BANDONAN UN PUÑAL EN LA ESCENA DEL CRIMEN
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Cuando hablamos de asesinatos en la historia de la criminalidad, no podemos pasar por alto uno de los más atroces que haya sido registrado en las páginas de LA PRENSA.
Si se habla sobre los cimientos de la nota roja, del libro negro del pasado turbio, de páginas rojas que marcaron un tiempo y una sociedad, entonces es necesario conocer la historia del cuádruple homicidio de la calle Matamoros.
Esta horripilante tragedia que causó el más recóndito asombro, aconteció en los aún sanguinarios años violentos del México posrevolucionario, en 1929, cuando una fiera homicida dio rienda suelta a sus despiadados instintos y asesinó a toda una familia.
Ocurrió en la mansedumbre de un jacal que fue transformado en un humilde palacio recién construido, propiedad del empresario pulquero don J. Félix Tito Basurto, quien compartía su vida con doña Jovita Velasco Barrete en las calles de Matamoros y Herreros, en la colonia Peralvillo.
Cada mañana desde hacía mucho tiempo, Tito Basurto realizaba casi religiosamente su rutina, la de acudir puntualmente a La Aduana del Pulque y luego pasar por otro de sus negocios, para verificar cuentas y recoger la pecunia recaudada por las ventas.
No obstante, el giro dramático ocurrió la mañana del 17 de abril de 1929, cuando Tomás Mejía -tinajero a las órdenes del pulquero- notó que el patrón no se había presentado como acostumbraba. Y como al día siguiente tampoco apareció, Tomás decidió acudir con Guadalupe Basurto, hermana de Tito.
Todavía sin que el crimen fuera descubierto, pero ya con sospechas sobre un fatídico final, en el interior del domicilio de Tito y Jovita el crimen espeluznante aguardaba a unos ojos que atestiguaran la macabra hazaña con la cual sanguinariamente los habían asesinado unos supuestos “trogloditas” (así llamados por la sociedad, que en realidad era solo uno), quienes también asesinaron a la anciana Luz Lagunero, que ayudaba con las labores domésticas, y a una niña de apenas 10 años, llamada María de Jesús Miranda.
Al poco tiempo saldría a la luz la verdadera identidad del infame matador y responsable de tan despiadada fechoría. Las páginas de la recién inaugurada rotativa de LA PRENSA dieron noticia del siguiente modo:
“En los anales de la criminología, pocos […] habrá anotados que revelen tanta saña y de los que ensangrentaron sus manos en afán de robo, como del que tomó ayer noticia la Quinta Policiaca”.
Pero no se sabía hasta ese momento el móvil, ni quién era el responsable. Todo consistía en una sospecha para la imaginación privilegiada de la muchedumbre que se estacionó frente al número 37 de la calle de Matamoros, queriendo saber qué había pasado.
Los gendarmes no podían contener la curiosidad desenfrenada que crecía despaciosamente, casi sin percatarse de ello, tanto en el lugar del crimen como en la comisaría; entonces, comenzaron a circular algunas versiones pintorescas y disímiles.
Lo que se supo superficialmente fue que, a consecuencia de la ferocidad del delincuente, los cuatro finiquitados habían sido golpeados de manera brutal con un objeto contundente y, una vez que ya estaban muertos, todavía el inhumano clavó severas puñaladas, y así quedó constatado en la escena del crimen con ríos de sangre que se esparcieron por el piso y formaron coágulos espesos alrededor de los cadáveres.
Conforme realizaron una inspección un poco más detallada en el domicilio, los policías se percataron de que faltaba dinero y joyas, por lo que dedujeron que el móvil de los homicidios había sido el robo. No obstante, el crimen aún sorprendió más debido al hecho de que una de las trabajadoras era una anciana de 60 años y la otra una niña de hasta 10 años.
Una primera conclusión quizá evidente, fue que el responsable era conocido de don Tito Basurto, pues las cerraduras no habían sido violadas ni forzadas y, además, era sabido que al empresario pulquero no gustaba recibir personas en su casa.
Durante los primeros días y ante los múltiples sospechosos, el caso se tornó oscuro. Y en atención a las declaraciones y acusaciones, la policía detuvo inicialmente a Tomás Mejía y a Guadalupe Basurto, así como a otros familiares sospechosos:
Plácido Basurto, la viuda legítima, María Pola, y los hermanos Luis y Francisco Romero Carrasco, sobrinos de don Tito.
Sin embargo conforme pasaron los días, a la mayoría de los detenidos tuvieron que dejarlos en libertad ya que no se les pudo comprobar su probable participación en el crimen, así como tampoco había evidencia que los relacionara.
Pero una sola pista fue la que dio luz sobre el verdugo de la calle Matamoros, pues fue mediante el análisis de las huellas digitales encontradas en el puñal lo que daría la prueba definitiva. Por lo cual, el 25 de abril de 1929 se produjo el esperado anuncio: el asesino tenía una identidad y era un convicto.
EL MÁS HORRIBLE CRIMEN
Lo que es solamente complejo se confunde con lo profundo, error bastante común en realidad. Por ello, se tuvo que poner atención en los detalles, no en el morbo sino en lo mórbido. ¿Quién querría acabar con la vida de cuatro inocentes?
Poco después de las 8:00 horas del 18 de abril de 1929, José Lugo pasaba por la calle de Matamoros rumbo al edificio de la Quinta Comisaría; entonces, le llamó la atención que unas mujeres dirigían sus miradas al interior de la casa 37. Se acercó sólo para que le llegara el rumor de un asesinato.
Así pues, dio aviso a la oficina policiaca y más tarde llegó el comisario Albo, así como Valente Quintana, seguido del personal de la Sección Médica y agentes secretos; y como siempre, no faltaron los curiosos.
Para ingresar al lugar del homicidio, los agentes tuvieron que trepar por una azotea vecina, ya que la puerta se encontraba atrancada. Y una vez penetrando en el horrible teatro, un gesto de horror se reflejó en el semblante de los agentes.
Primero se encontró a don J. Félix Tito Basurto Romero, a quien de inmediato le detectaron horribles heridas en cráneo, pecho y otras partes del cuerpo. Luego, mientras más se adentraban en la casa, mayor era la repugnancia de la escena horrorosa, que hasta el corazón del más fuerte se sintió sobrecogido.
En otro rincón se encontró el cadáver de la anciana Lagunero, también con lesiones mortales; y como queriendo esconderse pero ya agónica, quedó la pequeña María de Jesús. Quizá su muerte comenzó con el susto.
En aquel macabro recorrido, el comisario Albo y sus acompañantes se dirigieron a la planta superior, donde el ojo policiaco tropezó con el cadáver de la señora Jovita Velasco. Su cuerpo permanecía hacia arriba, con manos y pies amarrados y la cara envuelta en un trozo de sábana; la escena era aterradora, porque sobre nívea ropa sobresalía el ardiente el rojo vivo de la sangre que brotó de las heridas causadas con feroz puñal.
Todo en la casa se encontraba en desorden: los roperos abiertos y la ropa esparcida; estuches de alhajas vacíos, un veliz de cuero enorme y un enorme cuchillo ensangrentado que medía aproximadamente 15 centímetros y en cuya cacha aún podían advertirse huellas de sangre.
Por tal motivo, los policías estuvieron de acuerdo en que la causa de aquel misterioso asesinato había sido el robo, pues era bien sabido que don J. Félix Tito tenía varias propiedades como el rancho El Carrizal y las pulquerías La Nave y La Lechuza; y se sumaba la casa 32 de la calle del Aluminio y la 37 de Matamoros.
Además, junto con Antenógenes Rodríguez, explotaba otras pulquerías, pero hacía “miserable” la vida de éste, como se comentaba entre los murmuradores. La vida de don J. Félix Tito era asaz manida, de su casa se iba a la Aduana del Pulque en Peralvillo y luego retornaba a casa para almorzar y más tarde se entregaba al arreglo de algunos asuntos.
No obstante, debido a su temperamento, se había granjeado la inquina de algunas personas, varias de ellas, sus propios familiares.
Así pues, todos aceptaron la idea de un robo, si bien desde luego surgieron vehementes sospechas de que el autor o los autores debían ser personas que tenían fácil acceso a la casa y conocían, además, perfectamente la situación de las habitaciones.
REPORTEROS Y SOSPECHOSOS
El ávido reportero de LA PRENSA, inquieto por saber la verdad y darla a conocer, realizó algunas pesquisas y anotó algunos detalles, entre los que sobresalieron las coincidencias respecto a la sospecha que se tuvo sobre un joven llamado Pedro Hidalgo Velasco, sobrino de doña Jovita, a quien ésta le había comprado un Ford último modelo, que él manejaba para pagarselo a su tía.
Se sospechó de ese joven porque visitaba casi a diario la casa de la calle de Matamoros, a primera hora de la mañana, puesto que hacía la entrega de “la cuenta” de seis pesos. Pero aconteció que hubo un desaguisado entre el señor Basurto y Pedro Hidalgo. Por lo cual, aquel día por la noche fue detenido el chofer.
En un principio, también las sospechas recayeron sobre el jicarero Tomás Mejía, quien prestaba sus servicios en la pulquería La Nave. Él sabía de los depósitos de don Tito en el banco y, además, se enteraba de los negocios de éste. Asimismo fue él quien llegó primero a la casa y desde la ventanilla que da a la calle de Artesanos espió y descubrió el cadáver de don Tito.
Cuando declaró, dijo que había visto por última vez a don Tito el miércoles 17 de abril a las 7:00 horas. Se extrañó de que su patrón no se presentara a recoger la venta del día anterior ni del día posterior, por lo cual acudió con la señora Guadalupe Basurto y juntos llegaron a la casa para, solamente, descubrir el crimen.
Otro de los sospechosos fue señalado por María Guadalupe Basurto, hermana de don Tito, quien dijo que su sobrino Arnulfo Basurto lanzó “juramento de matar a su tío J. Félix Tito, con quien sostuvo un disgusto porque lo sorprendió en malos manejos”.
SON PARIENTES AUTORES DEL CRIMEN
Guadalupe Basurto, hermana de don Tito, lanzó algunas frases que dieron margen a otra pista. Dijo:
“Además, me pensé que podría ser un sobrino de Tito y mío, que se llama Arnulfo Basurto, porque este estaba enojado con Tito, por haberle quitado una hacienda que le había encargado, sabiendo que este muchacho había ofrecido matar a mi hermano”.
Y al iniciarse la nueva pista, los agentes se propusieron seguirla, procurando robustecerla con mayores datos. Fue así como lograron hacer comparecer al señor Plácido Basurto, hermano de don Tito.
Ahondando en el interrogatorio, se le arrancó también otra declaración de mucho interés. Dijo:
“Que supone cometieron el crimen Arnulfo y Leopoldo, por ser estos sujetos de pésimos antecedentes, teniendo, además, en cuenta que había un hondo disgusto entre Tito y el mencionado Arnulfo”.
MUCHOS INOCENTES UN SOLO CULPABLE
Para el sábado 27 de abril de 1929, casi todos los sospechosos, familiares de don Félix Tito Basurto, fueron puestos en libertad, ya que de algún modo pudieron comprobar plenamente su inocencia en la tragedia horripilante.
Sólo uno de los familiares quedó tras las rejas, pese a que alegaba su inocencia. En las páginas de El Diario de las Mayorías se leía:
“En esta vez, la policía ha estado a la altura de las grandes policías y merece bien de la sociedad, porque ha privado a esta de uno de los criminales más peligrosos de México”.
Transcurrieron nueve días desde el crimen, durante los cuales, el profesor Martínez, jefe de la Oficina de Identificación, trabajó incansable hasta lograr que el asesino quedara convicto y confeso de su cuádruple crimen.
Ya el detective Valente Quintana lo había planteado, pero solo tras la espera de los resultados de la ciencia se pudo comprobar la teoría, es decir, que al menos una persona conocida de Tito Basurto había sido el orquestador del tremendo asesinato.
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De tal suerte que el reportero de El Periódico que Dice lo que Otros Callan se acercó al profesor Martínez para que esclareciera cómo fue que pudieron dar con el asesino mediante la ciencia, es decir, a través de la evidencia, y no tanto por los rumores, suposiciones o intuición.
Así pues, el jefe de Identificación dijo que habría sido mediante el reconocimiento de una huella dactilar encontrada en el arma homicida, la cual coincidió en 14 puntos con la huella del asesino, quien ya había tenido un ingreso a la prisión. Esa persona era el sobrino de don Tito Basurto, Luis Romero Carrasco.
Por otra parte, el profesor aseguró que esta comprobación dactilar era solo el primer paso hacia la obtención de la justicia y el castigo correspondiente y proporcional al tamaño del crimen, cuya labor quedaría en manos del detective Valente Quintana y los jueces.
EL MEJOR DETECTIVE: VALENTE QUINTANA
Elogiado no sólo por sus superiores sino por la sociedad entera, el mejor detective mexicano, como lo llamaron en aquel entonces, Valente Quintana, había logrado desentrañar el misterio del crimen y al mismo tiempo había logrado que La Fiera Humana confesara su crimen.
De acuerdo con la información que publicó LA PRENSA el 27 de abril de 1929, dos días antes por la noche, lleno de dudas y remordimiento, además de la culpa y el temor de haber sido identificado por su huella, pidió hablar con Valente Quintana, pues quería decir toda la verdad sobre los hechos.
El detective se presentó en la Jefatura de Policía y allí, desde las 20.00 horas hasta las 12 del día siguiente, el sádico asesino hizo un cínico relato pormenorizado y cruel.
A PUÑALADAS Y TUBAZOS ACABÓ CON TODA UNA FAMILIA
Luis Romero Carrasco sintió que el efecto de la marihuana se le estaba pasando. Aún temblaban sus párpados, manos y el sudor aceitoso escurría por su frente. Y se repetía una y otra vez: “Los mataron los rateros, fueron los rateros...”. El corazón le retumbó en el pecho.
Su andar era torpe y trastabillaba. Con mucho esfuerzo sostenía el veliz donde guardó joyas, alhajas, algunos vestidos de su tía Jovita y 2 mil 237 pesos que sustrajo de una alcancía. Así que emprendió camino por los llanos de la colonia Verónica Anzures. En uno de ellos se detuvo y prendió fuego a las ropas de su tía. Después se acordó que tenía una amiga en la calle de Tacuba y hacia allá se dirigió.
Mientras, en la calle Matamoros número 37, una multitud se asomaba a una de las ventanas que daba hacia la oficina de don Tito; éste, yacía en el piso panza arriba, la sangre que salía de su cabeza formaba un gran charco a su alrededor. Varios policías de la Quinta Comisaría cortaron con una segueta los barrotes, rompieron los vidrios y entraron a la casa. El olor a sangre fresca impregnaba el ambiente. La escena era grotesca.
Debajo de una mesa los peritos encontraron un tubo, tenía costras de sangre, materia encefálica y cabellos. Parecía la macana de un policía, más o menos de siete pulgadas de diámetro. En su superficie los peritos hallaron dos huellas dactilares y se llevaron el arma al laboratorio de dactiloscopia, método recién llegado a México.
Por último, se procedió el levantamiento de los cuerpos para llevarlos al Hospital Juárez. También, un forense tomó la masa con plumas del lorito, aún tibia, y la guardó en una bolsa. La muchedumbre no daba crédito a lo sucedido. Quién fue la fiera que atacó de forma despiadada a sus amables vecinos, cuáles fueron los motivos, que no se apiadó siquiera del cotorrito.
Luis Romero atravesó las vías del tren y se introdujo en la calle de Argentina, tocó a una puerta, salió una muchacha. El joven le pidió que le guardara el veliz por unas horas, a la mañana siguiente pasaría por ella, casi se la dejó a fuerza. La tarde comenzaba a caer. Los efectos de la droga habían pasado y se sentía fatal. De pronto, se acordó de su amigo Juan Corral, un militar que vivía por Tacubaya y quien le vendía la hierba. Decidió que era buen lugar para esconderse. En el camino se compró un pambazo, lo devoró de manera repugnante.
A lo lejos, periodiquero gritaba: “¡Extra, extra, sangriento crimen en la calle Matamoros! ¡Mataron hasta el perico para que no los denunciaran! ¡Entérese! ¡Vea las fotos exclusivas!”.
Ante espeluznante crimen, la Policía de la ciudad se dio prisa para buscar a los responsables. Por la noche presentaron ante el agente del ministerio público a Florencio y Francisco Romero Carrasco, hermanos de Luis, en calidad de sospechosos, pero no hubo pruebas contundentes en su contra, por lo cual fueron puestos en libertad. Sin embargo, las autoridades también buscaban a su consanguíneo, ya que años atrás había estado preso por matar a su amigo Enrique Ortiz. A él lo ultimó porque su novia se le rehusó en cuestión de amores; entonces por puro coraje le mató al novio. Aunque en aquella ocasión, argumentó que fue en riña, en defensa legal y sin alevosía. Que buscaran en las actas, al fin que ahí estaba asentado. Pese a que sus padres tuvieron que endeudarse para sacarlo de prisión.
CAZARON A LA BESTIA
Las indagatorias continuaron y la mañana del 24 de abril, tres policías detuvieron a Luis Romero Carrasco en el domicilio de su amigo, en la calle de General Cano, en Tacubaya. Tuvieron que ablandarlo a macanazos, ya que el marihuano al ver venir la chota, se envalentonó.
Por la radio corrió pronto la noticia sobre la posible captura del asesino de la calle Matamoros; así que la turba se agolpó a las afueras de la Prisión de Belem, cerca del centro de la ciudad para ver de cerca al monstruo. Era casi el mediodía, con el sol a plomo llegaron los tres policías con Luis Romero Carrasco. Bajaron de la patrulla, el detenido estaba esposado con las manos hacia atrás, sin camisa, con los cabellos revueltos, entraron en el Salón de Jurados que estaba a reventar y la multitud iracunda profería injurias en su contra. Les gustara o no, el asesino ya era famoso y asumía su papel con arrogancia. Los policías lo sentaron en un banquillo frente al agente del ministerio público.
LA CIENCIA CONFIRMÓ SU CRIMEN
Arriba del entarimado el juez Ignacio Bustos presidía el salón. A sus costados varios secretarios, los fiscales, el ministerio público, el taquígrafo en su escritorio con legajos, un tintero y una campanilla. Al costado de un pasillo, varios reporteros se alistaron pluma en mano y los fotógrafos enfocaron sus cámaras hacia los detenidos.
Por toda la ciudad, los vecinos pudientes sintonizaron por la radio las noticias, no querían perder detalle del aterrador caso.
El ministerio público interrogó primero a Tomás Mejía, tinajero en La Aduana del Pulque, expendio pulquero y negocio de Tito Basurto. También cuestionaron a Guadalupe Basurto, hermana del occiso. De igual forma a Pedro Hidalgo, un joven sobrino de Jovita Velasco, la concubina de Tito, quien pocos días antes, había tenido una discusión con el ahora difunto. Las autoridades presumieron en principio una venganza contra el señor Basurto, en la cual, los tres eran sospechosos. Sin embargo, después de dar sus declaraciones el juez no encontró pruebas para implicarlos en el multihomicidio.
En el recinto el calor era sofocante e irritaba a los presentes. Un fiscal comenzó a escudriñar al joven Luis Romero: “¿Por qué los mató?, ¿Y las joyas? ¿Los 2 mil 237 pesos que te robaste? ¿Por qué privó de la vida a su tía y a las sirvientas?”. Luis Romero contestó: “¿Qué qué? Yo no me robé nada. Yo no fui. ¡Fueron los rateros!”. Le sudaban las manos y el párpado izquierdo no dejaba de brincarle. La multitud gritó imprecaciones contra él, en el salón imperó el caos.
El juez tocó la campanilla, dio un par de gritos y puso orden. En ese momento un secretario le entregó un sobre, eran los resultados de la prueba dactiloscópica realizada por los expertos en criminología al cuchillo y tubo encontrados en la escena del crimen. No había duda, la ciencia confirmaba que las espirales encontradas en dichos objetos eran del anular e índice derechos de Luis Romero Carrasco.
Otro fiscal le gritó a la cara al joven: “¿Por qué mató a su tío?”. Romero Carrasco se empecinaba: “No sé de qué me está hablando”. Intervino el magistrado Bustos: “No mienta señor Carrasco, la evidencia científica señala que las huellas encontradas en las armas son suyas”. El joven tartamudeaba, confundido mencionó que planeó un robo contra su tío con ayuda de “El Medialuna” y de “El Bailarín”, dos amigos suyos, después se contradijo, se apretaba los cabellos con ambas manos, su abogado se sabía perdedor del caso.
De pronto la culpa lo aniquiló: “Nunca quise robarlos, tomé el dinero y las alhajas para simular un atraco, pero nunca tuve esa intención, no quería matarlos”. Se puso de pie y llorando pidió perdón al juez, a la sociedad, a su madre, Juana Carrasco, quien estalló en llanto y se arrodilló. La multitud no se apiadó y pidió la pena máxima contra el asesino. Para ese momento Luis Romero Carrasco ya fue nombrado por todos como “La Fiera”, un ser despiadado que mató de forma brutal a cuatro personas inocentes.
“MI TÍO ERA UN ABUSIVO”
Entre el bullicio “La Fiera” gritó: “Todo lo hice por vengar a mi padre. Mi tío lo maltrataba siempre y le exigía hasta el último centavo. Lo trataba como a un esclavo. Y a mí no me bajaba de marihuano y haragán, por eso fragüé el crimen. Las sirvientas y mi tía me descubrieron, fueron testigos y por eso las maté”. Atenógenes Romero, su padre, se sintió el ser más miserable, se encogió en su banca y lloró.
El acusado se levantó, comenzó a insultar al juez, a los fiscales, al jurado, dos policías lo sometieron, el juez Bustos tocó la campanilla y levantó la sesión.
En los días posteriores, la defensa de Luis Romero Carrasco alegó al juez que su cliente no había actuado con alevosía ni intencionalidad, debido a que se encontraba muy intoxicado por los cigarrillos de marihuana que se fumó aquella mañana del 17 de abril. Y por ser un adicto a la hierba, padecía de recurrentes alucinaciones que le impedían tener conciencia plena de sus actos.
Sin embargo, la eminencia médica de la época, Oneto Barenque, sometió a Luis Romero Carrasco a varias pruebas psicológicas y echó abajo el argumento del abogado defensor. Barenque señaló que al perpetrar los crímenes, Luis Romero Carrasco estaba plenamente consciente de lo que hacía, a tal grado de que trató de simular un asalto en lugar de un multihomicidio.
Las irrefutables pruebas, las múltiples contradicciones del acusado, más la evidencia científica, hundieron al criminal de la calle Matamoros. Días más adelante, de nuevo en el Salón de Jurados ante una muchedumbre hostil que se dio cita en la Penitenciaría de Belem; por unanimidad de votos, el jurado condenó a Luis Romero Carrasco “La Fiera”, a la pena de muerte.
Luis Romero, vicioso a la marihuana y quien parecía no entender de súplicas y mucho menos de llantos, ahora recurría a ellos para pedir clemencia al juez y al jurado, pero todo fue en vano.
LEY FUGA A LA FIERA
Meses después, Luis Romero Carrasco era conducido junto con otros presos en un tren con destino hacia las Islas Marías. Dormía en un rincón del vagón. El chirriar de los metales lo despertó. El tren se detuvo, era de noche. Varios militares que custodiaban a los reos abrieron la puerta del enorme contenedor de hierro, dieron la orden a “La Fiera” de que descendiera. Estaban en un llano inmenso, se dice que era por los rumbos del Estado de Hidalgo.
Un militar ofreció un cigarrillo a Luis Romero… uno, dos, tres jalones, se lo arrebató de la boca. Otro uniformado le gritó enérgicamente: “¡Corra Carrasco!”. Éste, desconcertado: “No, pero… pus pa’ qué si…”. “¡Que corra hijo de la chingada!”, le volvió a espetar.
La Fiera echó a correr por la negrura con las manos esposadas. Los militares se carcajearon como si disfrutaran de un juego. De pronto se escuchó un estampido. Carrasco cayó de bruces, sintió un calor intenso en las entrañas, se retorció en el suelo. Dos tiros más a quemarropa, “La Fiera” ya no se movió. La sentencia del jurado se había cumplido.
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