/ viernes 24 de septiembre de 2021

El caníbal de la Guerrero: Mente perversa y demoniaca

José Luis Calva Zepeda, el poeta torcido y sádico que asesinó, descuartizó y se comió a sus enamoradas

Acostado sobre un viejo y sucio colchón, José Luis Calva Zepeda se despertó sobresaltado por un terrible dolor de cabeza. Le sucedía cada vez que pasaba el efecto del alcohol y la cocaína que había consumido en exceso. Desconcertado, miró el desorden que imperaba en su departamento: trastes sucios, botellas vacías, películas, libros tirados por el suelo, ropa esparcida por doquier, de pronto, se llevó las manos a sus cabellos rizados y varios recuerdos repentinos le vinieron a la mente como flashazos: rostros de distintas mujeres y muñones ensangrentados. Una sonrisa maligna iluminó su rostro.

José Luis Calva Zepeda. Foto archivo

Alejandra, la dependienta de farmacia

La mañana del viernes 5 de octubre de 2007, Alejandra Galeana se despertó convencida de ponerle solución a un asunto que la inquietaba y preocupaba constantemente; así es que modificó su rutina y antes de acudir a su trabajo como dependienta en una farmacia, ubicada en la Colonia Guerrero, tomó a sus dos hijos y se dirigió a casa de su madre, la señora Soledad Garavito, para después, acudir al lugar donde tenía que resolver su problema.

Las horas pasaron y Alejandra no se presentó a trabajar. Su madre intentó comunicarse por teléfono con ella en repetidas ocasiones, lo mismo su jefe y sus hermanos. La buscaron en varios hospitales, delegaciones, pero no dieron con ella. Envueltos por la angustia, sus familiares decidieron levantar un acta ante las autoridades por su desaparición.


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II

En la cocina, con mirada encendida, sostenía entre sus manos un pequeño poemario de su autoría. En la portada se leían las siguientes frases: “Cuando surgen las intrigas…, Cuando vuelven las evocaciones…, Cuando la pasión se convierte en ira…, Cuando la venganza se torna en obsesión… Surgen los… Instintos Caníbales” y abajo una foto suya a semejanza de Hannibal Lecter; mientras, el hervor del caldo en la olla avivó un olor que despertó aún más su apetito, rebanó un limón, se sirvió trozos de carne frita en un plato; por fin, la cena estaba lista.

De improviso, alguien tocó fuerte a la puerta con insistencia, se enojó y soltó al aire varias maldiciones, pues estaban perturbando la hora en que iba a saciar su hambre. Se levantó de la silla y se condujo hacia la puerta. Del otro lado se escuchaban voces, volvieron a insistir.

Una llamada indeseable

El teléfono timbró y la señora Judith Casarrubia descolgó la bocina, un agente judicial le informó que tenían noticias sobre su hija y que debía presentarse lo más pronto posible en la Procuraduría General de Justicia.

Verónica llevaba desaparecida desde el 24 de abril de 2004; es decir, tenía un año y dos meses que no se sabía nada de ella. Judith se ilusionó y sus esperanzas renacieron por volverla a ver.

Al llegar a la Procuraduría, un grupo de peritos le pidió que observara una serie de fotografías de un cuerpo femenino que había sido hallado el 30 de abril de 2004 en un terreno baldío en Chimalhuacán, Estado de México.

Ese día que dieron con los restos, éstos se encontraban empaquetados en dos cajas grandes de cartón y dentro de bolsas de plástico negras.

Cuando Judith miró las fotos, no dudó en reconocer que se trataba de su hija Verónica. Conocía perfectamente las facciones de su rostro y cada miembro de su cuerpo, entonces sintió un tremendo dolor en el pecho, como si se encogiera su corazón y estalló en llanto, lo último que hubiera deseado, era confirmar que su hija estaba muerta, y lo peor, que había sido brutalmente asesinada.

Ropa pertenecientes a Verónica Consuelo Martínez Casarrubia. Foto archivo

La historia de un poeta asesino

Llevaban varias horas sentados en el sofá, por la ventana abierta entraban los olores putrefactos de la noche. Juan Carlos destapó la botella de ron y lo sirvió en dos vasos con hielo sobre la mesa.

Cada uno tomó su cuba, las chocaron y brindaron. Después de un largo trago, Juan Carlos dijo: -Platícame algo.

Su acompañante contestó: -Qué quieres que te cuente, sólo que el alcohol ha estado presente en mi vida. Cuando vuelvo a mi infancia, recuerdo a mi madre bebiendo, saliendo con varios hombres, nunca estaba conmigo y cuando estaba, me golpeaba por todo, era muy estricta y no me dejaba tener amigos ni salir a jugar con nadie… siempre estuve solo. Mis hermanos Jorge y Elena también me trataban mal, me golpeaban… y mi padre, él murió cuando yo tenía dos años, no lo recuerdo, es como si nunca hubiera existido.

“También me acuerdo que cuando tenía cuatro años, mi madre me dio una tremenda golpiza porque tiré una figura de porcelana que estaba en su tocador. Me golpeó tanto que me sangró la nariz y me dolía la cabeza de los tirones que me daba. Me soltaba patadas y puñetazos que me dejaron adolorido todo el cuerpo. Han pasado muchos años de eso, pero no lo he olvidado. Y todavía hay más… Cuando tenía siete años, un amigo de mi hermano Jorge, que se llamaba Tirso, me violó. El muy cabrón quiso hacerlo de nuevo, con el pretexto de ir a buscarlo, pero no pudo, porque cuando él llegaba a casa, yo me salía y prefería irme a vagar por la calle, a que se me acercara. Tiempo después se los platiqué, pero ninguno me creyó, dijeron que estaba loco.

“Como puedes darte cuenta, yo nunca le he importado a mi familia y esos recuerdos cuelgan como telarañas en mi cabeza. Mi matrimonio también fue un fracaso, las mujeres con las que he andado me traicionan, pero ahora contigo, me siento muy bien”.

Juan Carlos dejó su vaso sobre la mesa, se acercó a su novio, lo tomó con ambas manos del rostro y le dio un largo beso.

Juan Carlos, pareja de José Luis Calva Zepeda. Foto archivo

El calor era sofocante en el andén, apenas se abrieron las puertas del vagón, el poeta puso en las manos de una bella joven que iba sentada un libro de poemas engrapado, después saludó a los pasajeros y comenzó a recitar: “Abrázame como trepadora, dile a mi oído lo que no quieres decir; dile mentiras, dile palabras, dile que me amas, enséñame el mar y con él tu profundidad... Después aprieta mi garganta dulcemente con tu cuerpo, con tu aliento o con un beso. Por eso recuérdame que te recuerde... cuando te hayas muerto”.

Caminó entre los pasajeros mientras les pedía que lo ayudaran con algunas monedas; la chica a la que había dado el poemario estaba por bajar en la siguiente estación, cuando llegó a su lado, ella le estiró la mano devolviéndole las hojas, pero el trovador urbano le dijo: -Te lo regalo. Es lo menos que puedo hacer por una mujer hermosa como tú. La chica se sonrojó y mirándolo a los ojos, sonrió.

Salieron juntos del tren y él no se despegó de su lado, ella llevaba un vestido a rayas entallado y corto, que dejaba al descubierto su espalda y sus piernas, comenzaron a ascender las escaleras que conducían a las principales calles del Centro Histórico, entonces él la invitó a comer y la dama aceptó.

III

En su cuarto a oscuras, se puso su vestido negro favorito, un antifaz morado con chaquiras plateadas y encaje negro alrededor, encendió una veladora verde depositada en el centro, se colocó de rodillas y tomó la lengua de res que envolvió en el interior de su puño derecho; en la otra mano, sujetó un cuchillo filoso y comenzó a acuchillarla por todas partes sobre un plato desechable, su mirada extasiada emitía un brillo demoniaco.

Después, sorbió aguardiente tres veces de una botella y lo escupió sobre la carne, mientras repetía unas frases irreconocibles, como si las dijera en un idioma extraño, desconocido.

Encendió un cigarro, se puso de pie, arrojó el humo sobre el retazo de res, mientras daba vueltas a su alrededor y de su boca proliferaban más sonidos difusos. Acercó la botella vacía a la brasa de su cigarro, soltó una última bocanada en el interior y la tapó con el mismo trozo de pulpa, depositándola al lado del cirio.

Al darse la vuelta, sus ojos se fijaron en la cuna, provista de ropita de bebé, cobijitas y una foto de una pequeña niña, su hija; al recordarla en ese instante, se desvaneció decepcionado, deprimido, entonces sus lágrimas corrieron con mayor intensidad, mientras con sus manos se aferraba a las barandillas y su rostro se perdía en uno de sus antebrazos.

El cuerpo de la jarocha

En un lote baldío, cercano a las vías del tren, en la calle de Lerdo, Colonia Nonoalco-Tlatelolco, Delegación Cuauhtémoc, roedores y fauna nociva pululaban en el interior de una maleta, una imagen grotesca que llamó la atención de algunos transeúntes que pasaron por ahí. Cuál fue su sorpresa, que en el interior se hallaban miembros de un cuerpo humano, así que decidieron dar parte a la policía. Era la mañana soleada del 9 de abril de 2007, las autoridades ministeriales habían dado con el cadáver de una joven mujer, que fue sin piedad desmembrada.

La desventurada dama tenía varios tatuajes en su cuerpo, en el dorso de su mano izquierda una cruz con el nombre de “Luis”, bajo su seno izquierdo, otro que decía “Omar”, en su hombro derecho se podía leer “Lado Sur 951” y una rosa con tres naipes que formaban un trébol de corazones; además, las uñas de sus manos estaban pintadas de rojo carmesí.

Al día siguiente, “La Muda” se reunió con sus amigos de borrachera en el parque de siempre, en la Colonia San Simón Tolnáhuac, por los rumbos de Tlatelolco, en sus manos llevaba el diario La Prensa, en silencio se los mostró a sus camaradas, quienes al leer la noticia, se dieron cuenta de que se trataba de su entrañable amiga a la que llamaban “La Jarocha” o “La Costeña”, atónitos, bebieron en su memoria.

Los restos de La Jarocha fueron encontrados en un lote baldío de la colonia Nonoalco-Tlatelolco. Foto archivo

IV

Su departamento estaba en penumbras, caminó hacia la sala y tomó del sillón una chamarra y una maleta llena con documentos y objetos personales. Se acercó a la puerta, sujetó la manija y con voz fuerte preguntó:

-¿Quién es?

-¡Buenas noches!, Policía Judicial.

¿Podemos hablar con usted? -respondió una voz masculina y ronca desde afuera. El ritmo cardiaco del inquilino se aceleró y comenzó a sudar más de lo normal, se sintió acorralado y no le quedó más opción que abrir la puerta.

Dos hombres aparecieron frente a él, ambos le mostraron sus charolas y uno de ellos dijo:

-Traemos una orden de cateo, hay una demanda en su contra por la desaparición de la señora Alejandra Galeana Garavito. ¿La ha visto? ¿Sabe algo de ella?

Las preguntas abrumaron al hombre, quien contestó molesto: -No la he visto desde hace quince días. Ya le dije a su mamá que no he hablado con ella. Yo no sé nada.

Así lucía el departamento de José Luis Calva. Foto archivo

Uno de los agentes, el más corpulento, lo empujó al interior con todo y puerta.

-Tranquilícese, vamos a realizar una inspección a su departamento, si usted no ha tenido nada que ver con su desaparición no tiene de qué preocuparse, con permiso.

Los agentes se internaron en el lugar, se conducían torpemente, no sólo porque desconocían el territorio, sino porque la oscuridad y el desorden que imperaba los confundía aún más.

Mientras el fornido policía buscaba con afán el apagador, su compañero vigilaba al ansioso sujeto, quien de súbito e impulsado por su instinto, corrió hacia la puerta del balcón, la abrió y comenzó a bajar sin pensar en los cuatro pisos que le separaban de su huida; se agarró de donde pudo, ayudado por las marquesinas y los barandales de cada piso, pero justo cuando iba a la mitad de su descenso, la desesperación lo traicionó, resbaló, y mientras caía, trató de aferrarse a algo que lo detuviera, en ese esfuerzo, su cabeza golpeó contra un pedazo de metal de una de las rejillas, y se hizo una tremenda descalabrada que abarcaba también buena parte del lado izquierdo de la frente.

Aturdido por el golpe y la sangre que le escurría por la frente, se levantó y corrió hacia el zaguán que daba a la calle, salió, en la banqueta, dando tumbos y mareado, de pronto sintió como si agujas se le clavaran en las sienes y se desplomó. Los agentes de la judicial llegaron segundos después, no tuvieron que someterlo, el prófugo estaba muy débil y no opuso resistencia. Los policías llamaron a una unidad de la Cruz Roja para que atendieran al detenido en Avenida Eje 1 Norte Mosqueta, número 198, en la Colonia Guerrero. Era la una y media de la madrugada del día 8 de octubre de 2007 y Calva Zepeda sólo preguntaba por el portafolio con sus escritos.

El caníbal de la Guerrero, detenido. Foto archivo

"¡Sí las maté, pero no me las comí!"

Cuando los agentes ingresaron al departamento número 17, la escena era repugnante. En el clóset de la recámara de José Luis Calva Zepeda se encontró el cuerpo de Alejandra Galeana Garavito. Éste presentaba mutilaciones del codo del brazo derecho, de la pierna derecha a la altura de la rodilla, miembros que fueron encontrados dentro del refrigerador. En una mesa hallaron dos cuchillos medianos de cocina, una navaja cutter, los cuales presentaban manchas de sangre. Lo más sorprendente vino después, cuando entraron a la cocina. Sobre la estufa localizaron un sartén que contenía aceite y trozos de carne frita, probablemente, de uno de los brazos de Alejandra. Los policías supusieron que Calva Zepeda había practicado canibalismo.

También hallaron varios folletos, novelas y poemarios engrapados de la autoría de Zepeda, con los siguientes títulos: “La noche anterior”, “Caminando ando”, “Réquiem para un alma en pena”, en donde aparecía la foto del autor y una semblanza en la que se denominaba como poeta, novelista, escritor, periodista, dramaturgo y ensayista. Pero el que más llamó su atención, era el que tenía por nombre “Instintos Caníbales”, ya que en la portada aparecía su imagen caracterizado como el famoso asesino serial Hannibal Lecter.

Restos de una de las víctimas del caníbal. Foto archivo

Versos torcidos

Al día siguiente, 9 de octubre, El Diario de las Mayorías informaba sobre el arraigo de 30 días, que el juez 21 en materia Penal del Distrito Federal notificó a J. Luis Calva Zepeda, ya mejor conocido como “El Caníbal de la Guerrero”. A opinión de los médicos de la Procuraduría capitalina, el presunto asesino fue internado en el Hospital de Xoco para que recibiera tratamiento neurológico. En una estrategia absurda y quizás aconsejado por su abogado defensor, Humberto Guerrero Plata, el poeta asesino quiso en un principio fingir demencia, pero al final, aceptó haber asesinado a Alejandra Galeana Garavito y a Verónica Consuelo Martínez Cassarrubia; mujeres a las que conquistó de manera tradicional, romántica, regalándoles ramos de flores, chocolates y escribiéndoles poemas, sin sospechar que era un tipo con una mente retorcida. Confesó también, que el señor Juan Carlos Monroy, con quien sostenía una relación de pareja, lo ayudó a desmembrar los cuerpos de ambas mujeres; motivo por el cual, las autoridades lo detuvieron el día 20 de octubre en el Estado de México y un mes después, ya dormía en el Penal Neza- Bordo.

Ratificaron acusaciones

La noche del 23 de octubre, Calva Zepeda fue ingresado en el Reclusorio Oriente. Días más adelante, en audiencia, la señora Soledad Garavito, madre de Alejandra Galeana, ratificó su declaración y acusación contra "El Caníbal”, como el hombre que tuvo una relación afectiva con su hija. Posteriormente, la señora Judith Casarrubia, madre de Verónica Martínez, corroboró que su hija había conocido a Zepeda por medio de Juan Carlos Monroy, y que tuvieron una relación amorosa, pero que el imputado golpeaba a Verónica, e incluso, la llegó a encerrar en una vivienda que compartían en Ciudad Nezahualcóyotl. Ella lo abandonó, pero después él la secuestró para matarla.

Otra testigo de la cual se omitió su nombre, aseguró que vio al acusado entrar varias veces a su departamento de Mosqueta 198, en la Colonia Guerrero, con la chica que fue encontrada dentro de una maleta viajera por los rumbos de Tlatelolco, en el mes de abril, a la cual se le conocía como “La Jarocha” o “La Costeña”.

No soportó la cárcel y se colgó

Los crímenes cometidos por Calva Zepeda, conminaron a los médicos psiquiatras de la Procuraduría capitalina a someterlo a varias pruebas, en las cuales se determinó que el paciente reconocía plenamente el carácter ilícito de un hecho, además de que era adicto a la cocaína y padecía alcoholismo consuetudinario. Por otra parte, las investigaciones de los peritos forenses confirmaron que los trozos de carne frita hallados en un sartén en la estufa de su departamento, pertenecían al cuerpo de la señora Alejandra Galeana, así como las manchas de sangre que había en el baño y en los cuchillos.

El 30 de octubre de 2007, en el Reclusorio Oriente, el juez Juan Jesús Chavarría Sánchez dictó la formal prisión contra José Luis Calva Zepeda, por los delitos de homicidio calificado y profanación de cadáveres. Ese día, “El Poeta Caníbal” negó al juez haber practicado antropofagia y que todo ese rollo era invento de la prensa amarillista. Sin embargo, aceptó que había estrangulado a Verónica y Alejandra, descuartizado sus cuerpos y metido en bolsas de plástico. La ciudadanía enterada de estos escalofriantes actos pugnó porque al asesino se le condenara con la pena máxima de 50 años en prisión.


Post Mórtem

Pero la mañana del 11 de diciembre de 2007, la pluma del “Poeta Caníbal” dejaría de escribir para siempre, ya que su cuerpo pendía de un cinturón ceñido a su cuello en el interior de su celda. Las autoridades del penal señalaron que se había suicidado, pero sus familiares denunciaron que se trataba de una ejecución planeada desde afuera, una posible venganza en su contra.

Afuera de la funeraria donde velaban a “El Caníbal”, decenas de reporteros montaban guardia en espera de que Claudia Calva Zepeda diera alguna entrevista. De pronto, en el lugar irrumpieron Judith y Armando, hermanos de Alejandra Galeana Garavito, la última víctima del Calva Zepeda, quienes le pidieron a Claudia dejarlo ver el cuerpo dentro del ataúd para cerciorarse de que fuera el de José Luis. Pero ella, con lágrimas en los ojos, se arrodilló ante ellos y les suplicó que le permitieran enterrar a su hermano de forma tranquila, pues ya lo había juzgado Dios por sus crímenes cometidos.

Con el sol a plomo, el cortejo fúnebre partió hacia el panteón civil de San Nicolás Tolentino, en Iztapalapa, unos minutos después de las 14:00 horas. El entierro fue encabezado por Claudia, Elena y Jorge, hermanos del difunto y alrededor de 20 personas allegadas a la familia. En el sepelio no se hizo presente ningún sacerdote, ni la madre de quien se autonombrara escritor, periodista, poeta y dramaturgo, pero sí una mujer de nombre Dolores Mendoza, la última enamorada del fallecido, quien entre llantos afirmaba que: “Yo nunca conocí a ese caníbal del que hablan, sólo a un hombre bueno”.

Sobre la lápida de “El Caníbal de la Guerrero”, abundaron las flores y destacaba una corona, en cuya banda decía: “Poeta Seductor, tus hermanos nunca te olvidaremos”.

Con el entierro de Calza Zepeda terminó su carrera criminal, pero nació el mito de uno de los asesinos más extraños que la sociedad mexicana recuerde.

Acostado sobre un viejo y sucio colchón, José Luis Calva Zepeda se despertó sobresaltado por un terrible dolor de cabeza. Le sucedía cada vez que pasaba el efecto del alcohol y la cocaína que había consumido en exceso. Desconcertado, miró el desorden que imperaba en su departamento: trastes sucios, botellas vacías, películas, libros tirados por el suelo, ropa esparcida por doquier, de pronto, se llevó las manos a sus cabellos rizados y varios recuerdos repentinos le vinieron a la mente como flashazos: rostros de distintas mujeres y muñones ensangrentados. Una sonrisa maligna iluminó su rostro.

José Luis Calva Zepeda. Foto archivo

Alejandra, la dependienta de farmacia

La mañana del viernes 5 de octubre de 2007, Alejandra Galeana se despertó convencida de ponerle solución a un asunto que la inquietaba y preocupaba constantemente; así es que modificó su rutina y antes de acudir a su trabajo como dependienta en una farmacia, ubicada en la Colonia Guerrero, tomó a sus dos hijos y se dirigió a casa de su madre, la señora Soledad Garavito, para después, acudir al lugar donde tenía que resolver su problema.

Las horas pasaron y Alejandra no se presentó a trabajar. Su madre intentó comunicarse por teléfono con ella en repetidas ocasiones, lo mismo su jefe y sus hermanos. La buscaron en varios hospitales, delegaciones, pero no dieron con ella. Envueltos por la angustia, sus familiares decidieron levantar un acta ante las autoridades por su desaparición.


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II

En la cocina, con mirada encendida, sostenía entre sus manos un pequeño poemario de su autoría. En la portada se leían las siguientes frases: “Cuando surgen las intrigas…, Cuando vuelven las evocaciones…, Cuando la pasión se convierte en ira…, Cuando la venganza se torna en obsesión… Surgen los… Instintos Caníbales” y abajo una foto suya a semejanza de Hannibal Lecter; mientras, el hervor del caldo en la olla avivó un olor que despertó aún más su apetito, rebanó un limón, se sirvió trozos de carne frita en un plato; por fin, la cena estaba lista.

De improviso, alguien tocó fuerte a la puerta con insistencia, se enojó y soltó al aire varias maldiciones, pues estaban perturbando la hora en que iba a saciar su hambre. Se levantó de la silla y se condujo hacia la puerta. Del otro lado se escuchaban voces, volvieron a insistir.

Una llamada indeseable

El teléfono timbró y la señora Judith Casarrubia descolgó la bocina, un agente judicial le informó que tenían noticias sobre su hija y que debía presentarse lo más pronto posible en la Procuraduría General de Justicia.

Verónica llevaba desaparecida desde el 24 de abril de 2004; es decir, tenía un año y dos meses que no se sabía nada de ella. Judith se ilusionó y sus esperanzas renacieron por volverla a ver.

Al llegar a la Procuraduría, un grupo de peritos le pidió que observara una serie de fotografías de un cuerpo femenino que había sido hallado el 30 de abril de 2004 en un terreno baldío en Chimalhuacán, Estado de México.

Ese día que dieron con los restos, éstos se encontraban empaquetados en dos cajas grandes de cartón y dentro de bolsas de plástico negras.

Cuando Judith miró las fotos, no dudó en reconocer que se trataba de su hija Verónica. Conocía perfectamente las facciones de su rostro y cada miembro de su cuerpo, entonces sintió un tremendo dolor en el pecho, como si se encogiera su corazón y estalló en llanto, lo último que hubiera deseado, era confirmar que su hija estaba muerta, y lo peor, que había sido brutalmente asesinada.

Ropa pertenecientes a Verónica Consuelo Martínez Casarrubia. Foto archivo

La historia de un poeta asesino

Llevaban varias horas sentados en el sofá, por la ventana abierta entraban los olores putrefactos de la noche. Juan Carlos destapó la botella de ron y lo sirvió en dos vasos con hielo sobre la mesa.

Cada uno tomó su cuba, las chocaron y brindaron. Después de un largo trago, Juan Carlos dijo: -Platícame algo.

Su acompañante contestó: -Qué quieres que te cuente, sólo que el alcohol ha estado presente en mi vida. Cuando vuelvo a mi infancia, recuerdo a mi madre bebiendo, saliendo con varios hombres, nunca estaba conmigo y cuando estaba, me golpeaba por todo, era muy estricta y no me dejaba tener amigos ni salir a jugar con nadie… siempre estuve solo. Mis hermanos Jorge y Elena también me trataban mal, me golpeaban… y mi padre, él murió cuando yo tenía dos años, no lo recuerdo, es como si nunca hubiera existido.

“También me acuerdo que cuando tenía cuatro años, mi madre me dio una tremenda golpiza porque tiré una figura de porcelana que estaba en su tocador. Me golpeó tanto que me sangró la nariz y me dolía la cabeza de los tirones que me daba. Me soltaba patadas y puñetazos que me dejaron adolorido todo el cuerpo. Han pasado muchos años de eso, pero no lo he olvidado. Y todavía hay más… Cuando tenía siete años, un amigo de mi hermano Jorge, que se llamaba Tirso, me violó. El muy cabrón quiso hacerlo de nuevo, con el pretexto de ir a buscarlo, pero no pudo, porque cuando él llegaba a casa, yo me salía y prefería irme a vagar por la calle, a que se me acercara. Tiempo después se los platiqué, pero ninguno me creyó, dijeron que estaba loco.

“Como puedes darte cuenta, yo nunca le he importado a mi familia y esos recuerdos cuelgan como telarañas en mi cabeza. Mi matrimonio también fue un fracaso, las mujeres con las que he andado me traicionan, pero ahora contigo, me siento muy bien”.

Juan Carlos dejó su vaso sobre la mesa, se acercó a su novio, lo tomó con ambas manos del rostro y le dio un largo beso.

Juan Carlos, pareja de José Luis Calva Zepeda. Foto archivo

El calor era sofocante en el andén, apenas se abrieron las puertas del vagón, el poeta puso en las manos de una bella joven que iba sentada un libro de poemas engrapado, después saludó a los pasajeros y comenzó a recitar: “Abrázame como trepadora, dile a mi oído lo que no quieres decir; dile mentiras, dile palabras, dile que me amas, enséñame el mar y con él tu profundidad... Después aprieta mi garganta dulcemente con tu cuerpo, con tu aliento o con un beso. Por eso recuérdame que te recuerde... cuando te hayas muerto”.

Caminó entre los pasajeros mientras les pedía que lo ayudaran con algunas monedas; la chica a la que había dado el poemario estaba por bajar en la siguiente estación, cuando llegó a su lado, ella le estiró la mano devolviéndole las hojas, pero el trovador urbano le dijo: -Te lo regalo. Es lo menos que puedo hacer por una mujer hermosa como tú. La chica se sonrojó y mirándolo a los ojos, sonrió.

Salieron juntos del tren y él no se despegó de su lado, ella llevaba un vestido a rayas entallado y corto, que dejaba al descubierto su espalda y sus piernas, comenzaron a ascender las escaleras que conducían a las principales calles del Centro Histórico, entonces él la invitó a comer y la dama aceptó.

III

En su cuarto a oscuras, se puso su vestido negro favorito, un antifaz morado con chaquiras plateadas y encaje negro alrededor, encendió una veladora verde depositada en el centro, se colocó de rodillas y tomó la lengua de res que envolvió en el interior de su puño derecho; en la otra mano, sujetó un cuchillo filoso y comenzó a acuchillarla por todas partes sobre un plato desechable, su mirada extasiada emitía un brillo demoniaco.

Después, sorbió aguardiente tres veces de una botella y lo escupió sobre la carne, mientras repetía unas frases irreconocibles, como si las dijera en un idioma extraño, desconocido.

Encendió un cigarro, se puso de pie, arrojó el humo sobre el retazo de res, mientras daba vueltas a su alrededor y de su boca proliferaban más sonidos difusos. Acercó la botella vacía a la brasa de su cigarro, soltó una última bocanada en el interior y la tapó con el mismo trozo de pulpa, depositándola al lado del cirio.

Al darse la vuelta, sus ojos se fijaron en la cuna, provista de ropita de bebé, cobijitas y una foto de una pequeña niña, su hija; al recordarla en ese instante, se desvaneció decepcionado, deprimido, entonces sus lágrimas corrieron con mayor intensidad, mientras con sus manos se aferraba a las barandillas y su rostro se perdía en uno de sus antebrazos.

El cuerpo de la jarocha

En un lote baldío, cercano a las vías del tren, en la calle de Lerdo, Colonia Nonoalco-Tlatelolco, Delegación Cuauhtémoc, roedores y fauna nociva pululaban en el interior de una maleta, una imagen grotesca que llamó la atención de algunos transeúntes que pasaron por ahí. Cuál fue su sorpresa, que en el interior se hallaban miembros de un cuerpo humano, así que decidieron dar parte a la policía. Era la mañana soleada del 9 de abril de 2007, las autoridades ministeriales habían dado con el cadáver de una joven mujer, que fue sin piedad desmembrada.

La desventurada dama tenía varios tatuajes en su cuerpo, en el dorso de su mano izquierda una cruz con el nombre de “Luis”, bajo su seno izquierdo, otro que decía “Omar”, en su hombro derecho se podía leer “Lado Sur 951” y una rosa con tres naipes que formaban un trébol de corazones; además, las uñas de sus manos estaban pintadas de rojo carmesí.

Al día siguiente, “La Muda” se reunió con sus amigos de borrachera en el parque de siempre, en la Colonia San Simón Tolnáhuac, por los rumbos de Tlatelolco, en sus manos llevaba el diario La Prensa, en silencio se los mostró a sus camaradas, quienes al leer la noticia, se dieron cuenta de que se trataba de su entrañable amiga a la que llamaban “La Jarocha” o “La Costeña”, atónitos, bebieron en su memoria.

Los restos de La Jarocha fueron encontrados en un lote baldío de la colonia Nonoalco-Tlatelolco. Foto archivo

IV

Su departamento estaba en penumbras, caminó hacia la sala y tomó del sillón una chamarra y una maleta llena con documentos y objetos personales. Se acercó a la puerta, sujetó la manija y con voz fuerte preguntó:

-¿Quién es?

-¡Buenas noches!, Policía Judicial.

¿Podemos hablar con usted? -respondió una voz masculina y ronca desde afuera. El ritmo cardiaco del inquilino se aceleró y comenzó a sudar más de lo normal, se sintió acorralado y no le quedó más opción que abrir la puerta.

Dos hombres aparecieron frente a él, ambos le mostraron sus charolas y uno de ellos dijo:

-Traemos una orden de cateo, hay una demanda en su contra por la desaparición de la señora Alejandra Galeana Garavito. ¿La ha visto? ¿Sabe algo de ella?

Las preguntas abrumaron al hombre, quien contestó molesto: -No la he visto desde hace quince días. Ya le dije a su mamá que no he hablado con ella. Yo no sé nada.

Así lucía el departamento de José Luis Calva. Foto archivo

Uno de los agentes, el más corpulento, lo empujó al interior con todo y puerta.

-Tranquilícese, vamos a realizar una inspección a su departamento, si usted no ha tenido nada que ver con su desaparición no tiene de qué preocuparse, con permiso.

Los agentes se internaron en el lugar, se conducían torpemente, no sólo porque desconocían el territorio, sino porque la oscuridad y el desorden que imperaba los confundía aún más.

Mientras el fornido policía buscaba con afán el apagador, su compañero vigilaba al ansioso sujeto, quien de súbito e impulsado por su instinto, corrió hacia la puerta del balcón, la abrió y comenzó a bajar sin pensar en los cuatro pisos que le separaban de su huida; se agarró de donde pudo, ayudado por las marquesinas y los barandales de cada piso, pero justo cuando iba a la mitad de su descenso, la desesperación lo traicionó, resbaló, y mientras caía, trató de aferrarse a algo que lo detuviera, en ese esfuerzo, su cabeza golpeó contra un pedazo de metal de una de las rejillas, y se hizo una tremenda descalabrada que abarcaba también buena parte del lado izquierdo de la frente.

Aturdido por el golpe y la sangre que le escurría por la frente, se levantó y corrió hacia el zaguán que daba a la calle, salió, en la banqueta, dando tumbos y mareado, de pronto sintió como si agujas se le clavaran en las sienes y se desplomó. Los agentes de la judicial llegaron segundos después, no tuvieron que someterlo, el prófugo estaba muy débil y no opuso resistencia. Los policías llamaron a una unidad de la Cruz Roja para que atendieran al detenido en Avenida Eje 1 Norte Mosqueta, número 198, en la Colonia Guerrero. Era la una y media de la madrugada del día 8 de octubre de 2007 y Calva Zepeda sólo preguntaba por el portafolio con sus escritos.

El caníbal de la Guerrero, detenido. Foto archivo

"¡Sí las maté, pero no me las comí!"

Cuando los agentes ingresaron al departamento número 17, la escena era repugnante. En el clóset de la recámara de José Luis Calva Zepeda se encontró el cuerpo de Alejandra Galeana Garavito. Éste presentaba mutilaciones del codo del brazo derecho, de la pierna derecha a la altura de la rodilla, miembros que fueron encontrados dentro del refrigerador. En una mesa hallaron dos cuchillos medianos de cocina, una navaja cutter, los cuales presentaban manchas de sangre. Lo más sorprendente vino después, cuando entraron a la cocina. Sobre la estufa localizaron un sartén que contenía aceite y trozos de carne frita, probablemente, de uno de los brazos de Alejandra. Los policías supusieron que Calva Zepeda había practicado canibalismo.

También hallaron varios folletos, novelas y poemarios engrapados de la autoría de Zepeda, con los siguientes títulos: “La noche anterior”, “Caminando ando”, “Réquiem para un alma en pena”, en donde aparecía la foto del autor y una semblanza en la que se denominaba como poeta, novelista, escritor, periodista, dramaturgo y ensayista. Pero el que más llamó su atención, era el que tenía por nombre “Instintos Caníbales”, ya que en la portada aparecía su imagen caracterizado como el famoso asesino serial Hannibal Lecter.

Restos de una de las víctimas del caníbal. Foto archivo

Versos torcidos

Al día siguiente, 9 de octubre, El Diario de las Mayorías informaba sobre el arraigo de 30 días, que el juez 21 en materia Penal del Distrito Federal notificó a J. Luis Calva Zepeda, ya mejor conocido como “El Caníbal de la Guerrero”. A opinión de los médicos de la Procuraduría capitalina, el presunto asesino fue internado en el Hospital de Xoco para que recibiera tratamiento neurológico. En una estrategia absurda y quizás aconsejado por su abogado defensor, Humberto Guerrero Plata, el poeta asesino quiso en un principio fingir demencia, pero al final, aceptó haber asesinado a Alejandra Galeana Garavito y a Verónica Consuelo Martínez Cassarrubia; mujeres a las que conquistó de manera tradicional, romántica, regalándoles ramos de flores, chocolates y escribiéndoles poemas, sin sospechar que era un tipo con una mente retorcida. Confesó también, que el señor Juan Carlos Monroy, con quien sostenía una relación de pareja, lo ayudó a desmembrar los cuerpos de ambas mujeres; motivo por el cual, las autoridades lo detuvieron el día 20 de octubre en el Estado de México y un mes después, ya dormía en el Penal Neza- Bordo.

Ratificaron acusaciones

La noche del 23 de octubre, Calva Zepeda fue ingresado en el Reclusorio Oriente. Días más adelante, en audiencia, la señora Soledad Garavito, madre de Alejandra Galeana, ratificó su declaración y acusación contra "El Caníbal”, como el hombre que tuvo una relación afectiva con su hija. Posteriormente, la señora Judith Casarrubia, madre de Verónica Martínez, corroboró que su hija había conocido a Zepeda por medio de Juan Carlos Monroy, y que tuvieron una relación amorosa, pero que el imputado golpeaba a Verónica, e incluso, la llegó a encerrar en una vivienda que compartían en Ciudad Nezahualcóyotl. Ella lo abandonó, pero después él la secuestró para matarla.

Otra testigo de la cual se omitió su nombre, aseguró que vio al acusado entrar varias veces a su departamento de Mosqueta 198, en la Colonia Guerrero, con la chica que fue encontrada dentro de una maleta viajera por los rumbos de Tlatelolco, en el mes de abril, a la cual se le conocía como “La Jarocha” o “La Costeña”.

No soportó la cárcel y se colgó

Los crímenes cometidos por Calva Zepeda, conminaron a los médicos psiquiatras de la Procuraduría capitalina a someterlo a varias pruebas, en las cuales se determinó que el paciente reconocía plenamente el carácter ilícito de un hecho, además de que era adicto a la cocaína y padecía alcoholismo consuetudinario. Por otra parte, las investigaciones de los peritos forenses confirmaron que los trozos de carne frita hallados en un sartén en la estufa de su departamento, pertenecían al cuerpo de la señora Alejandra Galeana, así como las manchas de sangre que había en el baño y en los cuchillos.

El 30 de octubre de 2007, en el Reclusorio Oriente, el juez Juan Jesús Chavarría Sánchez dictó la formal prisión contra José Luis Calva Zepeda, por los delitos de homicidio calificado y profanación de cadáveres. Ese día, “El Poeta Caníbal” negó al juez haber practicado antropofagia y que todo ese rollo era invento de la prensa amarillista. Sin embargo, aceptó que había estrangulado a Verónica y Alejandra, descuartizado sus cuerpos y metido en bolsas de plástico. La ciudadanía enterada de estos escalofriantes actos pugnó porque al asesino se le condenara con la pena máxima de 50 años en prisión.


Post Mórtem

Pero la mañana del 11 de diciembre de 2007, la pluma del “Poeta Caníbal” dejaría de escribir para siempre, ya que su cuerpo pendía de un cinturón ceñido a su cuello en el interior de su celda. Las autoridades del penal señalaron que se había suicidado, pero sus familiares denunciaron que se trataba de una ejecución planeada desde afuera, una posible venganza en su contra.

Afuera de la funeraria donde velaban a “El Caníbal”, decenas de reporteros montaban guardia en espera de que Claudia Calva Zepeda diera alguna entrevista. De pronto, en el lugar irrumpieron Judith y Armando, hermanos de Alejandra Galeana Garavito, la última víctima del Calva Zepeda, quienes le pidieron a Claudia dejarlo ver el cuerpo dentro del ataúd para cerciorarse de que fuera el de José Luis. Pero ella, con lágrimas en los ojos, se arrodilló ante ellos y les suplicó que le permitieran enterrar a su hermano de forma tranquila, pues ya lo había juzgado Dios por sus crímenes cometidos.

Con el sol a plomo, el cortejo fúnebre partió hacia el panteón civil de San Nicolás Tolentino, en Iztapalapa, unos minutos después de las 14:00 horas. El entierro fue encabezado por Claudia, Elena y Jorge, hermanos del difunto y alrededor de 20 personas allegadas a la familia. En el sepelio no se hizo presente ningún sacerdote, ni la madre de quien se autonombrara escritor, periodista, poeta y dramaturgo, pero sí una mujer de nombre Dolores Mendoza, la última enamorada del fallecido, quien entre llantos afirmaba que: “Yo nunca conocí a ese caníbal del que hablan, sólo a un hombre bueno”.

Sobre la lápida de “El Caníbal de la Guerrero”, abundaron las flores y destacaba una corona, en cuya banda decía: “Poeta Seductor, tus hermanos nunca te olvidaremos”.

Con el entierro de Calza Zepeda terminó su carrera criminal, pero nació el mito de uno de los asesinos más extraños que la sociedad mexicana recuerde.