Departamento del Distrito, pronto se vieron los frutos de su labor en el campo.

Tan sólo un par de días después del incidente, lograron capturar a dos de los más allegados al cabecilla de los ladrones y, por si fuera poco, se recuperó parte del botín y se obtuvieron las confesiones correspondientes que los guiarían a un final espectacular.

Sin embargo, la dualidad y rivalidad entre las policías no benefició al caso, no sólo en los resultados, sino ante la mirada de la sociedad, que miraba de cerca los movimientos de los agentes -movimientos de los que daba cuenta El Diario de las Mayorías-, quienes se recriminaban que no era justo hacerse cargo de las investigaciones, sobre todo cuando la denuncia se había hecho en la Jefatura de Policía y no en las oficinas de la Judicial.

Esta disputa velada llevó a acelerar el trámite del asunto, por lo cual, el audaz detective Crispín de Aguilar se jugó el puesto -en declaraciones ante LA PRENSA-, si el caso no se resolvía en 24 horas.

Simultáneamente, por otra parte, se llevaba a cabo la diligencia correspondiente para determinar la culpabilidad o exoneración de Jorge de Meza y Portú, en relación con el crimen del chofer Sánchez Vázquez.

Foto: Archivo Biblioteca, hemeroteca y fototeca Mario Vázquez Raña y La Prensa

Entre todo este embrollo, doña María Eugenia de Portú de Icaza miraba ya cansada cómo sucedía todo aquello, sin que en realidad le molestara, sino más bien le causaba fastidio. Quería regresar a su vieja rutina, volver a caminar por el Bosque de Chapultepec con su perro pekinés.

Sin embargo, los días sucedían. Ella miraba que las cosas no marchaban bien, ni para Jorge ni en relación con sus joyas, pues aunque la Judicial había recuperado casi la totalidad de las joyas, luego de que pasaran las 24 horas en que se había comprometido Crispín de Aguilar en resolver el caso, éste abandonó la investigación y le pasó el mando al Servicio Secreto, so pretexto de que él había cumplido su promesa, puesto que había capturado a los últimos dos pillos y sólo faltaban unas cuantas cosas por recuperar.

Sin embargo, para doña María Eugenia Portú de Icaza las cosas no eran tan simples. Era verdad que habían recuperado las joyas, pero ¿dónde estaban, quién las tenía? Y, por otra parte, lo más gordo del caldo no se hallaba, ni su costoso abrigo de pieles ni los 10 mil dólares que llevaba consigo ese día.

Y lo que era peor, su hijo había quedado enredado en un verdadero lío de asesinato del cual se antojaba imposible la salvación, tal como ocurrió unos 10 días después, cuando se publicó en LA PRENSA la última noticia respecto a Jorge de Meza y Portú, a quien se le encontró culpable del homicidio del chofer Sánchez Vázquez y se le dictó sentencia.

Por su parte, doña María Eugenia Portú de Icaza iba y venía de una diligencia a otra, ora para ver a su hijo y saber qué sería de él, ora para las oficinas de la Judicial a ver qué se sabía de sus joyas y de allí a la Jefatura de Policía, a ver si ya le regresaban lo suyo, pero cada día era igual al anterior y la respuesta era la misma: vuelva usted mañana.


Miró con desdén y lanzó un bostezo. Le aburría casi todo, salvo las sorpresas, y ese día se llevó una de las más grandes. Su vida transcurría entre paseos y lecturas, era una mujer solitaria y quizás esperaba hasta el final poder pagar en un mausoleo una hermosa cripta con su nombre en letras doradas.

Pero la suerte le tenía reservada una butaca en primera fila para ver pasar su tragedia que, no obstante el dinero y las joyas, vería minar su vida.

Quizá, como se publicó aquel miércoles 25 de julio de 1940 en las páginas de LA PRENSA, el robo de las joyas de doña María Portú de Icaza posiblemente fue el de mayor cuantía que se hubiera registrado en México y, lo más azaroso, fue que lo perpetraron en el mismo lugar donde siempre aparcaba su coche; quizá por eso pensó que allí estaría a salvo.

Pero nadie se salvaba de los hábiles ladronzuelos que rondaban por la zona en busca de una oportunidad fácil; y nada más sencillo que un bolso llamativo a la vista, dentro de un auto mal cerrado.

Así pues, durante la tarde-noche de aquel miércoles, se presentó la señora María Portú de Icaza en la Jefatura de Policía. Entró con aire superior y miró a un lado y a otro. Esperó a que alguien la tomara en cuenta, pero al ver que nadie se dirigía hacia ella, carraspeó para aclararse la garganta y pidió hablar con la persona a cargo.

Foto: Archivo Biblioteca, hemeroteca y fototeca Mario Vázquez Raña y La Prensa

Era verdaderamente una dama de costumbres algo excéntricas, pero a la vez originales y, entre esas, la de llevar siempre consigo, dentro de una bolsa de tejidos, otra más pequeña en la que guardaba toda una fortuna en alhajas, según fue narrando a los agentes. A donde quiera que ella iba, la bolsa con la bolsa más pequeña y su perro pekinés la acompañaban.

Luego, como si estuviera fatigada, hizo una larga pausa y dijo que quería hacer la sensacional denuncia del robo del cual había sido víctima. Se dejó caer sobre una silla y le relató los hechos al hombre con la placa de detective.

Llegó en la tarde, como era su costumbre, al Bosque de Chapultepec a bordo de su viejo pero ostentoso automóvil. Casi siempre era lo mismo, un breve paseíto alrededor del Lago, acompañada de su mejor amigo, el pequeño pekinés.

Lo que recordaba la señora Portú de Icaza, casi mecánicamente, era que había aparcado su coche no muy lejos del Lago. Cargó al pekinés, salió del auto y echó el cerrojo. Todavía, mientras se alejaba a paso lento, miró de soslayo hacia el vehículo, para cerciorarse de que todos los seguros estuvieran puestos y, dentro del auto, su bolsa en uno de los asientos.

Horas más tarde, al terminar su paseo, la señora Portú de Icaza regresó de inmediato a su vehículo, no como en otras ocasiones, cuando se encontraba con algún conocido y se quedaba a platicar un poco.

Al detenerse frente al auto, vio con asombro desmedido que uno de los cristales ya no estaba, sino trozos pequeños sobre el asiento; y su bolsa -“¡Mi bolsa!, gritó”- con la bolsa más pequeña adentro y las joyas en el interior había desaparecido; ¡y también su abrigo de pieles!


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UNA PISTA PARA LOS DETECTIVES

En relación con la denuncia, de inmediato la maquinaria de la justicia comenzó a girar doblemente: la Judicial inició sus investigaciones al mismo tiempo que el Servicio Secreto salió en busca de pistas.

El comandante de agentes de la Policía Judicial del Distrito, Crispín de Aguilar, informó durante la noche del miércoles 25 de julio de 1940 que, en relación con el cuantioso robo se tenía una pista segura y que, probablemente, podría dar solución al asunto a más tardar al día siguiente.

Mientras tanto, en las oficinas del Servicio Secreto se tenía la convicción de que los ladrones eran unos simples aficionados, quienes ni por un asomo pensaron encontrarse con tan fabulosa cantidad dentro de aquella sencilla y desencantadora bolsa de tejidos.

Por su parte, el agente Felipe Sotomayor había dado el primer avance el mismo día de la denuncia, pues ya entrada la noche notificó sobre la detención de un bolero que respondía al nombre de Manuel Martínez María, que supuestamente sabía quiénes eran los pillos, aunque, evidentemente, el bolero negó su participación en el robo.

EL HIJO DE LA SEÑORA PORTÚ TERMINÓ EN PRISIÓN

En su afán de recuperar las pertenencias de su madre, acabó con la vida de un hombre y aunque más tarde lo negó, sólo le valió para enredarlo en un lío peligroso

Como si no bastara con haber perdido sus amadas joyas -que con tanto amor había cargado durante los últimos años, noche y día y a todos lados-, el infortunio batió sus alas negras sobre la señora María Portú de Icaza de nuevo y muy pronto.

Un par de días después del robo, el 29 de julio, su hijo Jorge de Meza y Portú abatió a balazos a un hombre. Resultó asombroso para todos lo que ocurrió mientras el joven acompañaba a los agentes del Servicio Secreto en las investigaciones para dar con el paradero de los ladrones y de las alhajas de su madre.

Fue el mismo Meza y Portú quien se presentó ante el coronel Sánchez Salazar, jefe de los Servicios Secretos, para solicitar que se le permitiera acompañar a los agentes en la investigación que se realizaba para aclarar el robo del que fue víctima su madre.

El viejo sabueso accedió a la petición y ordenó al jefe de grupo, Felipe Sotomayor, llevarse al joven a una batida que habían organizado alrededor de una escuela, situada en las calles de Lago Quija, colonia Santa Julia, donde -según las investigaciones- algunos ladronzuelos de las joyas habían montado su guarida.

Los agentes, en compañía del joven e inexperto remedo de detective, se distribuyeron sobre el área. Permanecieron encubiertos y al acecho cuando, aproximadamente a las 24:00 horas, escucharon tres detonaciones de arma de fuego. Como estaban tras la pista de los ladrones, naturalmente pensaron que los habían descubierto y el fuego era para ellos.

Al cabo de pocos minutos, de la oscuridad emergió el señor Meza y Portú; estaba lívido y muy agitado:

-Allí a la vueltecita, hay un muerto -exclamó el detective aficionado-. Y este otro que está aquí -agregó, señalando a un individuo que dijo llamarse Trinidad Castro Apresa-, me ha querido asaltar usando armas.

Efectivamente, junto al señor Meza y Portú estaba otro individuo, a quien -según dijo el joven- le quitó una macana envuelta en hilachos, un verduguillo como de 60 centímetros de longitud y algunas de las llaves maestras de las que empleaban los ladrones de oficio para cometer sus fechorías.

De inmediato, pusieron bajo custodia a Castro Apresa y algunos agentes, junto con el señor Portú, se dirigieron al sitio donde estaba el muerto. Dieron fe de los hechos y llamaron a la Novena Delegación para que los peritos de aquel entonces recogieran el cadáver y practicaran las primeras diligencias.

RECUPERADAS EL BOTÍN

En tanto que los agentes del Servicio Secreto lidiaban con la muerte de un inocente y el haber llevado a un civil en una redada policiaca, la Policía Judicial del Distrito, al mando del coronel Chico Russi, se anotó un triunfo inigualable al lograr la captura de los verdaderos ladrones de las joyas de la señora María Portú de Icaza y, simultáneamente, localizar también la mayor parte del botín.

Fue el comandante de la Judicial, Crispín de Aguilar, quien en compañía de otros valiosos agentes hizo la detención de Pedro Casas Jiménez y José Valle Sierra, los responsables de dar el cristalazo al automóvil de la señora Portú de Icaza. Al mismo tiempo, logró una amplia confesión de Casas, debido a la cual se logró recuperar un lote de alhajas, cuyo valor se estimaba en 60 mil pesos.

Durante toda una noche, Crispín de Aguilar interrogó al detenido Pedro Casas Jiménez, alias El San Melón, y éste confesó que había vendido una parte de las joyas a una señora judía que vivía en las calles de San Juan de Letrán por sólo 40 pesos.

Para el detective fue un asombro inaudito; cómo podía la estupidez rateril dar por una miseria un botín millonario.

TRAS UNA JUDÍA Y LAS JOYAS

De inmediato, luego de oír toda la declaración del inculpado, Crispín de Aguilar salió a buscar a la señora judía, a quien El San Melón le había vendido la parte que le había tocado del botín.

Con precisión detectivesca, el sabueso se apersonó con la judía Aída Terstein, quien, en efecto, tenía en su poder varias de las joyas que pertenecían a la señora Portú de Icaza.

Finalmente, las pertenencias le fueron decomisadas a la judía -a quien no se le levantaron cargos ni se le devolvió el dinero invertido- por el comandante Crispín de Aguilar, quien, a su vez, las entregó a su jefe, quien al final de la investigación debía devolverlas a su dueña. Pero la realidad y la policía siempre obran de modos misteriosos.

Foto: Archivo Biblioteca, hemeroteca y fototeca Mario Vázquez Raña y La Prensa

TODO EL JOYEL EN MANOS DE LA JUDICIAL

Cumpliendo con su palabra de honor empeñada ante las autoridades y la sociedad de recuperar antes de 24 horas el último lote de alhajas de las que le fueron robadas a la señora María Portú de Icaza, el comandante de agentes de la policía judicial del Distrito Federal, señor Aguilar, detuvo en una aparentemente abandonada cabaña del Cerro de Cuadrilla del Medio, ubicado en jurisdicción del Ejido Dolores de San Juan del Río, estado de Querétaro, a José Urquizo Peña, quien tenía en su poder gran cantidad de alhajas de las robadas a la señora Portú de Icaza.

Mucha joya recogió el comandante Crispín de Aguilar, las cuales constituían la casi totalidad de las alhajas que fueron robadas a la señora Portú de Icaza.

Por otra parte, sólo faltaba recoger seis piezas con piedras preciosas, una de las cuales fue perdida por Jorge Urquizo Peña en el Cerro de Cuadrilla del Medio; otras dos fueron vendidas a unos sujetos que radican en la metrópoli y las otras tres que parece obran en manos de Antonio Encinas hermano del comandante de una compañía de policía Ismael Encinas. Antonio no ha sido detenido debido a causas que ignoramos.

¿Y RODOLFO RIVA PALACIO?

Se informó que, en la Procuraduría del Distrito Rodolfo Riva Palacio, uno de los principales implicados en el robo a la señora Portú de Icaza, no había sido consignado todavía a dicha dependencia por la Jefatura de Policía de la villa Gustavo A. Madero.

La causa por la cual no se hizo la consignación radicó en que la Jefatura continuaba todavía con la investigación en relación con el paradero de los 10 mil dólares que le fueron robados juntamente con sus alhajas y cuyo objeto no se ha logrado todavía recuperar por los agentes del servicio secreto.

INVESTIGACIÓN DE LA POLICÍA

La aprehensión de José Urquizo Peña, el poseedor del último lote de alhajas de la señora Portú de Icaza fue probablemente la parte más difícil e inteligente que desarrollaron los agentes al mando del comandante Crispín de Aguilar, pues dicho sujeto fue detenido durante la madrugada del 2 de agosto de 1940 en el Estado de Querétaro.

Crispín Aguilar -por boca José Valle Sierra,otro de los ladrones- logró obtener informes suficientes para localizar a un hermano de José Urquizo Peña, quien en lugar de proporcionar alguna orientación, dijo que su hermano José se encontraba en el pueblo de Huichapan, Hidalgo.

Hasta ese punto fueron Crispín Aguilar y sus agentes, pero allí averiguaron que Urquizo Peña se encontraba en San Juan del Río, Querétaro; unas horas más tarde y urgiéndose a sí mismos, los propios agentes -pues estaba de por medio la renuncia de Crispín Aguilar, en caso de un fracaso-, averiguaron que Urquizo Peña se refugiaba en una cabaña abandonada en el cerro.

Como a las 2:00 horas, los agentes después de una caminata pesadísima llegaron hasta la antes mencionada cabaña y encontraron al sujeto cuando entraron de golpe, acompañados con un destacamento de fuerza federal que galantemente prestó el coronel Enrique Martínez Guevara, comandante décimo del regimiento de caballería perteneciente a la décima séptima zona militar. Los representantes del gobierno irrumpieron en la choza y capturaron a tres individuos, entre ellos a José Urquizo Peña.

DELINCUENTES EXHORTADOS

Al mismo tiempo, el coronel Martínez Guevara identificó a los dos acompañantes de Urquizo Peña como dos criminales reclamados por varias autoridades del país, por lo tanto se los llevó detenidos.

Por su parte, Crispín Aguilar recogió a José Urquizo Peña las joyas que formaban parte de la totalidad de las que fueron robadas a la señora Portú de Icaza.

José Urquizo Peña no pudo negar su participación en el robo de las joyas, pero dijo como exculpante que a él se las había entregado para su venta a José Valle Sierra, y que él nunca llegó a imaginarse que aquellos objetos tuvieran un valor de más de 50 mil pesos. Confesó, asimismo, haber perdido en el monte una crucecita negra con piedras preciosas.

Lo maté para salvar mi propia vida, dijo Doña María Portú de Icaza suplicó al comandante Crispín Aguilar que no la abandonara y fuera él mismo quien siguiera las investigaciones, dado el acierto que había tenido al recuperar las joyas, esperaba que también pudiera sacar del lío a su hijo

Cuando los agentes del Servicio Secreto regresaban a la Jefatura de Policía, entre ellos se formó un tenso silencio. Es verdad que habían sorprendido a un sospechoso, pero era igual a cero, a un fracaso, no sólo regresaban con las manos vacías, sino que volvían con las manos llenas de sangre.

Al principio, parecía evidente para los agentes que el ladrón de poca monta, Castro Apresa, había sido el autor de la muerte de aquel hombre que fue identificado más tarde como Toribio Chávez Vázquez -de oficio chofer-; por lo cual, lo condujeron juntamente con el señor Meza y Portú a las oficinas de la jefatura.

El viejo sabueso de los Servicios Secretos procedió a examinar el caso. Miró a Castro Apresa, y aunque era culpable de un delito, no por el de homicidio. Lo supo el experimentado detective; no obstante, cumplió el protocolo y lo interrogó.

Después, procedió a tomar la declaración del señor Meza y Portú y, con la convicción de que el suceso trágico no le era ajeno, lo orilló a que confesara, ante lo cual, el joven Meza refirió que Chávez Vázquez lo había querido asaltar y él, ante el susto y la impresión, disparó su revólver sin intención de darle muerte.

LABOR DE TINTERILLOS

Cuando más tarde ese día el coronel Sánchez Salazar convocó a los periodistas para referir los últimos avances en las investigaciones, mandó llamar al señorito Meza y Portú, para que ratificara los hechos que había narrado horas antes en su declaración.

No obstante, cuando el heridor estuvo frente a los reporteros, no sólo se desdijo de su declaración, sino que además negó ser el autor del homicidio, aduciendo que nunca había usado arma ni tocado una pistola. Por lo cual, el coronel Sánchez Salazar lo inquirió de nuevo frente a los medios:

-¿No me dijo usted, señor Portú, esta misma mañana, recargado aquí en la ventana que había hecho usted varios disparos sin saber si había hecho blanco?

-Sí, lo dije, señor. Pero quiero aclarar que no es cierto.

-Entonces, ¿por qué me lo dijo? ¿Por qué vino a falsear la verdad?

-¡Porque uno de los agentes me lo aconsejó! -repuso enfáticamente Portú.

-¿Y bajo qué impulso tomó usted ese consejo tan comprometedor? ¿Puede usted señalar al agente que se lo dijo? -inquirió el coronel Sánchez Salazar.

Meza y Portú contó una nueva versión, en la cual refería que había declarado aquello para complacer a los agentes, pues así harían una mejor investigación sobre el robo de las alhajas de su madre. Y, en cuanto al reconocimiento e identificación del que lo aconsejó, nada pudo determinar, alegando que no lo reconocía.

Como insistió en que uno de los agentes lo había aconsejado para que declarara ante el coronel Sánchez Salazar que él había sido el autor de los disparos, este funcionario mandó llamar a todos los agentes que habían participado en el suceso, es decir, los encargados de la investigación del robo de alhajas de la señora Portú de Icaza, y a algunos más, ajenos al asunto.

Entonces preguntó a Portú si los reconocía como sus acompañantes en la investigación y si podía precisar en qué lugares habían estado distribuidos durante la batida a los ladrones, a lo cual el acusado respondió que identificaba a cuatro, precisamente a los que habían estado en la investigación, señalando después los sitios en que habían estado la noche anterior.

-Entonces -dijo contundente el jefe de los Servicios Secretos-, la mentira de usted es flagrante. Ha podido usted reconocer a quienes lo acompañaron, desconociendo a quienes no estuvieron allí.

Jorge de Meza y Portú continuó en la negativa de haber sido el autor de la muerte del camionero Toribio Chávez Márquez, pero las declaraciones de los testigos coincidían todas en contra de lo que decía el joven aristócrata.

Días después, en el juzgado 17 de la sexta corte penal se efectuó una importante diligencia, apareciendo tras la reja Meza y Portú, quien sistemáticamente negó su responsabilidad en el homicidio.

El acusado J. Trinidad Castro Apresa, detenido por el robo de las joyas a la señora Icaza, aseguró que él no dijo haber visto cuando Portú disparó sobre el camionero; y que de ello solamente se enteró por los periódicos.

El detective Felipe Sotomayor y el agente José María Hurtado se encontraban lejos del lugar de los hechos, por lo cual escucharon solamente las detonaciones. Aseguraron que acudieron a ver qué pasaba y se encontraron con Portú, quien les dijo que se había visto precisado a disparar porque el camionero lo había agredido con una navaja.

Todos los testigos aceptan haber encontrado junto al cadáver de Toribio Sánchez Márquez una navaja, la que al ser mostrada a la viuda del occiso, ésta la reconoció como de propiedad de su extinto marido.

También declaró el suboficial José F. Robles, quien afirmó que Portú le dijo haber disparado al ver que se le echaba encima Toribio.

Foto: Archivo Biblioteca, hemeroteca y fototeca Mario Vázquez Raña y La Prensa

Trágico Fin sin joyas; sin hijo

Luego del resquemor entre la Policía Judicial y el Servicio Secreto, por disputar cuál era mejor, las joyas de doña María Elena Portú de Icaza se perdieron entre papeleo y omisiones para recuperarlas; por otra parte, su hijo terminó pagando una condena en prisión por un crimen que sí cometió, pero porque trató de hacer algo bueno en la vida

Un verdadero revuelo causó el caso de las joyas robadas a la señora María de Portú de Icaza, no sólo por la singularidad con que ocurrieron los hechos, sino por la manera en que paulatinamente el enredo se hizo más complejo.

Lo que parecía un simple paseíto de rutina en el Bosque de Chapultepec, para la señora Portú de Icaza finalizó no sólo en tragedia, sino en fatalidad.

Su noble hijo, al intentar recuperar las alhajas de su madre, asesinó a un hombre que en un principio dijeron las autoridades que era sospechoso, pero después de desahogar las diligencias, resultó inocente y su esposa e hijo clamaban justicia.

Por otra parte, el presunto responsable había admitido el crimen, pero después se retractó e inculpó a un agente del Servicio Secreto.

Y hasta ese punto las cosas parecían sombrías y difícilmente sería posible desanudarlas; sin embargo, como interviniera la Policía Judicial del Departamento del Distrito, pronto se vieron los frutos de su labor en el campo.

Tan sólo un par de días después del incidente, lograron capturar a dos de los más allegados al cabecilla de los ladrones y, por si fuera poco, se recuperó parte del botín y se obtuvieron las confesiones correspondientes que los guiarían a un final espectacular.

Sin embargo, la dualidad y rivalidad entre las policías no benefició al caso, no sólo en los resultados, sino ante la mirada de la sociedad, que miraba de cerca los movimientos de los agentes -movimientos de los que daba cuenta El Diario de las Mayorías-, quienes se recriminaban que no era justo hacerse cargo de las investigaciones, sobre todo cuando la denuncia se había hecho en la Jefatura de Policía y no en las oficinas de la Judicial.

Esta disputa velada llevó a acelerar el trámite del asunto, por lo cual, el audaz detective Crispín de Aguilar se jugó el puesto -en declaraciones ante LA PRENSA-, si el caso no se resolvía en 24 horas.

Simultáneamente, por otra parte, se llevaba a cabo la diligencia correspondiente para determinar la culpabilidad o exoneración de Jorge de Meza y Portú, en relación con el crimen del chofer Sánchez Vázquez.

Foto: Archivo Biblioteca, hemeroteca y fototeca Mario Vázquez Raña y La Prensa

Entre todo este embrollo, doña María Eugenia de Portú de Icaza miraba ya cansada cómo sucedía todo aquello, sin que en realidad le molestara, sino más bien le causaba fastidio. Quería regresar a su vieja rutina, volver a caminar por el Bosque de Chapultepec con su perro pekinés.

Sin embargo, los días sucedían. Ella miraba que las cosas no marchaban bien, ni para Jorge ni en relación con sus joyas, pues aunque la Judicial había recuperado casi la totalidad de las joyas, luego de que pasaran las 24 horas en que se había comprometido Crispín de Aguilar en resolver el caso, éste abandonó la investigación y le pasó el mando al Servicio Secreto, so pretexto de que él había cumplido su promesa, puesto que había capturado a los últimos dos pillos y sólo faltaban unas cuantas cosas por recuperar.

Sin embargo, para doña María Eugenia Portú de Icaza las cosas no eran tan simples. Era verdad que habían recuperado las joyas, pero ¿dónde estaban, quién las tenía? Y, por otra parte, lo más gordo del caldo no se hallaba, ni su costoso abrigo de pieles ni los 10 mil dólares que llevaba consigo ese día.

Y lo que era peor, su hijo había quedado enredado en un verdadero lío de asesinato del cual se antojaba imposible la salvación, tal como ocurrió unos 10 días después, cuando se publicó en LA PRENSA la última noticia respecto a Jorge de Meza y Portú, a quien se le encontró culpable del homicidio del chofer Sánchez Vázquez y se le dictó sentencia.

Por su parte, doña María Eugenia Portú de Icaza iba y venía de una diligencia a otra, ora para ver a su hijo y saber qué sería de él, ora para las oficinas de la Judicial a ver qué se sabía de sus joyas y de allí a la Jefatura de Policía, a ver si ya le regresaban lo suyo, pero cada día era igual al anterior y la respuesta era la misma: vuelva usted mañana.


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