/ viernes 25 de junio de 2021

De mente asesina: Juana Barraza Samperio, La Mataviejitas

No gozaba con el sufrimiento de sus víctimas, porque ella también había padecido; era el simple odio que sentía, pues de niña su madre la cambió por unas cervezas y fue brutalmente violada

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Con su disfraz de enfermera o de trabajadora social y valiéndose de la promesa de entregarles una tarjeta de apoyo o, si ya contaban con una, regalarles una despensa, La Dama del Silencio podía ingresar a los domicilios sin usar la violencia y sin llamar la atención.

Elegía los días martes o miércoles para asesinar. También, se dice, eligió un cómplice. Se trató, en primera instancia -de acuerdo con las versiones iniciales que circularon-, de un taxista con el que mantuvo una relación y era el encargado de llevarla a los lugares del crimen.

Foto: Biblioteca y Hemeroteca Mario Vázquez Raña / La Prensa

Su función consistía en esperarla mientras ella entraba en las casas de las ancianas para terminar con sus vidas; luego, al término del crimen, ella salía como si nada hubiera pasado y juntos se marchaban. Más tarde, él recibía una parte del botín.

Quizás su vida había sido una constante pérdida, pero eso tampoco era garantía de salirse con la suya en el mundo criminal. En el año 2005 Juana cometió un grave error. Cuando se disponía a realizar una más de sus fechorías en la colonia Jardín Balbuena, no previó ni se imaginó que la víctima no estaba sola, por lo cual, su intento de asesinato quedó frustrado.

En ese entonces, la víctima le mostró una fotografía de su hijo a Barraza; entonces, Juana plasmó su huella digital sobre la fotografía, con la cual se le relacionó al cabo del tiempo con otros 10 casos que se investigaban al momento de su arresto.

El entonces Procurador General de Justicia del Distrito Federal, Bernardo Batiz, no había dado una versión oficial ni indicios que revelaran que estaban cerca de capturarla y se notaba cierta incertidumbre en el desarrollo de las investigaciones, pues hubo varios cambios de versiones, ya que había cierto desconcierto y confusión respecto a que las muertes de las ancianas se debieran a la misma persona. Asimismo, la problemática radicó en las sospechas de que la asesina fuera mujer, ya que al principio se creyó que el responsable era un masculino que tenía la fuerza suficiente para dominar a sus víctimas.

Finalmente, luego de ser buscada y haber sembrado el terror durante largos años, el 25 de enero de 2006 cometió su último error y, debido a este, fue arrestada por el homicidio de Ana María Reyes Alfaro, de 82 años. Entonces confesó que al menos había acabado con la vida de otras 10 mujeres mayores.

Foto: Biblioteca y Hemeroteca Mario Vázquez Raña / La Prensa

Fue gracias al inquilino de la última víctima que se logró la captura de la infame Dama del Silencio; coincidencia entre su oficio en los encordados y en su lucha contra la vida como “asesina de viejitas”.

Aquel día había salido Barraza en busca de una nueva víctima. Abordó a la señora Ana María en la calle y la acompañó hasta su hogar, hablándole astutamente para ganar su confianza. Luego, ya en el domicilio de la occisa, Juana Barraza ofreció sus servicios.

Sin embargo, no recibió por respuesta una afirmativa para ayudar a la mujer adulta, sino que en su lugar ésta le dijo, según lo que salió a la luz durante las investigaciones: “todavía después de que son unas gatas quieren ganar el doble o más”; por lo cual La Mataviejitas, enceguecida por la ira, se abalanzó sobre la mujer -quizá como nunca lo había hecho con otra víctima, para perpetrar un crimen más.

No obstante, cuando salió a toda prisa de la casa de la occisa para darse a la fuga, el inquilino llegaba; y, al entrar y ver el cuerpo de la señora tendido, pronto salió tras la asesina, pidiendo el apoyo de dos elementos policiacos, que precisamente se encontraban afuera del domicilio y quienes después de una breve persecución la detuvieron.

Foto: Biblioteca y Hemeroteca Mario Vázquez Raña / La Prensa

Tras su captura, se compararon sus huellas digitales en la base de datos de la entonces AFIS, con lo cual se corroboró su participación en otros crímenes. Asimismo, sus características físicas correspondían indudablemente con las del busto que habían realizado y difundido a los medios, peritos en retrato hablado, fotografía y antropología en la PGJDF.

Tal como lo informó LA PRENSA en su edición del 26 de enero de 2006: “Cínica, sin arrepentimiento, contradictoria, retadora e invocando a Dios”, Juana Barraza Samperio confesó que ella era la responsable de haber estrangulado a casi una docena de mujeres de la tercera edad. No obstante, queda en la duda a cuántas más habrá matado antes de convertirse en depredadora serial.

CAPTURADA EN LA ESCENA DEL CRIMEN

Quiso el destino que la rabia incubara en ella por una desgracia más. Ningún hado es justo, salvo quizá con aquellos que viven con la gentileza de un desconocido, para quienes miran en el plato ajeno lo que no podrán probar y la rabia y la ira los merma hasta que los transforma en asesinos.

Luego de padecer las miserias de una vida injusta, Juana comenzó -como todo criminal que se profesionaliza- a robar, desde nimias autopartes, hasta el hurto en tiendas y a transeúntes. Por otra parte, cuando comenzó a delinquir, también se refugió bajo la protección de “poderes sobrenaturales”, creencias o supersticiones, de tal modo, inició con el ritual de adoración a la Santa Muerte.

Si solo la fatalidad obraba a su favor, ella buscaría la forma de hacerle frente e inclinar la balanza, ya con hechizos, ya con amuletos. Comenzó a visitar a brujos; sin embargo, la cruda realidad le pegó contundente otra vez, porque ni así logró mejorar su situación. Estaba inmersa en el duro y contundente mundo real, donde los que no son capaces de adaptarse son expulsados y se les mira como a seres irreconciliables con la sociedad.

Luego de retirarse como luchadora no le quedó más que ser una simple promotora de este deporte, pero eso no era ni siquiera un bálsamo para todo lo que había perdido. No obstante, era algo con lo que no podía costear la manutención de un hogar, de sus hijos, de su infernal vida llena de podredumbre e inmundicia.

Así que, al darse cuenta de que no alcanzaba más que para padecer un poco menos (pero padecer al fin y al cabo), decidió dedicarse a ofrecer sus servicios como empleada doméstica, ¿qué más puede hacer alguien que ha tenido torcido el pasado, con el presente y el futuro desdibujados?

Pero lavar y planchar ajeno siempre es una infamia, ya que una se rompe el lomo por unos pocos pesos; aunque cuando se ama a un hijo… y más si el amor es triple.

Perfilada ya en la rambla del desacato a las buenas costumbres, al respeto a la vida ajena, Juana comenzó o, mejor dicho, ascendió en la escala de la maldad.

No le fue suficiente despojar de sus pertenencias a las personas o desvalijar un auto, quizá. No. Dentro de ella, algo quería aniquilar esa angustia no mitigada e incesante causada por el pasado, el siempre pasado que la envolvía con el recuerdo de una horrenda madre a quien nunca soportó.

Foto: Biblioteca y Hemeroteca Mario Vázquez Raña / La Prensa

La mayoría de las personas viven entrampadas, pero muchos prefieren evitar caer en tentación, nunca se sabe cuándo se caerá en una de las miles de trampas que tiene la vida. La idea es evitarlo, sólo de ese modo puede mantenerse uno vivo, hasta que lo atrapan o muere.

Por el año de 1996, Juana ya era muy diestra en cuestiones turbias. Inició sus hazañas delictivas en compañía de su comadre Araceli; se hacían pasar por enfermeras que prometían a los ancianos ayudarlos con sus pensiones, pero al descuidarse los pobres viejos, estas rapaces aprovechaban para despojarlos de sus pertenencias.

Para Juana no era sólo robar, era como asistir a una cátedra para perfeccionar sus futuras fechorías. Es bien sabido que un asesino serial comienza quizá matando una araña, luego un pájaro, quizá después un gato o un perro, y así va nutriendo su inquina pérfida, hasta que no basta con algo menor y da el salto a un ser humano. Para Juana, cada acto delictivo era una enseñanza para perfeccionar su arte con el cable o la mordaza en el cuello ajeno.

DE LUCHADORA A ¿ASESINA DEL SILENCIO?

Existen diversas fuentes que afirman que Juana Barraza asesinó por primera vez a una anciana el 25 de noviembre de 2002.

No obstante, en otros registros se asienta que su primera víctima, y quizá con la que asaltó la fama por la serie de crímenes que la harían una de las asesinas más recordadas en los archivos de la historia de criminales mexicanos de alta peligrosidad, fue en octubre de 2004.

Sin embargo, aquella primera víctima vivía en la entonces delegación Coyoacán; se trataba de una ancianita de 64 años que respondía al nombre de María.

Como ya lo había ido perfeccionando desde tiempo antes, Juana se disfrazó de enfermera (¿por qué elegir el blanco para asesinar?). Ése era el traje con el que las embaucaba.

Foto: Biblioteca y Hemeroteca Mario Vázquez Raña / La Prensa

Se ganó la confianza de la señora María, quien la llevó a su casa, donde se quejó amargamente de sus males. Y allí estaba ella, la asesina, en silencio, escuchando por azar las penurias de la mujer mayor.

De pronto, de la boca de la anciana emergieron palabras violentas contra la otrora luchadora, palabras filosas como las de una estocada en un toro que se estrellaron en el pequeño mundo de Juana Barraza; entonces, su silencio se rompió, transformándose en ira. No pudo entenderlo, quizás fue el mero impulso, de tal modo que despertó en ella la verdadera asesina.

Todo lo que siempre quiso y todo lo que siempre necesitó estuvo al alcance de sus manos o en sus propias manos; no las palabras que dañan siempre cuando son dichas con oprobio, sino el placer que se mantiene -justo como el dolor que llevaba manteniendo durante casi 40 años-, cuando se mata a alguien.

Juana perdió los estribos. Se abalanzó sobre María y con ambas manos -y tal vez utilizando algo a su alcance que enredó en su cuello- poco a poco fue asfixiándola. Luego, como si nada, recorrió la casa tomándose su tiempo en el silencio mortuorio. Se hizo propietaria nueva de los viejos objetos que le parecieron de valor. Y luego se marchó.

Quizá subrepticiamente se le presentó una revelación. Tanto tiempo tuvo que soportar los embates de la realidad, del destino, pero en el fondo sólo se conformaba con tener un patrón que la tratara con un poco de dignidad.

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PERFIL CONFUSO

Con base en las investigaciones, así como en datos recabados por algunos vecinos de las víctimas, la entonces Procuraduría General de Justicia del Distrito Federal difundió un perfil criminal del asesino de las viejitas, para así comenzar la búsqueda.

De acuerdo con lo que se infirió, el homicida debía ser un masculino de entre 35 y 40 años, también se consideró que debía ser un homosexual y que tal vez habría sufrido de abuso durante su infancia.

Una especialista , Feggy Ostrosky, mencionó que el perfil probablemente correspondía con el de un joven solitario “que actuaba disfrazado de enfermera o mujer, que generaba confianza entre las ancianas, a través de una personalidad carismática y que estrangulaba a sus víctimas haciendo uso de sus fuerzas”.

Foto: Biblioteca y Hemeroteca Mario Vázquez Raña / La Prensa

La confusión derivó en que la búsqueda fuera dirigida hacia otra parte, ya que hasta ese momento, los estudios sobre asesinos seriales indicaban que el porcentaje de estos era superior al de mujeres, por lo cual, todo indicaba que se trataba de un hombre y no de una mujer, ya que en el caso de estas, el método para asesinar evitaba el contacto físico y la violencia.

Sus demás asesinatos serían realizados con el mismo modo de operar. En absolutamente todos los casos, las víctimas fueron mujeres de la tercera edad. Para lograr su cometido, se disfrazaba de enfermera o de trabajadora social y se aseguraba -y esto era crucial en sus planes criminales-, que las ancianas vivieran solas, o por lo menos que estuvieran solas la mayor parte del tiempo.

Las abordaba en parques o mercados y quizá en alguna iglesia cercana a sus domicilios. Las observaba y elegía a las que, sin sospechar, se abrían con confianza, a tal grado que llegaban a mostrarle algunos de sus objetos de valor.

La asesina pronto cambió el blanco de las enfermeras por el color rojo -con el cual quizá pensó que se asimilaría a una trabajadora social-, para disimular la sangre -si por alguna razón llegaba a brotar- cuando las mataba.

TENÍA URGENCIA DE ACABAR CON ELLAS

En torno a la figura de la multiasesina circulan diversas versiones, muchas de ellas avivadas por la crónica de la nota roja. Su pasado la persiguió, por decirlo de algún modo, ya que también al ser su caso tan mediático, la repercusión también fue grande.

No solo a través de las páginas de los periódicos se difundió su historia en el momento en que aconteció, sino con el paso de los años, una y otra vez. La buscaban reporteros para entrevistarla, los médicos estudiaban su psique, los sociólogos indagaban en los motivos más allá de lo clínico.

Foto: Biblioteca y Hemeroteca Mario Vázquez Raña / La Prensa

Y llegó un momento en el que ella no quiso más; incluso escribió su propio libro, quiso contar la historia en la que ella era la protagonista con un destino trágico, en cuya conclusión siempre alegó que se trató de un malentendido.

En primera instancia, mencionó que ella no era la responsable de todas las imputaciones que se le hacían; por otra parte, alegó que no actuó sola, sino que al principio iba acompañada de otra mujer (su comadre) que se disfrazaba igual que ella, así como también que después se hacía acompañar por un cómplice a quien llamaban El Frijol (¿pareja sentimental?) de oficio taxista y con quien repartía el botín; aunque también circuló la versión de que se trataba de un luchador a quien llamaban El Volador Ramón.

Además, hubo detenidos a quienes se les quiso imputar crímenes, por los cuales estaban en prisión, como el caso de Oliver Guzmán.

Lo cierto es que, pese a lo que se ha dicho de Juana sobre su pasado, su historia, habría que resaltar que, en efecto, pese a no haber cursado estudios profesionales o vivir en la marginalidad por muchos años, aún su destreza mental era algo notable.

Foto: Biblioteca y Hemeroteca Mario Vázquez Raña / La Prensa

Esto se pudo constatar durante el proceso de las diligencias, pues aprovechó para señalar que las autoridades no realizaron con eficiencia su trabajo: “que se dediquen a investigar para detener al único culpable y dejen de acusar a la gente que no tiene nada que ver.”

Asimismo, afirmó en reiteradas ocasiones que su detención se había logrado porque ella prácticamente se entregó y no por el trabajo de la policía; incluso, durante los careos les gritó a los agentes que si les hubiera dado 100 mil pesos la hubieran dejado libre, como ya había ocurrido en el pasado.

EXTRAÑAS SIMILITUDES

Una cuestión que ha pasado desapercibida quizás, pero que ya fue registrada en las páginas de los Archivos Secretos de Policía en 2006, es una extraña similitud entre el caso de Juana Barraza y uno ocurrido 30 años antes, de Matilde Soto.

A Matilde la asesinaron de un balazo en el tórax y su cuerpo fue arrojado al agua. Tiempo después, un equipo de antropólogos, odontólogos, médicos forenses y escultores químicos trabajaron para hacer el retrato hablado de la occisa para darlo a conocer a los medios de aquel entonces.

Gracias a esto, Matilde pudo ser reconocida y a la postre el victimario detenido.

Foto: Biblioteca y Hemeroteca Mario Vázquez Raña / La Prensa

Caso contrario ocurrió con el busto que recrearon en 2006 para identificar a la llamada Mataviejitas, ya que no coincidía con la auténtica asesina.

Pero lo curioso fue que éste, el de Juana, coincidía más con el de Matilde, incluso en un detalle que parecía imposible de determinar en la criminal, dado que las dudas sobre su sexo eran grandes; no obstante, quienes realizaron la obra decidieron añadir el detalle de una diadema, elemento que -se sabe- no solía utilizar Juana Barraza, pero que quedó plasmado en el registro fotográfico de la víctima de 1975, Matilde Soto.

RUDA DE CORAZÓN...

La Dama del Silencio

Como todas las mujeres -o quizá como una mayoría-, Juana Barraza conoció la tiranía y el oprobio, no sólo de un hombre que la esclavizó cuando fue una niña, sino la tiranía de una madre alcohólica que nunca se preocupó por su hija, sino quizá y con mayor énfasis solo por su adicción a la bebida, que a la postre la conduciría a la muerte.

La variedad de estas líneas sobre el triste caso de viejitas asesinadas, se debe no a lo que hasta la saciedad ahora se ha dicho respecto a la homicida, quizá de un modo imperfecto, siguiendo una línea azarosa.

Foto: Biblioteca y Hemeroteca Mario Vázquez Raña / La Prensa

Juana Barraza fue una asesina que se profesionalizó con base en la práctica. No estudió para llegar a ser lo que fue, simplemente a veces uno se tiene que ensuciar las manos para lograr sus objetivos, así sean siniestros y eso fue lo que hizo ella.

El porqué de sus crímenes solo ella lo sabrá y, quizá, un dios a quien no se le escape nada, porque como ella misma lo declaró: “Hay un Dios, y Dios tarda, pero no olvida”. Siempre supo cómo acabaría su historia.

El 25 de enero de 2006, durante las últimas horas de la tarde, cuando la noche comenzaba a declinar, fue detenida una mujer a quien ya le seguían la pista, de quien tenían un perfil, pero que hasta ese entonces nada concreto se sabía de ella; era sólo como un rumor vago de muerte. Incluso, el perfil criminal que se había hecho indicaba que a quien perseguían respondía a las características de un masculino.

Con base en las investigaciones de los casos -que con el paso de los años se fueron apilando-, se tenían pistas sobre su modo de operar, pero sobresalía un elemento en particular y era que todas las víctimas que seleccionaba eran personas de la tercera edad, pues debido a su vulnerabilidad, la homicida aprovechaba para matarlas con sigilo.

Pero esta asesina, hasta antes de su captura, no era más que una huella dactilar que incidentalmente un día dejó en casa de una de sus víctimas, a quien no logró asesinar -por fortuna-, pero que a partir de entonces se configuró un retrato hablado, merced a la suma de varios asesinatos con los cuales ya se le vinculaba y algunos datos recabados a partir de las declaraciones de ciertos testigos.

Foto: Biblioteca y Hemeroteca Mario Vázquez Raña / La Prensa

La vida de Juana había sido como una herida que el destino le había abierto. Y así vivió durante todos esos míseros y puercos años, a la sombra de una doble existencia que nunca cicatrizó.

No todo el mundo tuvo el privilegio de haber vivido una infancia desgraciada; lo malo radica en que ese rencor, como un karma, en cierto momento regresa no contra quien causó el daño, sino que termina pagándolo algún inocente, pues la desgracia propia se cobra con la ajena, es algo que no puede quedar impune.

Las horas no querían pasar. El día parecía lejano e inconcebible. A decir verdad, no era el día lo que ella esperaba, sino el olvido de ese tiempo que se negaba a desaparecer. Allí estaba La Dama del Silencio con Ana María Reyes Alfaro -la última en su lista no escrita de víctimas-, en su casa de la Primera Sección de la colonia Moctezuma.

Tiempo antes, Juana se dedicó a practicar el deporte del pancracio. En los encordados se hacía llamar La Dama del Silencio, debido a que ella misma se consideraba alguien silente y solitaria, por lo cual encubría su identidad ataviándose con un antifaz de mariposa y un traje rosa con vivos plateados.

Es verdad que luchó en varios cuadriláteros de diferentes partes del país, en pequeñas arenas y en varios pueblos, pero, desgraciadamente, tuvo que abandonar la lucha libre, el mundo de las máscaras, los vuelos y la libertad del cuadrilátero, a causa de una caída que la dejó lesionada, pues corría el riesgo de quedar paralítica, lo cual habría ocasionado que nunca hubiera existido la asesina que fue, ni su carrera criminal hubiera sido tan fructífera.

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Con su disfraz de enfermera o de trabajadora social y valiéndose de la promesa de entregarles una tarjeta de apoyo o, si ya contaban con una, regalarles una despensa, La Dama del Silencio podía ingresar a los domicilios sin usar la violencia y sin llamar la atención.

Elegía los días martes o miércoles para asesinar. También, se dice, eligió un cómplice. Se trató, en primera instancia -de acuerdo con las versiones iniciales que circularon-, de un taxista con el que mantuvo una relación y era el encargado de llevarla a los lugares del crimen.

Foto: Biblioteca y Hemeroteca Mario Vázquez Raña / La Prensa

Su función consistía en esperarla mientras ella entraba en las casas de las ancianas para terminar con sus vidas; luego, al término del crimen, ella salía como si nada hubiera pasado y juntos se marchaban. Más tarde, él recibía una parte del botín.

Quizás su vida había sido una constante pérdida, pero eso tampoco era garantía de salirse con la suya en el mundo criminal. En el año 2005 Juana cometió un grave error. Cuando se disponía a realizar una más de sus fechorías en la colonia Jardín Balbuena, no previó ni se imaginó que la víctima no estaba sola, por lo cual, su intento de asesinato quedó frustrado.

En ese entonces, la víctima le mostró una fotografía de su hijo a Barraza; entonces, Juana plasmó su huella digital sobre la fotografía, con la cual se le relacionó al cabo del tiempo con otros 10 casos que se investigaban al momento de su arresto.

El entonces Procurador General de Justicia del Distrito Federal, Bernardo Batiz, no había dado una versión oficial ni indicios que revelaran que estaban cerca de capturarla y se notaba cierta incertidumbre en el desarrollo de las investigaciones, pues hubo varios cambios de versiones, ya que había cierto desconcierto y confusión respecto a que las muertes de las ancianas se debieran a la misma persona. Asimismo, la problemática radicó en las sospechas de que la asesina fuera mujer, ya que al principio se creyó que el responsable era un masculino que tenía la fuerza suficiente para dominar a sus víctimas.

Finalmente, luego de ser buscada y haber sembrado el terror durante largos años, el 25 de enero de 2006 cometió su último error y, debido a este, fue arrestada por el homicidio de Ana María Reyes Alfaro, de 82 años. Entonces confesó que al menos había acabado con la vida de otras 10 mujeres mayores.

Foto: Biblioteca y Hemeroteca Mario Vázquez Raña / La Prensa

Fue gracias al inquilino de la última víctima que se logró la captura de la infame Dama del Silencio; coincidencia entre su oficio en los encordados y en su lucha contra la vida como “asesina de viejitas”.

Aquel día había salido Barraza en busca de una nueva víctima. Abordó a la señora Ana María en la calle y la acompañó hasta su hogar, hablándole astutamente para ganar su confianza. Luego, ya en el domicilio de la occisa, Juana Barraza ofreció sus servicios.

Sin embargo, no recibió por respuesta una afirmativa para ayudar a la mujer adulta, sino que en su lugar ésta le dijo, según lo que salió a la luz durante las investigaciones: “todavía después de que son unas gatas quieren ganar el doble o más”; por lo cual La Mataviejitas, enceguecida por la ira, se abalanzó sobre la mujer -quizá como nunca lo había hecho con otra víctima, para perpetrar un crimen más.

No obstante, cuando salió a toda prisa de la casa de la occisa para darse a la fuga, el inquilino llegaba; y, al entrar y ver el cuerpo de la señora tendido, pronto salió tras la asesina, pidiendo el apoyo de dos elementos policiacos, que precisamente se encontraban afuera del domicilio y quienes después de una breve persecución la detuvieron.

Foto: Biblioteca y Hemeroteca Mario Vázquez Raña / La Prensa

Tras su captura, se compararon sus huellas digitales en la base de datos de la entonces AFIS, con lo cual se corroboró su participación en otros crímenes. Asimismo, sus características físicas correspondían indudablemente con las del busto que habían realizado y difundido a los medios, peritos en retrato hablado, fotografía y antropología en la PGJDF.

Tal como lo informó LA PRENSA en su edición del 26 de enero de 2006: “Cínica, sin arrepentimiento, contradictoria, retadora e invocando a Dios”, Juana Barraza Samperio confesó que ella era la responsable de haber estrangulado a casi una docena de mujeres de la tercera edad. No obstante, queda en la duda a cuántas más habrá matado antes de convertirse en depredadora serial.

CAPTURADA EN LA ESCENA DEL CRIMEN

Quiso el destino que la rabia incubara en ella por una desgracia más. Ningún hado es justo, salvo quizá con aquellos que viven con la gentileza de un desconocido, para quienes miran en el plato ajeno lo que no podrán probar y la rabia y la ira los merma hasta que los transforma en asesinos.

Luego de padecer las miserias de una vida injusta, Juana comenzó -como todo criminal que se profesionaliza- a robar, desde nimias autopartes, hasta el hurto en tiendas y a transeúntes. Por otra parte, cuando comenzó a delinquir, también se refugió bajo la protección de “poderes sobrenaturales”, creencias o supersticiones, de tal modo, inició con el ritual de adoración a la Santa Muerte.

Si solo la fatalidad obraba a su favor, ella buscaría la forma de hacerle frente e inclinar la balanza, ya con hechizos, ya con amuletos. Comenzó a visitar a brujos; sin embargo, la cruda realidad le pegó contundente otra vez, porque ni así logró mejorar su situación. Estaba inmersa en el duro y contundente mundo real, donde los que no son capaces de adaptarse son expulsados y se les mira como a seres irreconciliables con la sociedad.

Luego de retirarse como luchadora no le quedó más que ser una simple promotora de este deporte, pero eso no era ni siquiera un bálsamo para todo lo que había perdido. No obstante, era algo con lo que no podía costear la manutención de un hogar, de sus hijos, de su infernal vida llena de podredumbre e inmundicia.

Así que, al darse cuenta de que no alcanzaba más que para padecer un poco menos (pero padecer al fin y al cabo), decidió dedicarse a ofrecer sus servicios como empleada doméstica, ¿qué más puede hacer alguien que ha tenido torcido el pasado, con el presente y el futuro desdibujados?

Pero lavar y planchar ajeno siempre es una infamia, ya que una se rompe el lomo por unos pocos pesos; aunque cuando se ama a un hijo… y más si el amor es triple.

Perfilada ya en la rambla del desacato a las buenas costumbres, al respeto a la vida ajena, Juana comenzó o, mejor dicho, ascendió en la escala de la maldad.

No le fue suficiente despojar de sus pertenencias a las personas o desvalijar un auto, quizá. No. Dentro de ella, algo quería aniquilar esa angustia no mitigada e incesante causada por el pasado, el siempre pasado que la envolvía con el recuerdo de una horrenda madre a quien nunca soportó.

Foto: Biblioteca y Hemeroteca Mario Vázquez Raña / La Prensa

La mayoría de las personas viven entrampadas, pero muchos prefieren evitar caer en tentación, nunca se sabe cuándo se caerá en una de las miles de trampas que tiene la vida. La idea es evitarlo, sólo de ese modo puede mantenerse uno vivo, hasta que lo atrapan o muere.

Por el año de 1996, Juana ya era muy diestra en cuestiones turbias. Inició sus hazañas delictivas en compañía de su comadre Araceli; se hacían pasar por enfermeras que prometían a los ancianos ayudarlos con sus pensiones, pero al descuidarse los pobres viejos, estas rapaces aprovechaban para despojarlos de sus pertenencias.

Para Juana no era sólo robar, era como asistir a una cátedra para perfeccionar sus futuras fechorías. Es bien sabido que un asesino serial comienza quizá matando una araña, luego un pájaro, quizá después un gato o un perro, y así va nutriendo su inquina pérfida, hasta que no basta con algo menor y da el salto a un ser humano. Para Juana, cada acto delictivo era una enseñanza para perfeccionar su arte con el cable o la mordaza en el cuello ajeno.

DE LUCHADORA A ¿ASESINA DEL SILENCIO?

Existen diversas fuentes que afirman que Juana Barraza asesinó por primera vez a una anciana el 25 de noviembre de 2002.

No obstante, en otros registros se asienta que su primera víctima, y quizá con la que asaltó la fama por la serie de crímenes que la harían una de las asesinas más recordadas en los archivos de la historia de criminales mexicanos de alta peligrosidad, fue en octubre de 2004.

Sin embargo, aquella primera víctima vivía en la entonces delegación Coyoacán; se trataba de una ancianita de 64 años que respondía al nombre de María.

Como ya lo había ido perfeccionando desde tiempo antes, Juana se disfrazó de enfermera (¿por qué elegir el blanco para asesinar?). Ése era el traje con el que las embaucaba.

Foto: Biblioteca y Hemeroteca Mario Vázquez Raña / La Prensa

Se ganó la confianza de la señora María, quien la llevó a su casa, donde se quejó amargamente de sus males. Y allí estaba ella, la asesina, en silencio, escuchando por azar las penurias de la mujer mayor.

De pronto, de la boca de la anciana emergieron palabras violentas contra la otrora luchadora, palabras filosas como las de una estocada en un toro que se estrellaron en el pequeño mundo de Juana Barraza; entonces, su silencio se rompió, transformándose en ira. No pudo entenderlo, quizás fue el mero impulso, de tal modo que despertó en ella la verdadera asesina.

Todo lo que siempre quiso y todo lo que siempre necesitó estuvo al alcance de sus manos o en sus propias manos; no las palabras que dañan siempre cuando son dichas con oprobio, sino el placer que se mantiene -justo como el dolor que llevaba manteniendo durante casi 40 años-, cuando se mata a alguien.

Juana perdió los estribos. Se abalanzó sobre María y con ambas manos -y tal vez utilizando algo a su alcance que enredó en su cuello- poco a poco fue asfixiándola. Luego, como si nada, recorrió la casa tomándose su tiempo en el silencio mortuorio. Se hizo propietaria nueva de los viejos objetos que le parecieron de valor. Y luego se marchó.

Quizá subrepticiamente se le presentó una revelación. Tanto tiempo tuvo que soportar los embates de la realidad, del destino, pero en el fondo sólo se conformaba con tener un patrón que la tratara con un poco de dignidad.

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PERFIL CONFUSO

Con base en las investigaciones, así como en datos recabados por algunos vecinos de las víctimas, la entonces Procuraduría General de Justicia del Distrito Federal difundió un perfil criminal del asesino de las viejitas, para así comenzar la búsqueda.

De acuerdo con lo que se infirió, el homicida debía ser un masculino de entre 35 y 40 años, también se consideró que debía ser un homosexual y que tal vez habría sufrido de abuso durante su infancia.

Una especialista , Feggy Ostrosky, mencionó que el perfil probablemente correspondía con el de un joven solitario “que actuaba disfrazado de enfermera o mujer, que generaba confianza entre las ancianas, a través de una personalidad carismática y que estrangulaba a sus víctimas haciendo uso de sus fuerzas”.

Foto: Biblioteca y Hemeroteca Mario Vázquez Raña / La Prensa

La confusión derivó en que la búsqueda fuera dirigida hacia otra parte, ya que hasta ese momento, los estudios sobre asesinos seriales indicaban que el porcentaje de estos era superior al de mujeres, por lo cual, todo indicaba que se trataba de un hombre y no de una mujer, ya que en el caso de estas, el método para asesinar evitaba el contacto físico y la violencia.

Sus demás asesinatos serían realizados con el mismo modo de operar. En absolutamente todos los casos, las víctimas fueron mujeres de la tercera edad. Para lograr su cometido, se disfrazaba de enfermera o de trabajadora social y se aseguraba -y esto era crucial en sus planes criminales-, que las ancianas vivieran solas, o por lo menos que estuvieran solas la mayor parte del tiempo.

Las abordaba en parques o mercados y quizá en alguna iglesia cercana a sus domicilios. Las observaba y elegía a las que, sin sospechar, se abrían con confianza, a tal grado que llegaban a mostrarle algunos de sus objetos de valor.

La asesina pronto cambió el blanco de las enfermeras por el color rojo -con el cual quizá pensó que se asimilaría a una trabajadora social-, para disimular la sangre -si por alguna razón llegaba a brotar- cuando las mataba.

TENÍA URGENCIA DE ACABAR CON ELLAS

En torno a la figura de la multiasesina circulan diversas versiones, muchas de ellas avivadas por la crónica de la nota roja. Su pasado la persiguió, por decirlo de algún modo, ya que también al ser su caso tan mediático, la repercusión también fue grande.

No solo a través de las páginas de los periódicos se difundió su historia en el momento en que aconteció, sino con el paso de los años, una y otra vez. La buscaban reporteros para entrevistarla, los médicos estudiaban su psique, los sociólogos indagaban en los motivos más allá de lo clínico.

Foto: Biblioteca y Hemeroteca Mario Vázquez Raña / La Prensa

Y llegó un momento en el que ella no quiso más; incluso escribió su propio libro, quiso contar la historia en la que ella era la protagonista con un destino trágico, en cuya conclusión siempre alegó que se trató de un malentendido.

En primera instancia, mencionó que ella no era la responsable de todas las imputaciones que se le hacían; por otra parte, alegó que no actuó sola, sino que al principio iba acompañada de otra mujer (su comadre) que se disfrazaba igual que ella, así como también que después se hacía acompañar por un cómplice a quien llamaban El Frijol (¿pareja sentimental?) de oficio taxista y con quien repartía el botín; aunque también circuló la versión de que se trataba de un luchador a quien llamaban El Volador Ramón.

Además, hubo detenidos a quienes se les quiso imputar crímenes, por los cuales estaban en prisión, como el caso de Oliver Guzmán.

Lo cierto es que, pese a lo que se ha dicho de Juana sobre su pasado, su historia, habría que resaltar que, en efecto, pese a no haber cursado estudios profesionales o vivir en la marginalidad por muchos años, aún su destreza mental era algo notable.

Foto: Biblioteca y Hemeroteca Mario Vázquez Raña / La Prensa

Esto se pudo constatar durante el proceso de las diligencias, pues aprovechó para señalar que las autoridades no realizaron con eficiencia su trabajo: “que se dediquen a investigar para detener al único culpable y dejen de acusar a la gente que no tiene nada que ver.”

Asimismo, afirmó en reiteradas ocasiones que su detención se había logrado porque ella prácticamente se entregó y no por el trabajo de la policía; incluso, durante los careos les gritó a los agentes que si les hubiera dado 100 mil pesos la hubieran dejado libre, como ya había ocurrido en el pasado.

EXTRAÑAS SIMILITUDES

Una cuestión que ha pasado desapercibida quizás, pero que ya fue registrada en las páginas de los Archivos Secretos de Policía en 2006, es una extraña similitud entre el caso de Juana Barraza y uno ocurrido 30 años antes, de Matilde Soto.

A Matilde la asesinaron de un balazo en el tórax y su cuerpo fue arrojado al agua. Tiempo después, un equipo de antropólogos, odontólogos, médicos forenses y escultores químicos trabajaron para hacer el retrato hablado de la occisa para darlo a conocer a los medios de aquel entonces.

Gracias a esto, Matilde pudo ser reconocida y a la postre el victimario detenido.

Foto: Biblioteca y Hemeroteca Mario Vázquez Raña / La Prensa

Caso contrario ocurrió con el busto que recrearon en 2006 para identificar a la llamada Mataviejitas, ya que no coincidía con la auténtica asesina.

Pero lo curioso fue que éste, el de Juana, coincidía más con el de Matilde, incluso en un detalle que parecía imposible de determinar en la criminal, dado que las dudas sobre su sexo eran grandes; no obstante, quienes realizaron la obra decidieron añadir el detalle de una diadema, elemento que -se sabe- no solía utilizar Juana Barraza, pero que quedó plasmado en el registro fotográfico de la víctima de 1975, Matilde Soto.

RUDA DE CORAZÓN...

La Dama del Silencio

Como todas las mujeres -o quizá como una mayoría-, Juana Barraza conoció la tiranía y el oprobio, no sólo de un hombre que la esclavizó cuando fue una niña, sino la tiranía de una madre alcohólica que nunca se preocupó por su hija, sino quizá y con mayor énfasis solo por su adicción a la bebida, que a la postre la conduciría a la muerte.

La variedad de estas líneas sobre el triste caso de viejitas asesinadas, se debe no a lo que hasta la saciedad ahora se ha dicho respecto a la homicida, quizá de un modo imperfecto, siguiendo una línea azarosa.

Foto: Biblioteca y Hemeroteca Mario Vázquez Raña / La Prensa

Juana Barraza fue una asesina que se profesionalizó con base en la práctica. No estudió para llegar a ser lo que fue, simplemente a veces uno se tiene que ensuciar las manos para lograr sus objetivos, así sean siniestros y eso fue lo que hizo ella.

El porqué de sus crímenes solo ella lo sabrá y, quizá, un dios a quien no se le escape nada, porque como ella misma lo declaró: “Hay un Dios, y Dios tarda, pero no olvida”. Siempre supo cómo acabaría su historia.

El 25 de enero de 2006, durante las últimas horas de la tarde, cuando la noche comenzaba a declinar, fue detenida una mujer a quien ya le seguían la pista, de quien tenían un perfil, pero que hasta ese entonces nada concreto se sabía de ella; era sólo como un rumor vago de muerte. Incluso, el perfil criminal que se había hecho indicaba que a quien perseguían respondía a las características de un masculino.

Con base en las investigaciones de los casos -que con el paso de los años se fueron apilando-, se tenían pistas sobre su modo de operar, pero sobresalía un elemento en particular y era que todas las víctimas que seleccionaba eran personas de la tercera edad, pues debido a su vulnerabilidad, la homicida aprovechaba para matarlas con sigilo.

Pero esta asesina, hasta antes de su captura, no era más que una huella dactilar que incidentalmente un día dejó en casa de una de sus víctimas, a quien no logró asesinar -por fortuna-, pero que a partir de entonces se configuró un retrato hablado, merced a la suma de varios asesinatos con los cuales ya se le vinculaba y algunos datos recabados a partir de las declaraciones de ciertos testigos.

Foto: Biblioteca y Hemeroteca Mario Vázquez Raña / La Prensa

La vida de Juana había sido como una herida que el destino le había abierto. Y así vivió durante todos esos míseros y puercos años, a la sombra de una doble existencia que nunca cicatrizó.

No todo el mundo tuvo el privilegio de haber vivido una infancia desgraciada; lo malo radica en que ese rencor, como un karma, en cierto momento regresa no contra quien causó el daño, sino que termina pagándolo algún inocente, pues la desgracia propia se cobra con la ajena, es algo que no puede quedar impune.

Las horas no querían pasar. El día parecía lejano e inconcebible. A decir verdad, no era el día lo que ella esperaba, sino el olvido de ese tiempo que se negaba a desaparecer. Allí estaba La Dama del Silencio con Ana María Reyes Alfaro -la última en su lista no escrita de víctimas-, en su casa de la Primera Sección de la colonia Moctezuma.

Tiempo antes, Juana se dedicó a practicar el deporte del pancracio. En los encordados se hacía llamar La Dama del Silencio, debido a que ella misma se consideraba alguien silente y solitaria, por lo cual encubría su identidad ataviándose con un antifaz de mariposa y un traje rosa con vivos plateados.

Es verdad que luchó en varios cuadriláteros de diferentes partes del país, en pequeñas arenas y en varios pueblos, pero, desgraciadamente, tuvo que abandonar la lucha libre, el mundo de las máscaras, los vuelos y la libertad del cuadrilátero, a causa de una caída que la dejó lesionada, pues corría el riesgo de quedar paralítica, lo cual habría ocasionado que nunca hubiera existido la asesina que fue, ni su carrera criminal hubiera sido tan fructífera.

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