/ viernes 9 de agosto de 2019

Miedo a la Seguridad Urbana

Hablar de miedo en la Ciudad de México es referirse al miedo a la inseguridad urbana, ninguno es tan contundente

Hablar de miedo en la Ciudad de México es referirse al miedo a la inseguridad urbana, ninguno es tan contundente

El miedo es una emoción considerada como negativa por algunos expertos de la conducta humana, pero está comprobado que las personas respondemos al menos, de dos maneras a dicha sensación: algunos se quedan inmovilizados al experimentarlo y otros reaccionan de algún modo para tratar de ponerse a salvo ante una situación que ponga en peligro su integridad. Dicho esto, parece que el miedo no es tan negativo como algunos piensan.

Para las personas que habitamos urbes tan grandes y caóticas en muchos sentidos como la Ciudad de México que cuenta con más de 24 millones de personas, esto debido a que su Área Metropolitana está integrada plenamente, el miedo a la inseguridad urbana se ha instalado con gran fuerza en los últimos años; cómo no justificar dicha sensación, cuando la violencia y los delitos son más crudos, frecuentes y la delincuencia nos ha robado la tranquilidad que algún día gozamos en nuestras calles, transporte, parques y colonias.

Por ello, el miedo no es tan negativo y mucho menos cuando se vuelve una especie de guía, consejero, el cual nos orienta y gracias a él, decidimos muchas veces nuestros trayectos hacia el trabajo, escuela, banco, casa, etcétera. En pocas palabras, el temor nos sirve de alerta, es nuestro modo de protegernos en primera instancia y de conducirnos de manera más o menos segura.

Hoy, mucho más que hace diez años, el temor a perder la vida se ha apoderado de los capitalinos, sobre todo cuando el 80% de los delitos, según estadísticas del INEGI, se cometen en zonas populares: transporte público, Metro, parques, colonias marginadas, plazas comerciales, avenidas y un casi interminable etcétera. No quiero decir con esto que la Ciudad de México sea inhabitable, pero sí me refiero a que la violencia ha crecido de manera preocupante.

AÑOS 90 Y LOS SECUESTROS

En esta década las bandas delictivas comenzaron a implementar nuevas formas de operar en la geografía de la Ciudad de México. De cometer asaltos pasaron a realizar secuestros exprés, esto es: elegían a su víctima, la subían a un auto o taxi, la llevaban a los cajeros automáticos para que les entregara su dinero, además de despojarla de sus objetos de valor que trajera consigo. Después de retenerla por varias horas, la abandonaban en algún lugar de la urbe o paraje. En este tipo de raptos las víctimas no eran necesariamente personas acaudaladas, podía ser cualquier empleado, obrero, oficinista, comerciante, adolescente y en el mayor número de casos, sus agresores no les quitaban la vida, porque juzgaban que no valían tanto.

Foto: Especial

En una entrevista realizada a Carlos Monsiváis en 2005, el escritor hizo un análisis de dicho fenómeno: “los testimonios de víctimas de secuestro exprés evidenciaron que gracias al miedo que sintieron, lograron guardar cierta serenidad para manejarse con los secuestradores; es decir, el temor agudizó su inteligencia para sobrellevar la situación. Sin embargo, no abandonar el miedo después del secuestro o el asalto es lo peor… Cuando ya no es el temor como respuesta a lo que te está pasando sino es el miedo en el que sigues habitando, te disgrega, te atomiza psicológicamente”.

Así pues, durante la década de los 90 el delito más redituable para las organizaciones criminales fue el secuestro, por lo que se consolidaron poderosas bandas, para muestra basta mencionar al grupo de Andrés Caletri, quien por cierto escapó tres veces de prisión; otra fue la comandada por José Luis Canchola, quien decía con mucho orgullo ser discípulo de Alfredo Ríos Galeana, “El enemigo público número uno”; y que decir de la banda de “El Mochaorejas”, encabezada por Daniel Arizmendi López.

Estas corporaciones delincuenciales cobraron la vida de decenas de personas y sembraron, sin duda, el temor en los habitantes del entonces Distrito Federal. Aunque algunas fueron desarticuladas por las autoridades policiacas, otras continuaron su historial delictivo por varios años más.

EL MIEDO Y LA INDUSTRIA

Muy lejos quedaron los días en los que los niños se pasaban horas jugando en el parque o en las aceras. Años atrás cuando un chamaco hacía travesuras en casa era muy común escuchar a su madre decir frases como ésta: “¡Salte a jugar a la calle y no me des lata!”. En la actualidad, los padres ya no confían en que sus hijos jueguen en las aceras por temor a que les pueda suceder algo. Es decir, a las nuevas generaciones se les está privando de esa convivencia tan enriquecedora, que era la vida del barrio o de la colonia. Hoy se sienten más seguros que sus niños se la pasen recluidos, sentados frente al televisor, celular, tableta o videojuego, a que salgan a jugar a la calle.

Por lo tanto, el miedo a la inseguridad urbana es el causante directo del éxito de varios negocios que han surgido al respecto. Me refiero a los grandes complejos inmobiliarios que contienen en su interior: supermercado, iglesia, gimnasio, alberca, escuelas y hasta parques, es decir, si los habitantes de estos lugares quisieran, no saldrían nunca de ahí, ya que lo tienen todo adentro, lo cual se ha convertido en un fenómeno extraordinario.

LA CANCELACIÓN DEL TEMOR ES UN LUJO DE CLASE

Sin embargo, la cancelación del miedo urbano es una cuestión de clase, sobre todo en una ciudad como la nuestra con ese torrente demográfico brutal, pocos se pueden dar ese lujo. Este fenómeno se da sólo en el caso de ciertos empresarios, políticos, artistas, deportistas, quienes tienen los recursos económicos para contratar guaruras, comprarse autos blindados, armas, cámaras, chips o lujosos departamentos o residencias en esos complejos cerrados para garantizarse su seguridad.

Por otra parte, en cuántos de los secuestros y otros delitos que se cometen están inmiscuidos exguardaespaldas, o expolicías. Son muchos los ejemplos y los vemos con recurrencia en los medios de comunicación, así que esa situación se ha vuelto un arma de doble filo, porque estos delincuentes planean sus delitos debido a que por sus antiguos empleos saben cómo manejarse y llevarlos a cabo.

Fue el caso de varias bandas de secuestradores detenidas en la primera década de los años 2 mil, en las que algunos de sus integrantes formaron parte de la Agencia Federal de Investigaciones y de la Policía Federal Preventiva.

Los raptos más sonados fueron los cometidos por la banda de Los Zodiacos, que operó en el Distrito Federal, Morelos y Estado de México, entre los años de 2001 y 2005, en cuyas filas participó una mujer de nacionalidad francesa llamada Florence Cassez. Esta organización fue desarticulada en diciembre de 2005, cuando los detuvieron en un polémico operativo transmitido por televisión, el cual se demostró años después que había sido planeado. La banda efectuó al menos 20 plagios.

Los Petriciolet fue otra banda despiadada. Estos criminales secuestraron y asesinaron en junio de 2008 a Fernando Martí, hijo del empresario Alejandro Martí; a su líder Abel Silva lo capturaron en 2010.

Otro caso mediático fue el plagio de Silvia Vargas, la hija de Nelson Vargas, empresario y quien fuera el presidente de la Comisión Nacional del Deporte, Conade. Su rapto fue realizado por la banda de Los Rojos en septiembre de 2007, al sur de la Ciudad de México, sin embargo no hallaron el cadáver de la joven hasta diciembre de 2008.

Para ser precisos, estos casos salieron a la luz e hicieron mucho ruido por tratarse de personas públicas, pero estos grupos delincuenciales llevaron a cabo muchos más plagios. A las autoridades no les resultó sencillo desmantelarlas, pues les llevó varios años capturar a sus integrantes.

LA CULPABLE NO ES LA POBREZA SINO LA DESIGUALDAD

Al hacer un análisis sobre dicha problemática Carlos Monsiváis señala: “Los pobres roban a los pobres, eso queda más o menos claro, pero a los ricos no los roban los pobres, los plagian gente de clase media que contrata desde luego pobres… la mayoría son expolicías y este problema viene de la idea de injusticia prevaleciente en el hecho de que ese señor tenga todo y yo que soy tan extraordinario en el manejo de las armas no poseo lo que ese señor, entonces sí, ahí el tema de la desigualdad se cumple perfectamente”.

Aquí cabría preguntarnos, estimado lector, ¿qué lacera más a una sociedad como la nuestra, la pobreza o la desigualdad? ¿Qué sucede cuando sólo un puñado posee la riqueza y la mayoría se encuentra en la miseria y además, sin opciones viables que les ofrezca el Estado para cubrir sus necesidades básicas o para su óptimo desarrollo? Tendríamos que plantearnos esto y comprobar qué impacto tiene en el crecimiento de la delincuencia y de la violencia que padecemos en la actualidad.

SER POLICÍA, UNA LABOR NO RECONOCIDA

En el otro extremo, el de las autoridades, también cohabita el miedo a ser asesinados por una sociedad que no les reconoce ningún mérito. Tiene varias décadas que la figura del policía está degradada, en lugar de considerarlo como un aliado del ciudadano, se le toma por un enemigo y todo esto está relacionado con la corrupción en la que han incurrido las corporaciones policiacas a través de las décadas, en las que se han visto corrompidas por las organizaciones criminales.

En 2005, las cifras oficiales de policías asesinados al año constaban de 40, en la actualidad las estadísticas se han disparado de modo considerable, pues mueren 180. Esto como resultado del incremento de la violencia y los delitos. El ejemplo que mejor ilustra esta situación ocurrió el 23 de noviembre de 2004, cuando tres agentes de la Policía Federal Preventiva fueron espantosamente linchados por habitantes del pueblo de San Juan Ixtayopan, en Tláhuac, mientras realizaban labores de investigación sobre narcomenudeo. Al respecto Monsiváis comenta: “Por desgracia la sociedad no los reconoce, entonces, a cuenta de qué, les van a exigir a los policías que vuelvan a sacrificarse cuando no les han dado el mínimo reconocimiento y cuando su muerte en el cumplimiento de su deber, no les importa”.

Durante los sexenios de Felipe Calderón y Enrique Peña Nieto fueron muy recurrentes los homenajes en todo el país, rendidos a policías y militares abatidos por la delincuencia, mientras cumplían con su trabajo. Los casos están ahí, si usted, estimado lector realiza una búsqueda ya no digamos exhaustiva, sino escueta en los hemeroteca de LA PRENSA, encontrará varios ejemplos.

MIEDO Y DESCONFIANZA A LAS INSTITUCIONES DE JUSTICIA

En México el 50% de los delitos no se denuncian y el 95% de los que sí se abre un proceso en los juzgados quedan impunes. Esto sólo refleja la poca confianza de los ciudadanos en el aparato de justicia y de la ineficacia del mismo. De este modo, la impunidad ha permitido que los delincuentes operen con la seguridad de que no van a recibir un castigo, pues saben de sobra que hay resquicios legales que les permiten quedar libres o como en la mayoría de los casos, que podrán sobornar a policías, ministerios públicos, jueces y continuar con sus actividades criminales.

Esta corrupción e impunidad de las autoridades provoca que las víctimas por algún delito no denuncien o tengan temor a sufrir alguna represalia por parte de sus agresores. Por si fuera poco, los afectados también tienen que lidiar con los malos tratos de los servidores públicos como policías y ministerios públicos, a la pérdida de tiempo en los juzgados y a la inutilidad.

Los delitos por abuso sexual reflejan de manera clara esta problemática, pues son decenas los testimonios de mujeres violadas que acuden a denunciar la agresión y simplemente las autoridades no las respaldan.

El caso más representativo y el cual marcó un precedente para las víctimas de abuso sexual fue el de la niña Paulina del Carmen Ramírez Jacinto, que sucedió en 1999 en Baja California. Ella fue violada por un semiretrasado mental y quedó embarazada, la joven y su familia acudieron a denunciar y solicitaron su derecho al aborto, el juez se lo concedió porque estaba bien estipulado en la ley, sin embargo el sufrimiento de Paulina continuó, debido a que el médico del hospital General de aquella entidad, a quien se asignó para realizar el aborto, señaló que “en virtud de su conciencia y de su religión no podía realizarle el aborto”, entonces Paulina no pudo evitar tener a ese hijo producto de la violación. Tuvieron que pasar 17 años para que a la joven se le pidiera una disculpa pública y se le resarciera el daño con una compensación económica, si es que el dinero exculpa ese tipo de agresiones.

Sobre este hecho Carlos Monsiváis señala: “todo se acumula. En casos como éste la justicia se vuelve un elemento contra la sociedad; mientras no haya un aparato de justicia que rectifique al mismo aparato de justicia, donde tienen que intervenir muchos factores, lo cierto es que el miedo tiene una gran plataforma de sustentación”.

Por desgracia, en la actualidad esta problemática la siguen padeciendo las víctimas de agresión sexual, quienes son ignoradas por las autoridades y revictimizadas. Un ejemplo muy reciente son los testimonios de Aurora, Celeste y Estrella, tres mujeres que fueron violadas por lo que se presume un agresor serial que opera en Iztapalapa a bordo de un taxi, a quienes las autoridades han tratado con indiferencia. Lo preocupante es que como ellas hay decenas de casos que están impunes; esto sin tomar en cuenta los altos índices de feminicidios registrados en todo el país, que son un tema muy complejo y que merecería comentarse por separado.

¿EN MANOS DE QUIÉN ESTAMOS?

En diciembre de 2006, Felipe Calderón llegó a la presidencia y declaró la guerra a los cárteles de la droga. El primer operativo con tropas militares fue en el estado de Michoacán, desde entonces, la violencia en toda la República se incrementó. El Estado mexicano perdió más soberanía, el consumo y producción de narcóticos no disminuyó y por el contrario, las cifras de las pérdidas humanas son muy elevadas al grado de que ya no se sabe con certeza cuántas personas han perdido la vida. El escritor Juan Villoro opina al respecto: “Esta decisión ha sido un fracaso total porque se ha entendido que para combatir el problema del narcotráfico la única solución es militar, a lo único que se ha llegado, me parece, es a la comprobación de que toda bala es una bala perdida”.

Una de las situaciones más preocupantes que trajo la lucha contra el narcotráfico es que la juventud ha caído en sus garras, pues de 2006 a 2012, estas organizaciones criminales reclutaron a más de 40 mil jóvenes de entre 18 y 25 años. Muchachos que por falta de oportunidades como estudio y empleo han encontrado en el narco una forma rápida y contundente de ganar dinero.

Con la llegada de Enrique Peña Nieto al poder en 2012, se tuvo esperanzas de que el panorama violento cambiara, pues el priista señaló al respecto que no sólo se trataba de una cuestión de seguridad, sino de salud pública, sin embargo, todo quedó ahí, en el discurso, ya que en lo práctico nada cambió y en su sexenio continuaron aumentando las cifras de personas asesinadas por los cárteles de la droga. También se dispararon las desapariciones forzadas y las escenas de miles de cadáveres exhumados de fosas clandestinas por todo el país. En su sexenio, como sabemos, se dio el caso de la desaparición de los 43 normalistas de Ayotzinapa, sobre el que Villoro afirma: “Como pudimos ver en el asunto de Ayotzinapa, los narcotraficantes y las autoridades están plenamente coludidos… por lo que atacar a los cárteles de la droga significa investigar al gobierno”.

De esta manera el país sigue sumergido en la porquería y en un baño de sangre interminable, pues aunque durante los últimos tres sexenios, contando al actual, se han realizado capturas de importantes capos de la droga, la violencia y la inseguridad no disminuye, pues ésta se adhirió como una metástasis al tejido social y es el cáncer que padecemos en la actualidad. Esto nos indica que la estrategia tiene que cambiar.

Las revelaciones periodísticas nos llevan a cuestionarnos cuántos políticos están al servicio del narco y cuántos cárteles de la droga al servicio de los políticos o de qué manera las economías nacionales se sustentan de manera parcial con dinero de estas organizaciones criminales. Esta situación que vive el país, sin duda, nos lleva a sentir miedo y a preguntarnos también ¿en manos de quién estamos?

Todavía durante el gobierno de Miguel Ángel Mancera en la Ciudad de México se nos afirmaba que en nuestra urbe no había cárteles de la droga, poco tiempo les duró esa versión, porque hoy es muy claro que están operando y que gran parte de la violencia en nuestra capital es por su presencia. Así que la inseguridad y la violencia actuales no sólo justifican nuestro temor, sino es una manera de entender nuestra realidad.

Los ajusticiamientos, la quema de camionetas del servicio de transporte público por el cobro de extorsiones y hasta el tema de la trata de personas son delitos comprobados en nuestra urbe y por supuesto que siembran mucho miedo entre la población. Ahora, también algunos académicos han mencionado que buen número de feminicidios están relacionados con los cárteles del narcotráfico como una manera de cobrar venganza en sus disputas. Y por si fuera poco, con los hechos últimos acontecidos en la plaza comercial Artz, resulta que también operan mafias internacionales, no sólo en la Ciudad de México, sino por toda la República. ¿Entonces cuánto tiempo nos han mentido, diciéndonos que eso no era posible? ¿Cuántos más vamos a esperar para exigir resultados que detengan la barbarie?

El crimen en varias de sus modalidades resulta un negocio muy jugoso para las organizaciones delictivas y para las autoridades que están coludidas con ellas, pero a costa de qué, de que miles de ciudadanos inocentes mueran o paguen las consecuencias.

El 29 de julio pasado, nuestro jefe de información, el periodista Adalberto Villasana, nos reveló datos contundentes en los que la población no sólo de la Ciudad de México, sino de todo el país, pide seguridad al precio que sea.

En efecto, nuestra bella urbe, aquella en la que podíamos jugar con nuestros amigos por horas en las calles, caminar de noche con nuestras novias sin temor a ser violentados, nos fue secuestrada y ahora se ha convertido en una necrópolis, una geografía fúnebre teñida de sangre. ¿Hasta cuándo? ¿Hasta cuándo, estimados lectores?

Este trabajo surgió a partir de una entrevista realizada a Carlos Monsiváis, por parte del historiador argentino Mario Ernesto O’Donell, en marzo de 2005, donde el tema central fue el miedo a la inseguridad urbana. En ella, los participantes hicieron un agudo análisis de esa problemática, mi aportación fue difundir un poco lo ahí expuesto y ejemplificarlo con imágenes y notas periodísticas de LA PRENSA.

La entrevista la pueden consultar en internet en la dirección: https://www.youtube.com/watch?v=ev9hufCgNBU

Hablar de miedo en la Ciudad de México es referirse al miedo a la inseguridad urbana, ninguno es tan contundente

El miedo es una emoción considerada como negativa por algunos expertos de la conducta humana, pero está comprobado que las personas respondemos al menos, de dos maneras a dicha sensación: algunos se quedan inmovilizados al experimentarlo y otros reaccionan de algún modo para tratar de ponerse a salvo ante una situación que ponga en peligro su integridad. Dicho esto, parece que el miedo no es tan negativo como algunos piensan.

Para las personas que habitamos urbes tan grandes y caóticas en muchos sentidos como la Ciudad de México que cuenta con más de 24 millones de personas, esto debido a que su Área Metropolitana está integrada plenamente, el miedo a la inseguridad urbana se ha instalado con gran fuerza en los últimos años; cómo no justificar dicha sensación, cuando la violencia y los delitos son más crudos, frecuentes y la delincuencia nos ha robado la tranquilidad que algún día gozamos en nuestras calles, transporte, parques y colonias.

Por ello, el miedo no es tan negativo y mucho menos cuando se vuelve una especie de guía, consejero, el cual nos orienta y gracias a él, decidimos muchas veces nuestros trayectos hacia el trabajo, escuela, banco, casa, etcétera. En pocas palabras, el temor nos sirve de alerta, es nuestro modo de protegernos en primera instancia y de conducirnos de manera más o menos segura.

Hoy, mucho más que hace diez años, el temor a perder la vida se ha apoderado de los capitalinos, sobre todo cuando el 80% de los delitos, según estadísticas del INEGI, se cometen en zonas populares: transporte público, Metro, parques, colonias marginadas, plazas comerciales, avenidas y un casi interminable etcétera. No quiero decir con esto que la Ciudad de México sea inhabitable, pero sí me refiero a que la violencia ha crecido de manera preocupante.

AÑOS 90 Y LOS SECUESTROS

En esta década las bandas delictivas comenzaron a implementar nuevas formas de operar en la geografía de la Ciudad de México. De cometer asaltos pasaron a realizar secuestros exprés, esto es: elegían a su víctima, la subían a un auto o taxi, la llevaban a los cajeros automáticos para que les entregara su dinero, además de despojarla de sus objetos de valor que trajera consigo. Después de retenerla por varias horas, la abandonaban en algún lugar de la urbe o paraje. En este tipo de raptos las víctimas no eran necesariamente personas acaudaladas, podía ser cualquier empleado, obrero, oficinista, comerciante, adolescente y en el mayor número de casos, sus agresores no les quitaban la vida, porque juzgaban que no valían tanto.

Foto: Especial

En una entrevista realizada a Carlos Monsiváis en 2005, el escritor hizo un análisis de dicho fenómeno: “los testimonios de víctimas de secuestro exprés evidenciaron que gracias al miedo que sintieron, lograron guardar cierta serenidad para manejarse con los secuestradores; es decir, el temor agudizó su inteligencia para sobrellevar la situación. Sin embargo, no abandonar el miedo después del secuestro o el asalto es lo peor… Cuando ya no es el temor como respuesta a lo que te está pasando sino es el miedo en el que sigues habitando, te disgrega, te atomiza psicológicamente”.

Así pues, durante la década de los 90 el delito más redituable para las organizaciones criminales fue el secuestro, por lo que se consolidaron poderosas bandas, para muestra basta mencionar al grupo de Andrés Caletri, quien por cierto escapó tres veces de prisión; otra fue la comandada por José Luis Canchola, quien decía con mucho orgullo ser discípulo de Alfredo Ríos Galeana, “El enemigo público número uno”; y que decir de la banda de “El Mochaorejas”, encabezada por Daniel Arizmendi López.

Estas corporaciones delincuenciales cobraron la vida de decenas de personas y sembraron, sin duda, el temor en los habitantes del entonces Distrito Federal. Aunque algunas fueron desarticuladas por las autoridades policiacas, otras continuaron su historial delictivo por varios años más.

EL MIEDO Y LA INDUSTRIA

Muy lejos quedaron los días en los que los niños se pasaban horas jugando en el parque o en las aceras. Años atrás cuando un chamaco hacía travesuras en casa era muy común escuchar a su madre decir frases como ésta: “¡Salte a jugar a la calle y no me des lata!”. En la actualidad, los padres ya no confían en que sus hijos jueguen en las aceras por temor a que les pueda suceder algo. Es decir, a las nuevas generaciones se les está privando de esa convivencia tan enriquecedora, que era la vida del barrio o de la colonia. Hoy se sienten más seguros que sus niños se la pasen recluidos, sentados frente al televisor, celular, tableta o videojuego, a que salgan a jugar a la calle.

Por lo tanto, el miedo a la inseguridad urbana es el causante directo del éxito de varios negocios que han surgido al respecto. Me refiero a los grandes complejos inmobiliarios que contienen en su interior: supermercado, iglesia, gimnasio, alberca, escuelas y hasta parques, es decir, si los habitantes de estos lugares quisieran, no saldrían nunca de ahí, ya que lo tienen todo adentro, lo cual se ha convertido en un fenómeno extraordinario.

LA CANCELACIÓN DEL TEMOR ES UN LUJO DE CLASE

Sin embargo, la cancelación del miedo urbano es una cuestión de clase, sobre todo en una ciudad como la nuestra con ese torrente demográfico brutal, pocos se pueden dar ese lujo. Este fenómeno se da sólo en el caso de ciertos empresarios, políticos, artistas, deportistas, quienes tienen los recursos económicos para contratar guaruras, comprarse autos blindados, armas, cámaras, chips o lujosos departamentos o residencias en esos complejos cerrados para garantizarse su seguridad.

Por otra parte, en cuántos de los secuestros y otros delitos que se cometen están inmiscuidos exguardaespaldas, o expolicías. Son muchos los ejemplos y los vemos con recurrencia en los medios de comunicación, así que esa situación se ha vuelto un arma de doble filo, porque estos delincuentes planean sus delitos debido a que por sus antiguos empleos saben cómo manejarse y llevarlos a cabo.

Fue el caso de varias bandas de secuestradores detenidas en la primera década de los años 2 mil, en las que algunos de sus integrantes formaron parte de la Agencia Federal de Investigaciones y de la Policía Federal Preventiva.

Los raptos más sonados fueron los cometidos por la banda de Los Zodiacos, que operó en el Distrito Federal, Morelos y Estado de México, entre los años de 2001 y 2005, en cuyas filas participó una mujer de nacionalidad francesa llamada Florence Cassez. Esta organización fue desarticulada en diciembre de 2005, cuando los detuvieron en un polémico operativo transmitido por televisión, el cual se demostró años después que había sido planeado. La banda efectuó al menos 20 plagios.

Los Petriciolet fue otra banda despiadada. Estos criminales secuestraron y asesinaron en junio de 2008 a Fernando Martí, hijo del empresario Alejandro Martí; a su líder Abel Silva lo capturaron en 2010.

Otro caso mediático fue el plagio de Silvia Vargas, la hija de Nelson Vargas, empresario y quien fuera el presidente de la Comisión Nacional del Deporte, Conade. Su rapto fue realizado por la banda de Los Rojos en septiembre de 2007, al sur de la Ciudad de México, sin embargo no hallaron el cadáver de la joven hasta diciembre de 2008.

Para ser precisos, estos casos salieron a la luz e hicieron mucho ruido por tratarse de personas públicas, pero estos grupos delincuenciales llevaron a cabo muchos más plagios. A las autoridades no les resultó sencillo desmantelarlas, pues les llevó varios años capturar a sus integrantes.

LA CULPABLE NO ES LA POBREZA SINO LA DESIGUALDAD

Al hacer un análisis sobre dicha problemática Carlos Monsiváis señala: “Los pobres roban a los pobres, eso queda más o menos claro, pero a los ricos no los roban los pobres, los plagian gente de clase media que contrata desde luego pobres… la mayoría son expolicías y este problema viene de la idea de injusticia prevaleciente en el hecho de que ese señor tenga todo y yo que soy tan extraordinario en el manejo de las armas no poseo lo que ese señor, entonces sí, ahí el tema de la desigualdad se cumple perfectamente”.

Aquí cabría preguntarnos, estimado lector, ¿qué lacera más a una sociedad como la nuestra, la pobreza o la desigualdad? ¿Qué sucede cuando sólo un puñado posee la riqueza y la mayoría se encuentra en la miseria y además, sin opciones viables que les ofrezca el Estado para cubrir sus necesidades básicas o para su óptimo desarrollo? Tendríamos que plantearnos esto y comprobar qué impacto tiene en el crecimiento de la delincuencia y de la violencia que padecemos en la actualidad.

SER POLICÍA, UNA LABOR NO RECONOCIDA

En el otro extremo, el de las autoridades, también cohabita el miedo a ser asesinados por una sociedad que no les reconoce ningún mérito. Tiene varias décadas que la figura del policía está degradada, en lugar de considerarlo como un aliado del ciudadano, se le toma por un enemigo y todo esto está relacionado con la corrupción en la que han incurrido las corporaciones policiacas a través de las décadas, en las que se han visto corrompidas por las organizaciones criminales.

En 2005, las cifras oficiales de policías asesinados al año constaban de 40, en la actualidad las estadísticas se han disparado de modo considerable, pues mueren 180. Esto como resultado del incremento de la violencia y los delitos. El ejemplo que mejor ilustra esta situación ocurrió el 23 de noviembre de 2004, cuando tres agentes de la Policía Federal Preventiva fueron espantosamente linchados por habitantes del pueblo de San Juan Ixtayopan, en Tláhuac, mientras realizaban labores de investigación sobre narcomenudeo. Al respecto Monsiváis comenta: “Por desgracia la sociedad no los reconoce, entonces, a cuenta de qué, les van a exigir a los policías que vuelvan a sacrificarse cuando no les han dado el mínimo reconocimiento y cuando su muerte en el cumplimiento de su deber, no les importa”.

Durante los sexenios de Felipe Calderón y Enrique Peña Nieto fueron muy recurrentes los homenajes en todo el país, rendidos a policías y militares abatidos por la delincuencia, mientras cumplían con su trabajo. Los casos están ahí, si usted, estimado lector realiza una búsqueda ya no digamos exhaustiva, sino escueta en los hemeroteca de LA PRENSA, encontrará varios ejemplos.

MIEDO Y DESCONFIANZA A LAS INSTITUCIONES DE JUSTICIA

En México el 50% de los delitos no se denuncian y el 95% de los que sí se abre un proceso en los juzgados quedan impunes. Esto sólo refleja la poca confianza de los ciudadanos en el aparato de justicia y de la ineficacia del mismo. De este modo, la impunidad ha permitido que los delincuentes operen con la seguridad de que no van a recibir un castigo, pues saben de sobra que hay resquicios legales que les permiten quedar libres o como en la mayoría de los casos, que podrán sobornar a policías, ministerios públicos, jueces y continuar con sus actividades criminales.

Esta corrupción e impunidad de las autoridades provoca que las víctimas por algún delito no denuncien o tengan temor a sufrir alguna represalia por parte de sus agresores. Por si fuera poco, los afectados también tienen que lidiar con los malos tratos de los servidores públicos como policías y ministerios públicos, a la pérdida de tiempo en los juzgados y a la inutilidad.

Los delitos por abuso sexual reflejan de manera clara esta problemática, pues son decenas los testimonios de mujeres violadas que acuden a denunciar la agresión y simplemente las autoridades no las respaldan.

El caso más representativo y el cual marcó un precedente para las víctimas de abuso sexual fue el de la niña Paulina del Carmen Ramírez Jacinto, que sucedió en 1999 en Baja California. Ella fue violada por un semiretrasado mental y quedó embarazada, la joven y su familia acudieron a denunciar y solicitaron su derecho al aborto, el juez se lo concedió porque estaba bien estipulado en la ley, sin embargo el sufrimiento de Paulina continuó, debido a que el médico del hospital General de aquella entidad, a quien se asignó para realizar el aborto, señaló que “en virtud de su conciencia y de su religión no podía realizarle el aborto”, entonces Paulina no pudo evitar tener a ese hijo producto de la violación. Tuvieron que pasar 17 años para que a la joven se le pidiera una disculpa pública y se le resarciera el daño con una compensación económica, si es que el dinero exculpa ese tipo de agresiones.

Sobre este hecho Carlos Monsiváis señala: “todo se acumula. En casos como éste la justicia se vuelve un elemento contra la sociedad; mientras no haya un aparato de justicia que rectifique al mismo aparato de justicia, donde tienen que intervenir muchos factores, lo cierto es que el miedo tiene una gran plataforma de sustentación”.

Por desgracia, en la actualidad esta problemática la siguen padeciendo las víctimas de agresión sexual, quienes son ignoradas por las autoridades y revictimizadas. Un ejemplo muy reciente son los testimonios de Aurora, Celeste y Estrella, tres mujeres que fueron violadas por lo que se presume un agresor serial que opera en Iztapalapa a bordo de un taxi, a quienes las autoridades han tratado con indiferencia. Lo preocupante es que como ellas hay decenas de casos que están impunes; esto sin tomar en cuenta los altos índices de feminicidios registrados en todo el país, que son un tema muy complejo y que merecería comentarse por separado.

¿EN MANOS DE QUIÉN ESTAMOS?

En diciembre de 2006, Felipe Calderón llegó a la presidencia y declaró la guerra a los cárteles de la droga. El primer operativo con tropas militares fue en el estado de Michoacán, desde entonces, la violencia en toda la República se incrementó. El Estado mexicano perdió más soberanía, el consumo y producción de narcóticos no disminuyó y por el contrario, las cifras de las pérdidas humanas son muy elevadas al grado de que ya no se sabe con certeza cuántas personas han perdido la vida. El escritor Juan Villoro opina al respecto: “Esta decisión ha sido un fracaso total porque se ha entendido que para combatir el problema del narcotráfico la única solución es militar, a lo único que se ha llegado, me parece, es a la comprobación de que toda bala es una bala perdida”.

Una de las situaciones más preocupantes que trajo la lucha contra el narcotráfico es que la juventud ha caído en sus garras, pues de 2006 a 2012, estas organizaciones criminales reclutaron a más de 40 mil jóvenes de entre 18 y 25 años. Muchachos que por falta de oportunidades como estudio y empleo han encontrado en el narco una forma rápida y contundente de ganar dinero.

Con la llegada de Enrique Peña Nieto al poder en 2012, se tuvo esperanzas de que el panorama violento cambiara, pues el priista señaló al respecto que no sólo se trataba de una cuestión de seguridad, sino de salud pública, sin embargo, todo quedó ahí, en el discurso, ya que en lo práctico nada cambió y en su sexenio continuaron aumentando las cifras de personas asesinadas por los cárteles de la droga. También se dispararon las desapariciones forzadas y las escenas de miles de cadáveres exhumados de fosas clandestinas por todo el país. En su sexenio, como sabemos, se dio el caso de la desaparición de los 43 normalistas de Ayotzinapa, sobre el que Villoro afirma: “Como pudimos ver en el asunto de Ayotzinapa, los narcotraficantes y las autoridades están plenamente coludidos… por lo que atacar a los cárteles de la droga significa investigar al gobierno”.

De esta manera el país sigue sumergido en la porquería y en un baño de sangre interminable, pues aunque durante los últimos tres sexenios, contando al actual, se han realizado capturas de importantes capos de la droga, la violencia y la inseguridad no disminuye, pues ésta se adhirió como una metástasis al tejido social y es el cáncer que padecemos en la actualidad. Esto nos indica que la estrategia tiene que cambiar.

Las revelaciones periodísticas nos llevan a cuestionarnos cuántos políticos están al servicio del narco y cuántos cárteles de la droga al servicio de los políticos o de qué manera las economías nacionales se sustentan de manera parcial con dinero de estas organizaciones criminales. Esta situación que vive el país, sin duda, nos lleva a sentir miedo y a preguntarnos también ¿en manos de quién estamos?

Todavía durante el gobierno de Miguel Ángel Mancera en la Ciudad de México se nos afirmaba que en nuestra urbe no había cárteles de la droga, poco tiempo les duró esa versión, porque hoy es muy claro que están operando y que gran parte de la violencia en nuestra capital es por su presencia. Así que la inseguridad y la violencia actuales no sólo justifican nuestro temor, sino es una manera de entender nuestra realidad.

Los ajusticiamientos, la quema de camionetas del servicio de transporte público por el cobro de extorsiones y hasta el tema de la trata de personas son delitos comprobados en nuestra urbe y por supuesto que siembran mucho miedo entre la población. Ahora, también algunos académicos han mencionado que buen número de feminicidios están relacionados con los cárteles del narcotráfico como una manera de cobrar venganza en sus disputas. Y por si fuera poco, con los hechos últimos acontecidos en la plaza comercial Artz, resulta que también operan mafias internacionales, no sólo en la Ciudad de México, sino por toda la República. ¿Entonces cuánto tiempo nos han mentido, diciéndonos que eso no era posible? ¿Cuántos más vamos a esperar para exigir resultados que detengan la barbarie?

El crimen en varias de sus modalidades resulta un negocio muy jugoso para las organizaciones delictivas y para las autoridades que están coludidas con ellas, pero a costa de qué, de que miles de ciudadanos inocentes mueran o paguen las consecuencias.

El 29 de julio pasado, nuestro jefe de información, el periodista Adalberto Villasana, nos reveló datos contundentes en los que la población no sólo de la Ciudad de México, sino de todo el país, pide seguridad al precio que sea.

En efecto, nuestra bella urbe, aquella en la que podíamos jugar con nuestros amigos por horas en las calles, caminar de noche con nuestras novias sin temor a ser violentados, nos fue secuestrada y ahora se ha convertido en una necrópolis, una geografía fúnebre teñida de sangre. ¿Hasta cuándo? ¿Hasta cuándo, estimados lectores?

Este trabajo surgió a partir de una entrevista realizada a Carlos Monsiváis, por parte del historiador argentino Mario Ernesto O’Donell, en marzo de 2005, donde el tema central fue el miedo a la inseguridad urbana. En ella, los participantes hicieron un agudo análisis de esa problemática, mi aportación fue difundir un poco lo ahí expuesto y ejemplificarlo con imágenes y notas periodísticas de LA PRENSA.

La entrevista la pueden consultar en internet en la dirección: https://www.youtube.com/watch?v=ev9hufCgNBU

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