/ viernes 10 de diciembre de 2021

Gumaro de Dios, el caníbal de Playa del Carmen

Confesó que era poseído por un ente maligno que lo impulsaba a cometer sus crímenes y, para librarse de él, le rezaba a su dios, quien lo convertía en un embutido de ángel y demonio

A Gumaro de Dios le prometió un brujo la inmortalidad si entregaba la sangre de tres sacrificios, pero por puro placer, a su última víctima la desolló como a un conejo y, despaciosamente, degustó su corazón, luego algunas costillas y para concluir su macabro crimen, con la carne de sus muslos se preparó unos filetes; era su propia pareja a quien paladeó.

Siempre un poco más cerca de la demencia que de la cordura, así fue la vida de Gumaro de Dios, un incomprendido, un demente, un hijo de Satanás. No todos los ángeles son buenos ni son hermosos; los hay que nacen bajo el signo de la maldad y los que han sido expulsados del reino celestial.

Gumaro fue, las notas que aparecieron en diciembre de 2004 en LA PRENSA así lo atestiguan, un híbrido destinado a matar y morir, como el que acuña su propia muerte con las de otros.

Aunque el caso apareció en El Periódico que Dice lo que Otros Callan uno o dos días después de ocurrido el hecho, de cualquier modo, quedó consignado en las páginas que todo lector ávido de muertos frescos desea ver impresas con letras rojas, al señalar que el denominado Caníbal Caribeño o Caníbal de Playa del Carmen había reconocido el asesinato de su compañero, además de que luego lo había destazado para cocinarlo y comérselo.

La de Gumaro de Dios es quizá una historia que se conoce por el final, es decir, por su muerte y no, como podría pensarse, con su detención o sus horribles crímenes. Así pues, el martes 11 de septiembre de 2012 en el Hospital de Chetumal, Quintana Roo, terminó la vida del Caníbal, pues mucho antes de ser condenado a cadena perpetua por el homicidio que se le imputaba, había contraído una enfermedad mortal y se encontraba en la fase terminal. Se sabe que Gumaro de Dios fue condenado por el sida.


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Su vida loca, que sólo llegó a los 34 años, fue en el sentido de que abusó de las drogas y, durante un tiempo, se involucró en relaciones licenciosas con extranjeros que llegaban a Playa del Carmen en busca de jovencitos con quienes divertirse en exceso con el sexo, el alcohol y las drogas; y que luego regresaban a sus países una vez que habían dejado y se habían llevado historias y enfermedades.

Los hechos que aquí contamos no añaden demasiado a lo relatado por mejor prosa, quizá, como la del periodista Alejandro Almazán, pero sirvan para darse cuenta de cómo la demencia pudo transformar a un sujeto en un demonio...

Seducido por la muerte

Como esperpento, la figura de Gumaro era esparcida, a través de su sombra, por la luz que se estrellaba en su cabeza, de pie en la palapa donde vivía hacia el camino de arena que daba a la playa. Su historia se remonta sin que él lo sepa, porque está intoxicado y la fantasía se confunde con la realidad.

Ha comido carne humana y el efecto de las drogas, así como el sabor de su amante que perdura en su paladar lo mantienen en delirio.

Fugaz se hilvana su pasado hasta ese instante en el que ya no hay marcha atrás. El hilo conductor de su vida se consumió con rapidez y lo llevó en descenso a los infiernos, pero sin guía no pudo salir, sino tan sólo asomarse de vez en cuando al mundo, cuya sociedad no alcanzó a comprender su extraña conducta.

Hijo de Candelario de Dios y Ana Arias, Gumaro nació en la ranchería Azucena, en el poblado de Cárdenas, Estado de Tabasco, el 7 de abril de 1978. La historia de su existencia está concatenada a los abusos. Por ejemplo, cuando era niño, aproximadamente cuando tenía unos seis años, un primo suyo lo violó; luego, como guiado por la tortura del recuerdo, le aplicó la misma crueldad indeleble a uno de sus sobrinos. Se cuenta que también abusó de una monja y delinquió desde temprana edad.

Se desconoce cómo fue que se enganchó con las drogas, pues algunas fuentes revelan que a los 14 años ya había probado el crack, los solventes, la marihuana, el alcohol y cuanto estupefaciente pudiera calmar a la bestia o la hiciera manifestarse por completo.

Ante tal situación, sus padres, que sentían por él un amor seco y distante, como el que inspiran las personas que no son queridas, lo enviaron al Ejército, pero ni la rígida disciplina militar logró sosegar al demonio interior de Gumaro, quien finalmente, luego de una corta estadía, escapó porque tuvo una pelea con un subteniente, pues según contó “se lo traía de encargo”.

A causa de esa riña, que llegó a los golpes, Gumaro fue arrestado, pero al quedar libre lo primero que hizo fue buscar al subteniente y, fríamente, lo apuñaló en el tórax y en una pierna, tras lo cual huyó sin saber si aquel hombre había perecido o al final de cuentas logró salvar la vida.

De regreso en Cárdenas, en el año 2000, Gumaro estuvo preso, ya que según sus propias confesiones se robó unas camisas y una grabadora, aunque cuando la policía lo detuvo, él imaginó que se trataba del asunto de violación y abuso contra su sobrino y la monja, respectivamente, pero eso no se supo y quedaría libre después de un año, seis meses y nueve días, aunque ningún familiar lo visitó, porque como cuenta Almazán, sus propios padres creían que su primogénito era el mismo hijo del diablo.

Una vez fuera de prisión y luego de haberse librado de la milicia, la Azucena le quedaba chica para sus fechorías, para su expectativa -si acaso tenía-; entonces, se fue rumbo a Chetumal, Quintana Roo. Allí, nuevamente según su testimonio, refiere que acabó con la vida de un hombre a machetazos, poco antes del culmen de su carrera criminal, en 2004, no muy lejos de Mahahual, en una zona maya cerca del mar, desquiciado ya por el consumo reincidente de droga y alcohol.

“El tipo me jugó bronca. Traía un machete y me retaba. Lo dejé que se cansara de gritar. Luego, cuando se apendejó, le quité el machete y madres, que lo empiezo a cortar como pescadito. Vi cómo se desangró. Ahí lo dejé y me largué. Ese día en la noche se me apareció su espíritu. Yo le dije a mi Dios Jehová que me ayudara a ya no oír. Pero todavía lo escucho”.

Tras el crimen, Gumaro tomó rumbo hacia El Petén, población ubicada en la frontera entre México y Belice, donde se estableció temporalmente.

Allá conoció a un supuesto brujo maya, un chamán desdentado al que simplemente se le conocía como “El Sabio”, quien le dijo a Gumaro que para librarse de un dolor que sentía en el pecho debía escuchar a la naturaleza. Pero como Gumaro no escuchaba más que a sus instintos primitivos y profundos, éste entendió que la naturaleza le pedía inmolar a tres personas.

Allí mismo, en ese poblado, conoció y se enganchó con El Guacho, un joven desertor del Ejército, tal como él lo había hecho; quizás por eso sintió tanta afinidad hacia él.

Se llamaba Raúl González, pero lo conocían mejor y bien como El Compinche o El Pelón, quien tenía 19 años. No se sabe cómo ni por qué, pero Raúl y Gumaro trabaron pronto amistad y, luego de un breve tiempo, acabaron siendo amantes, pues ambos -según detallaron algunas fuentes-, eran bisexuales y también buenos para beber y drogarse juntos.

No obstante, durante las investigaciones que siguieron las autoridades para reconstruir la historia de un asesino, también postularon la posibilidad de que aquel sujeto nunca haya existido, puesto que no se encontró registro alguno sobre su paradero u origen.

Aun así, los diarios locales no perdieron el tiempo y nutrieron una historia más halla de lo evidente. Contaron pues, que, decididos a no agotar la fiesta en un pueblo chico, pues necesitaban un infierno más grande, González y De Dios se mudaron a vivir a una palapa cerca de la carretera Chetumal-Playa del Carmen, donde abrirían una especie sucursal de Las moscas sobre el cadáver.

Las moscas comienzan a congregarse en torno a Gumaro y a su amante destazado que pende a su lado mientras duermen. Saborea el gusto a carne humana, le place, lo hace sentir mejor, pero el efecto de los estupefacientes y el delirio de la antropofagia son contundentes y lo mantienen en frenesí.

De acuerdo con lo que relató luego de su captura, Gumaro hubiera preferido ser bautizado como Bagdel, nombre que escuchó en una de sus alucinaciones. En su infancia, según algunas fuentes, también se sentía una niña, pero sin dejar de ser niño, afirmaba: “Soy un chico malo, soy una mala mujer”.

Cuando era joven tuvo la negra suerte de cruzarse en el camino de un tráiler, el cual si no lo mató, sí lo dejó más aturdido en su de por sí mundo bizarro. A partir de entonces, adquirió un gusto macabro por placeres ciegos, pero con animales; su favorita era una yegua, con la que fantaseaba al creer que era una joven gringa con la que tendría hijos.

Gumaro de Dios padecía esquizofrenia y se le detectó un leve retraso mental. Siempre fue holgazán y nunca quiso ser campesino. Buscó de algún modo evadir su miseria infligiendo penas a los demás y dañándose él mismo, hasta que se topó con “El Guacho”.

Seis meses vivieron juntos en la palapa, internados tierra adentro, pero no muy lejos de la playa.

Ansiaba saciar su sed de sangre

La imagen es repugnante. Quizá una página puede contener todos los horrores de un solo instante de agonía y es más fácil añadir adjetivos o detalles conspicuos a una historia cuya realidad supera la imaginación, porque morir es la ley de todo el que nace.

Pero lo que vieron los agentes cuando llegaron a la escena del crimen consistió en un golpe más fuerte que el rechazo que sienten algunas personas por los ancianos, los enfermos y los muertos, aunque su propio destino sea la enfermedad, la vejez y la muerte.

El 12 de diciembre de 2004, Gumaro de Dios y Raúl González tuvieron su última fiesta de drogas y alcohol, todo un festín como para estallarse los sesos. Sin embargo, las provisiones no eran suficientes, pero al principio no importó; sólo hasta que estaban por terminarse, Gumaro recordó los 500 pesos que González le debía. Y como quería seguir en el éxtasis, se los pidió para ir a comprar más dosis.

Como “El Guacho” se negó a pagarle, porque no tenía con qué solventar la deuda, Gumaro de Dios se transformó en un verdadero demonio. Sin dudarlo, tomó un cable que tenía a la mano y latigueó a su pareja hasta dejarlo inconsciente.

Luego, lo colgó de cabeza y cuando parecía que iba a recobrar los sentidos, “El Guacho” presintió que iba a morir, Gumaro le destrozó la cabeza con un bloc de concreto para que no despertara nunca más, de tal modo que de lo que fuera una testa sólo quedó un amasijo de carne apenas adherida al cuello. Y como ya le traía ganas, Gumaro decidió comérselo.

Colgado ya de cabeza, el cadáver se desangró, y en tanto terminaba de salir la sangre, Gumaro fue a conseguir algunos ingredientes para cocinarlo.

Luego de sacarle las vísceras y los órganos internos, en una parrilla asó el corazón, un riñón y cuatro costillas; también se preparó un caldo con las vísceras y con la grasa de éstas, el caníbal frió unas tortillas.

No satisfecho, de una de las piernas del cadáver rebanó unos filetes que guisó con chile habanero, limón y cebolla. “Sabía a borrego”, dijo Gumaro cuando relató su crimen. Su hambre insaciable le hizo comer trozos de carne cruda también y tan sólo dejó los pellejos “porque estaban correosos”, declaró Gumaro con una risa desternillante.

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El agente Alejandro Díaz describió el horror de la escena, una imagen que nunca se borrará de su memoria:

“En el piso yacía un pectoral hasta el abdomen, en estado de descomposición. Ya no tenía vísceras, presumiblemente fueron arrancadas por la espátula ensangrentada que estaba a un lado. Los pies estaban cortados hasta los tobillos. A los brazos se les había arrancado la piel y las manos tenían escoriaciones; seguro el muerto fue colgado o amarrado con fuerza. Sobre la parrilla había una olla de aluminio con algo que se parecía a unas costillas cocidas y a un corazón”.

Eso era lo que quedaba de “El Guacho”.

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A Gumaro de Dios le prometió un brujo la inmortalidad si entregaba la sangre de tres sacrificios, pero por puro placer, a su última víctima la desolló como a un conejo y, despaciosamente, degustó su corazón, luego algunas costillas y para concluir su macabro crimen, con la carne de sus muslos se preparó unos filetes; era su propia pareja a quien paladeó.

Siempre un poco más cerca de la demencia que de la cordura, así fue la vida de Gumaro de Dios, un incomprendido, un demente, un hijo de Satanás. No todos los ángeles son buenos ni son hermosos; los hay que nacen bajo el signo de la maldad y los que han sido expulsados del reino celestial.

Gumaro fue, las notas que aparecieron en diciembre de 2004 en LA PRENSA así lo atestiguan, un híbrido destinado a matar y morir, como el que acuña su propia muerte con las de otros.

Aunque el caso apareció en El Periódico que Dice lo que Otros Callan uno o dos días después de ocurrido el hecho, de cualquier modo, quedó consignado en las páginas que todo lector ávido de muertos frescos desea ver impresas con letras rojas, al señalar que el denominado Caníbal Caribeño o Caníbal de Playa del Carmen había reconocido el asesinato de su compañero, además de que luego lo había destazado para cocinarlo y comérselo.

La de Gumaro de Dios es quizá una historia que se conoce por el final, es decir, por su muerte y no, como podría pensarse, con su detención o sus horribles crímenes. Así pues, el martes 11 de septiembre de 2012 en el Hospital de Chetumal, Quintana Roo, terminó la vida del Caníbal, pues mucho antes de ser condenado a cadena perpetua por el homicidio que se le imputaba, había contraído una enfermedad mortal y se encontraba en la fase terminal. Se sabe que Gumaro de Dios fue condenado por el sida.


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Su vida loca, que sólo llegó a los 34 años, fue en el sentido de que abusó de las drogas y, durante un tiempo, se involucró en relaciones licenciosas con extranjeros que llegaban a Playa del Carmen en busca de jovencitos con quienes divertirse en exceso con el sexo, el alcohol y las drogas; y que luego regresaban a sus países una vez que habían dejado y se habían llevado historias y enfermedades.

Los hechos que aquí contamos no añaden demasiado a lo relatado por mejor prosa, quizá, como la del periodista Alejandro Almazán, pero sirvan para darse cuenta de cómo la demencia pudo transformar a un sujeto en un demonio...

Seducido por la muerte

Como esperpento, la figura de Gumaro era esparcida, a través de su sombra, por la luz que se estrellaba en su cabeza, de pie en la palapa donde vivía hacia el camino de arena que daba a la playa. Su historia se remonta sin que él lo sepa, porque está intoxicado y la fantasía se confunde con la realidad.

Ha comido carne humana y el efecto de las drogas, así como el sabor de su amante que perdura en su paladar lo mantienen en delirio.

Fugaz se hilvana su pasado hasta ese instante en el que ya no hay marcha atrás. El hilo conductor de su vida se consumió con rapidez y lo llevó en descenso a los infiernos, pero sin guía no pudo salir, sino tan sólo asomarse de vez en cuando al mundo, cuya sociedad no alcanzó a comprender su extraña conducta.

Hijo de Candelario de Dios y Ana Arias, Gumaro nació en la ranchería Azucena, en el poblado de Cárdenas, Estado de Tabasco, el 7 de abril de 1978. La historia de su existencia está concatenada a los abusos. Por ejemplo, cuando era niño, aproximadamente cuando tenía unos seis años, un primo suyo lo violó; luego, como guiado por la tortura del recuerdo, le aplicó la misma crueldad indeleble a uno de sus sobrinos. Se cuenta que también abusó de una monja y delinquió desde temprana edad.

Se desconoce cómo fue que se enganchó con las drogas, pues algunas fuentes revelan que a los 14 años ya había probado el crack, los solventes, la marihuana, el alcohol y cuanto estupefaciente pudiera calmar a la bestia o la hiciera manifestarse por completo.

Ante tal situación, sus padres, que sentían por él un amor seco y distante, como el que inspiran las personas que no son queridas, lo enviaron al Ejército, pero ni la rígida disciplina militar logró sosegar al demonio interior de Gumaro, quien finalmente, luego de una corta estadía, escapó porque tuvo una pelea con un subteniente, pues según contó “se lo traía de encargo”.

A causa de esa riña, que llegó a los golpes, Gumaro fue arrestado, pero al quedar libre lo primero que hizo fue buscar al subteniente y, fríamente, lo apuñaló en el tórax y en una pierna, tras lo cual huyó sin saber si aquel hombre había perecido o al final de cuentas logró salvar la vida.

De regreso en Cárdenas, en el año 2000, Gumaro estuvo preso, ya que según sus propias confesiones se robó unas camisas y una grabadora, aunque cuando la policía lo detuvo, él imaginó que se trataba del asunto de violación y abuso contra su sobrino y la monja, respectivamente, pero eso no se supo y quedaría libre después de un año, seis meses y nueve días, aunque ningún familiar lo visitó, porque como cuenta Almazán, sus propios padres creían que su primogénito era el mismo hijo del diablo.

Una vez fuera de prisión y luego de haberse librado de la milicia, la Azucena le quedaba chica para sus fechorías, para su expectativa -si acaso tenía-; entonces, se fue rumbo a Chetumal, Quintana Roo. Allí, nuevamente según su testimonio, refiere que acabó con la vida de un hombre a machetazos, poco antes del culmen de su carrera criminal, en 2004, no muy lejos de Mahahual, en una zona maya cerca del mar, desquiciado ya por el consumo reincidente de droga y alcohol.

“El tipo me jugó bronca. Traía un machete y me retaba. Lo dejé que se cansara de gritar. Luego, cuando se apendejó, le quité el machete y madres, que lo empiezo a cortar como pescadito. Vi cómo se desangró. Ahí lo dejé y me largué. Ese día en la noche se me apareció su espíritu. Yo le dije a mi Dios Jehová que me ayudara a ya no oír. Pero todavía lo escucho”.

Tras el crimen, Gumaro tomó rumbo hacia El Petén, población ubicada en la frontera entre México y Belice, donde se estableció temporalmente.

Allá conoció a un supuesto brujo maya, un chamán desdentado al que simplemente se le conocía como “El Sabio”, quien le dijo a Gumaro que para librarse de un dolor que sentía en el pecho debía escuchar a la naturaleza. Pero como Gumaro no escuchaba más que a sus instintos primitivos y profundos, éste entendió que la naturaleza le pedía inmolar a tres personas.

Allí mismo, en ese poblado, conoció y se enganchó con El Guacho, un joven desertor del Ejército, tal como él lo había hecho; quizás por eso sintió tanta afinidad hacia él.

Se llamaba Raúl González, pero lo conocían mejor y bien como El Compinche o El Pelón, quien tenía 19 años. No se sabe cómo ni por qué, pero Raúl y Gumaro trabaron pronto amistad y, luego de un breve tiempo, acabaron siendo amantes, pues ambos -según detallaron algunas fuentes-, eran bisexuales y también buenos para beber y drogarse juntos.

No obstante, durante las investigaciones que siguieron las autoridades para reconstruir la historia de un asesino, también postularon la posibilidad de que aquel sujeto nunca haya existido, puesto que no se encontró registro alguno sobre su paradero u origen.

Aun así, los diarios locales no perdieron el tiempo y nutrieron una historia más halla de lo evidente. Contaron pues, que, decididos a no agotar la fiesta en un pueblo chico, pues necesitaban un infierno más grande, González y De Dios se mudaron a vivir a una palapa cerca de la carretera Chetumal-Playa del Carmen, donde abrirían una especie sucursal de Las moscas sobre el cadáver.

Las moscas comienzan a congregarse en torno a Gumaro y a su amante destazado que pende a su lado mientras duermen. Saborea el gusto a carne humana, le place, lo hace sentir mejor, pero el efecto de los estupefacientes y el delirio de la antropofagia son contundentes y lo mantienen en frenesí.

De acuerdo con lo que relató luego de su captura, Gumaro hubiera preferido ser bautizado como Bagdel, nombre que escuchó en una de sus alucinaciones. En su infancia, según algunas fuentes, también se sentía una niña, pero sin dejar de ser niño, afirmaba: “Soy un chico malo, soy una mala mujer”.

Cuando era joven tuvo la negra suerte de cruzarse en el camino de un tráiler, el cual si no lo mató, sí lo dejó más aturdido en su de por sí mundo bizarro. A partir de entonces, adquirió un gusto macabro por placeres ciegos, pero con animales; su favorita era una yegua, con la que fantaseaba al creer que era una joven gringa con la que tendría hijos.

Gumaro de Dios padecía esquizofrenia y se le detectó un leve retraso mental. Siempre fue holgazán y nunca quiso ser campesino. Buscó de algún modo evadir su miseria infligiendo penas a los demás y dañándose él mismo, hasta que se topó con “El Guacho”.

Seis meses vivieron juntos en la palapa, internados tierra adentro, pero no muy lejos de la playa.

Ansiaba saciar su sed de sangre

La imagen es repugnante. Quizá una página puede contener todos los horrores de un solo instante de agonía y es más fácil añadir adjetivos o detalles conspicuos a una historia cuya realidad supera la imaginación, porque morir es la ley de todo el que nace.

Pero lo que vieron los agentes cuando llegaron a la escena del crimen consistió en un golpe más fuerte que el rechazo que sienten algunas personas por los ancianos, los enfermos y los muertos, aunque su propio destino sea la enfermedad, la vejez y la muerte.

El 12 de diciembre de 2004, Gumaro de Dios y Raúl González tuvieron su última fiesta de drogas y alcohol, todo un festín como para estallarse los sesos. Sin embargo, las provisiones no eran suficientes, pero al principio no importó; sólo hasta que estaban por terminarse, Gumaro recordó los 500 pesos que González le debía. Y como quería seguir en el éxtasis, se los pidió para ir a comprar más dosis.

Como “El Guacho” se negó a pagarle, porque no tenía con qué solventar la deuda, Gumaro de Dios se transformó en un verdadero demonio. Sin dudarlo, tomó un cable que tenía a la mano y latigueó a su pareja hasta dejarlo inconsciente.

Luego, lo colgó de cabeza y cuando parecía que iba a recobrar los sentidos, “El Guacho” presintió que iba a morir, Gumaro le destrozó la cabeza con un bloc de concreto para que no despertara nunca más, de tal modo que de lo que fuera una testa sólo quedó un amasijo de carne apenas adherida al cuello. Y como ya le traía ganas, Gumaro decidió comérselo.

Colgado ya de cabeza, el cadáver se desangró, y en tanto terminaba de salir la sangre, Gumaro fue a conseguir algunos ingredientes para cocinarlo.

Luego de sacarle las vísceras y los órganos internos, en una parrilla asó el corazón, un riñón y cuatro costillas; también se preparó un caldo con las vísceras y con la grasa de éstas, el caníbal frió unas tortillas.

No satisfecho, de una de las piernas del cadáver rebanó unos filetes que guisó con chile habanero, limón y cebolla. “Sabía a borrego”, dijo Gumaro cuando relató su crimen. Su hambre insaciable le hizo comer trozos de carne cruda también y tan sólo dejó los pellejos “porque estaban correosos”, declaró Gumaro con una risa desternillante.

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El agente Alejandro Díaz describió el horror de la escena, una imagen que nunca se borrará de su memoria:

“En el piso yacía un pectoral hasta el abdomen, en estado de descomposición. Ya no tenía vísceras, presumiblemente fueron arrancadas por la espátula ensangrentada que estaba a un lado. Los pies estaban cortados hasta los tobillos. A los brazos se les había arrancado la piel y las manos tenían escoriaciones; seguro el muerto fue colgado o amarrado con fuerza. Sobre la parrilla había una olla de aluminio con algo que se parecía a unas costillas cocidas y a un corazón”.

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