/ viernes 21 de abril de 2023

"Mía o de nadie": La imposible vida de Elena Orozco

Ciego a la culpa, y corroído por los celos, el zapatero Agapito Sandoval decidió asesinarla y luego darse muerte en 1956

Doble fatalidad en la Álamos

El fabricante de zapatos que había conocido el placer junto a ella, al final de su relación vio un atisbo del infierno, mismo que lo carcomió entre dudas y celos, y cuyo trágico desenlace fue la muerte de ambos

Ciego de ira y a punto de enloquecer por la desesperación de saber que su esposa lo engañaba, del modo que él y ella engañaron al primer marido de ésta, como lo hizo saber en una carta, Agapito Sandoval mató a Elena Orozco lleno de remordimiento y después se suicidó de un tiro en cabeza.

LA PRENSA dio cuenta así acerca de una de tantas tragedias pasionales en las que los hechos dramáticos se escenificaron el sábado 7 de abril de 1956, en el departamento 1 de la calle 5 de Febrero 764, de la colonia Álamos.

Los protagonistas, separados por un metro y medio de distancia, yacían boca arriba, entre el comedor y la cocina de ese departamento.

Agapito, el marido celoso, era fabricante de calzado, y antes de poner fin a la vida de ella para después matarse, escribió una carta al primer esposo de Elena, anunciándole, con toda claridad, que iba a matar a su esposa y que se quitaría la vida para “pagar en esa forma lo que le debía: el haberlo engañado”...

Pudo haberse evitado la tragedia, pero hubo personas que no dieron crédito a lo que anunció Agapito, y el final llegó irremisiblemente, poniendo término a una vida imposible, saturada de infidelidades, en la que la única que salió perjudicada fue la pequeña hija de Elena.

Una mortífera pistola Parabellum, calibre .9 milímetros, sirvió para este intenso drama que conmocionó a dos familias, intérpretes de escenas patéticas y de incidentes muy molestos.

Una vida agitada y difícil

Empezaremos por narrar la azarosa vida de Elena Orozco, cortada de un tiro a los 28 años de edad por infiel, por pretender jugar con dos cartas más.

Ocho años atrás del día de los hechos conoció al comerciante en carnes, José López Solís, con el que se unió en amasiato, habiendo procreado a una nena, María de la Luz, que tenía 6 años de edad cuando sucedió la tragedia.

Vivieron, según supo el reportero de este diario, César Silva Rojas, en aparente felicidad mucho tiempo, hasta que, como maldición -así lo validaron testigos- apareció en la vida de los dos el fabricante de calzado, Agapito Sandoval, con quien ella se entendió perfectamente apenas lo conoció.

El triángulo, como tantos otros, pudo ser ocultado algún tiempo, pero al final de cuentas apareció esplendente y con toda su cruda realidad a la vista del hombre engañado.

Vino la separación pese a que José adoraba a Elena y para no resistir más el saberla cerca y lejos a la vez, pues los unía espiritualmente su hija María de la Luz, José salió de México para radicarse en Hermosillo, Sonora.

Para Elena y Agapito el campo había quedado libre... Su amor duró lo que una chispa. Fue fugaz, lleno de reproches a su mujer, echándole en cara su infidelidad primera, pues no quería aceptar que lo había hecho por verdadero cariño. Sí, Agapito estaba realmente enamorado de Elena, no obstante que de ella dudaría siempre. El ejemplo dado, al engañar a su primer marido con él, lo enloquecía.

Vivía temeroso de que algún día Elena le hiciera otro tanto, como parece sucedió. Ello lo hacía salir fuera de sus casillas. Los celos le corroían en alma y lo volvieron, ante sus demás seres queridos, un hombre taciturno, callado y a la vez nervioso.

Creyó el inseguro Agapito que casándose bien haría imposible que Elena volviera a las andadas y sin más, le dio su nombre. Contrajeron matrimonio, pero no se supo dónde, cuándo ni cómo. Una cosa sí fue cierta y hubo quien lo afirmó: se casaron.

Empero había algo insoluble. Los padres de Agapito se oponían terminantemente a aceptar a Elena como esposa de su hijo, sobre todo porque conocían su pasado.

Agapito no insistió ante los suyos, pero como no tenía dinero suficiente para en algún momento “ponerle” su casa a Elena, pidió a esta que se fuera a vivir con alguien que le permitiera visitarla, pero lejos de su hija María de la Luz, a fin de que no tuviera junto a ella el recuerdo de sus pasados amoríos.

La habitación se tiñó de rojo

"Elena fue a buscar a su antigua amiga, Laura Sierra Cervantes, joven mujer que, según el propio portero del edificio donde vivía -la casa de la tragedia-, Luis Casas Cházari, era de alegre vivir, ya que hacía vida nocturna.

Laura le dio acogida, dejando incluso que durmiera en su propia recámara en tanto que ella salía a la calle.

En el mismo departamento, bastante amplio por cierto, vivía además otro matrimonio con sus hijos.

Allí era visitada Elena, casi a diario, por Agapito. Iba por ella, salían a la calle y a veces regresaba, en otras ocasiones no.

Empero, de unas tres semanas atrás del día de los terribles acontecimientos, su situación se hizo insoportable. Las riñas se sucedían con frecuencia aterradora y las escenas de celos y reproches fueron escuchadas y vistas por quienes vivían en la casa.

El viernes 6 de abril, Elena llegó asustada y le dijo a Laura: “Ya no es posible, él me quiere matar a como dé lugar. Me amenaza con un cuchillo”...

No dijo más. Al menos Laura, que sabía mucho de ella, no quiso decir de qué hablaron después.

Al día siguiente apareció Elena con el rostro amoratado por los golpes que le propinó su esposo, pero no se hizo comentario alguno. La tragedia ya se gestaba. El final se acercaba a pasos agigantados.

¿Quiere decir esto que al fin Agapito supo de la infidelidad de su esposa? Es probable, casi seguro de que así fue, a juzgar por lo que diremos más adelante, para no perder el orden cronológico de los hechos.

Cuando el reportero entró al escenario de la tragedia pudo percatarse de que la bala que quitó la vida a Agapito provocó hernia de masa encefálica. Siendo el tiro de abajo hacia arriba, en la bóveda palatina.

Recargada en el acceso que comunica la cocina con el comedor, estaba Elena, con las manos metidas en las bolsas y con horrible herida en el labio superior, donde penetró la bala. La bata quedó recogida sobre sus muslos, seguramente al movimiento de las manos sobre las bolsas.

La tragedia pudo reconstruirse, de acuerdo al criterio de los investigadores y periodistas, en la siguiente forma:

Cuando llegó Agapito y quedaron solos él y Elena, ella lo pasó a la sala y, cuando apenas habían cruzado unas palabras, se retiró ella hacia la cocina para prepararle alimentos.

Agapito, que ya tenía perfectamente preparado su plan de matar a Elena y suicidarse, acortó el tiempo antes de arrepentirse.

No esperó a pensarlo ni un minuto más. La llamó en el preciso instante en que ella, creyendo que las aguas volverían a su cauce, abrió las llaves de la estufa de gas e iba a buscarse en los bolsillos los cerillos, cuando la sorprendió el llamado de su esposo.

Estaba de pie en la puerta misma de la cocina hacia el comedor. Desde ahí pensó -o lo hizo- responderle, sin saber que él se encontraba a unos cuantos pasos con la pistola en la diestra. No tuvo tiempo de hacer ningún movimiento, como tampoco pudo lanzar el grito de espanto que quedó en su boca ante la sorpresa.

Estruendoso se escuchó el balazo y ella rodó por el piso. Acto seguido, Agapito se descerrajó el tiro en la bóveda palatina y cayó muerto al instante. Acabaron su vida y con ella sus sufrimientos en unos segundos...

LA PRENSA entrevistó a la señora Guadalupe López Solís, hermana del primer esposo de Elena. Lloraba, creemos que sinceramente.

Estrujaba en sus manos un sobre que pudimos leer: “señor José López Solís, calle Agustín Flores 56, Hermosillo, Son...”

Pero estaba vacío e inquirimos por el texto. Dijo ella, no sin trabajos, que esa carta la había escrito Agapito y que él mismo se encargó de llevarla a la casa de ella, cuya ubicación no quiso proporcionar.

En ella mencionaba Agapito su decisión. Guadalupe, que abrió la carta, ya que iba dirigida a su hermano que estaba en Hermosillo, la leyó con avidez y al darse cuenta de la terrible amenaza que encerraba fue rápidamente a la casa de una hermana de Elena y la puso al tanto de todo, pero ésta no hizo caso.

Rato más tarde, esa hermana le llevaría a Guadalupe la terrible verdad del resultado. La carta le había sido arrebatada a Guadalupe por el papá de Agapito, también de ese nombre, a quien el reportero entrevistó en su momento. El comandante Francisco Aguilar Santa Olalla y los agentes, Ignacio Garza y Ramón Collado, se la pidieron. La carta, textual, decía:

"Señor -como hemos dicho estaba dirigida a José López Solís-, Me estoy dirigiendo a usted en los últimos momentos de mi vida, para anunciarle que he pagado lo que le hice... pagué con la misma moneda y como no quiero que ella me siga haciendo daño, la desaparezco. “Desgraciadamente no tengo los mismos riñones que usted tiene para resistir un golpe así, y con mi vida le pago lo que le debo. (Firmado) Agapito Sandoval."

La carta, como pudo verse, fue muy elocuente... Agapito se sabía engañado por Elena.

Se entendía Elena con José

También se pudo saber, con documentos en la mano, que Elena y José, su primer esposo y el padre de su hija, se entendían todavía.

El reportero tuvo en su poder una carta que, fechada en Hermosillo, el 23 de marzo de ese año (1956), le dirigía, en respuesta de una que había recibido, José a Elena.

En ella, José la trataba con mucho cariño, que en sus frases denotaba, y así confesaba abiertamente que nunca la dejó de amar.

De común acuerdo hicieron planes para pasar juntos la Semana Santa. No se sabe si esto ocurrió. Al final, José le dijo que “desearía con toda el alma que Agapo ya no te frecuente, ni en tu casa ni en otras partes”, y por último, le pidió “que te retires de esa vida que llevas... Hazlo por nuestra hija”.

Ya para terminar diremos que el papá de Agapito vio por última vez a su hijo el 7 de abril de ese año a las cuatro de la tarde, en su casa de la calle Carpintería 50.

Lo notó sumamente nervioso, pero no le preguntó a qué se debía. El padre creyó que se sentía molesto porque apenas hacía tres días su hijo había regresado de Acapulco, de vacaciones, y estaría quemado por los rayos solares.

La insoportable levedad del crimen


En diciembre de 1963, una pareja de novios que se había fugado del entonces Distrito Federal fue encontrada sin vida y sus cuerpos calcinadas dentro de un automóvil, desbarrancado a unos metros del puente El Emperador, que se localiza a la altura del kilómetro 72 de la carretera antigua México-Puebla.

En aquel entonces se ignoró si la joven mujer y su acompañante ya estaban muertos cuando las llamas envolvieron el vehículo en que viajaban o, por el contrario, fueron víctimas de un criminal.

El auto verde abandonó la cinta asfáltica y veinte metros abajo quedó atorado entre unos árboles, según informó el reportero policiaco Félix Fuentes.

Agentes del Servicio Secreto y peritos dedujeron que “el fuego no se inició en el motor ni en el tanque de gasolina. Seguro que comenzó en los asientos”.

Gerardo Riofrío Tavera, de 25 años, y su novia Cirina Rivera García, de 23, quedaron muy afectados por la acción del fuego y su identificación fue difícil. El auto alguna vez perteneció a Hilario Monroy Morales, domiciliado en Emiliano Zapata 34, departamento 12, Distrito Federal.

La policía de San Martín Texmelucan, Estado de Puebla, informó que empleados de una compañía de gas cercana al conocido puente El Emperador, vieron a las 7:30 horas del miércoles 18 de diciembre de 1963, que el auto verde estaba estacionado con el frente hacia la capital de la República.

“Al poco tiempo, el auto se precipitó hacia la barranca”, dijeron.

Poco antes se habían escuchado sonidos de claxon e inmediatamente los informantes notaron una humareda. Las llamas alcanzaron gran altura y algunas personas arrojaron paletadas de tierra, hasta descubrir que dos personas estaban achicharradas en el interior del auto verde.

La pareja no presentaba indicios de ataduras u otra inmovilización provocada en forma criminal. Las portezuelas funcionaban con normalidad, no estaban aseguradas, por lo que la pareja habría podido salir con facilidad.

El cadáver de la mujer descansaba sobre la parte delantera del vehículo, abajo del tablero del automóvil y con la cabeza dirigida hacia el lado izquierdo del propio carro. Los restos del hombre se encontraban en una situación similar; se tenía la impresión que él abrazó a su compañera en los últimos momentos de sus vidas.

Un policía dijo que “solamente” se había encontrado una petaca de cuero, similar a las que usan los deportistas, dentro de la cual estaba una trusa del ahora desaparecido. El comandante del Servicio Secreto, Manuel Baena Camargo, auxiliado por los peritos Francisco Santoyo y Fernando Martín, realizó una inspección y dijo que el fuego no pudo empezar en el motor, porque el carburador no estaba flameado, como tampoco lo estaban la bobina, el distribuidor, la marcha y gran parte de los cables de conexión.

El generador tampoco fue envuelto por el fuego y aunque había algunos cables quemados, “es lógico que empezaron a quemarse desde el tablero que sí quedó altamente dañado”, sentenció.

Además, el fuego tampoco se inició en el tanque de gasolina, pues quedaban como 20 litros, aparte de que “se habría producido una explosión”. No busquemos más –dijo el comandante-, “el siniestro comenzó en el lugar donde se encontraban los asientos, las llamas produjeron su mayor efecto en la parte media del auto”.

En el anfiteatro local no fue realizada la autopsia porque “era imposible apreciar heridas en aquellos restos dañados”.

La mujer llevaba un anillo con dos piedras, una roja y otra amarilla. También portaba dos suéteres, uno gris, grueso -según vestigios rescatados por detectives capitalinos-, y otro rojo, de los llamados “ban-lon”. El vestido era verde con flores blancas y rojas, alineadas horizontalmente. El joven tenía puesta, al morir, una chamarra de pana café. Por último, los expertos encontraron un reloj de mujer. No se descartaba la posibilidad de un pacto suicida.

Por ejemplo, pudo haber sucedido que la pareja apuró algún veneno potente antes que le fuese prendido fuego al auto y lanzado al vacío por alguno de los enamorados.

Entre los escombros del auto se halló un cilindro y un cañón de pistola, calibre .22 milímetros. Por lo menos, cuatro de las seis balas fueron disparadas con el arma y las otras dos por efecto del calor. Las llaves del vehículo estaban conectadas al switch; el auto no estaba reportado como robado y era modelo 1949.

Más tarde, Alfonso Espíndola Hernández dijo que su cuñado Gerardo Riofrío Tavera manejaba el auto que fue encontrado en la carretera antigua México-Puebla. Gerardo atendía la tlapalería El Surtidor, en la Avenida 3-A, número 177, colonia Santa Rosa, Distrito Federal.

Ya estaban muertos cuando el auto comenzó a arder en llamas

Federal fue encontrada sin vida y sus cuerpos calcinadas dentro de un automóvil, desbarrancado a unos metros del puente El Emperador, que se localiza a la altura del kilómetro 72 de la carretera antigua México-Puebla.

En aquel entonces se ignoró si la joven mujer y su acompañante ya estaban muertos cuando las llamas envolvieron el vehículo en que viajaban o, por el contrario, fueron víctimas de un criminal.

El auto verde abandonó la cinta asfáltica y veinte metros abajo quedó atorado entre unos árboles, según informó el reportero policiaco Félix Fuentes.

Agentes del Servicio Secreto y peritos dedujeron que “el fuego no se inició en el motor ni en el tanque de gasolina. Seguro que comenzó en los asientos”.

Gerardo Riofrío Tavera, de 25 años, y su novia Cirina Rivera García, de 23, quedaron muy afectados por la acción del fuego y su identificación fue difícil. El auto alguna vez perteneció a Hilario Monroy Morales, domiciliado en Emiliano Zapata 34, departamento 12, Distrito Federal.

La policía de San Martín Texmelucan, Estado de Puebla, informó que empleados de una compañía de gas cercana al conocido puente El Emperador, vieron a las 7:30 horas del miércoles 18 de diciembre de 1963, que el auto verde estaba estacionado con el frente hacia la capital de la República.

“Al poco tiempo, el auto se precipitó hacia la barranca”, dijeron.

Poco antes se habían escuchado sonidos de claxon e inmediatamente los informantes notaron una humareda. Las llamas alcanzaron gran altura y algunas personas arrojaron paletadas de tierra, hasta descubrir que dos personas estaban achicharradas en el interior del auto verde.

La pareja no presentaba indicios de ataduras u otra inmovilización provocada en forma criminal. Las portezuelas funcionaban con normalidad, no estaban aseguradas, por lo que la pareja habría podido salir con facilidad.

El cadáver de la mujer descansaba sobre la parte delantera del vehículo, abajo del tablero del automóvil y con la cabeza dirigida hacia el lado izquierdo del propio carro. Los restos del hombre se encontraban en una situación similar; se tenía la impresión que él abrazó a su compañera en los últimos momentos de sus vidas.

Un policía dijo que “solamente” se había encontrado una petaca de cuero, similar a las que usan los deportistas, dentro de la cual estaba una trusa del ahora desaparecido. El comandante del Servicio Secreto, Manuel Baena Camargo, auxiliado por los peritos Francisco Santoyo y Fernando Martín, realizó una inspección y dijo que el fuego no pudo empezar en el motor, porque el carburador no estaba flameado, como tampoco lo estaban la bobina, el distribuidor, la marcha y gran parte de los cables de conexión.

El generador tampoco fue envuelto por el fuego y aunque había algunos cables quemados, “es lógico que empezaron a quemarse desde el tablero que sí quedó altamente dañado”, sentenció.

Además, el fuego tampoco se inició en el tanque de gasolina, pues quedaban como 20 litros, aparte de que “se habría producido una explosión”. No busquemos más –dijo el comandante-, “el siniestro comenzó en el lugar donde se encontraban los asientos, las llamas produjeron su mayor efecto en la parte media del auto”.

En el anfiteatro local no fue realizada la autopsia porque “era imposible apreciar heridas en aquellos restos dañados”.

La mujer llevaba un anillo con dos piedras, una roja y otra amarilla. También portaba dos suéteres, uno gris, grueso -según vestigios rescatados por detectives capitalinos-, y otro rojo, de los llamados “ban-lon”. El vestido era verde con flores blancas y rojas, alineadas horizontalmente. El joven tenía puesta, al morir, una chamarra de pana café. Por último, los expertos encontraron un reloj de mujer. No se descartaba la posibilidad de un pacto suicida.

Por ejemplo, pudo haber sucedido que la pareja apuró algún veneno potente antes que le fuese prendido fuego al auto y lanzado al vacío por alguno de los enamorados.

Entre los escombros del auto se halló un cilindro y un cañón de pistola, calibre .22 milímetros. Por lo menos, cuatro de las seis balas fueron disparadas con el arma y las otras dos por efecto del calor. Las llaves del vehículo estaban conectadas al switch; el auto no estaba reportado como robado y era modelo 1949.

Más tarde, Alfonso Espíndola Hernández dijo que su cuñado Gerardo Riofrío Tavera manejaba el auto que fue encontrado en la carretera antigua México-Puebla. Gerardo atendía la tlapalería El Surtidor, en la Avenida 3-A, número 177, colonia Santa Rosa, Distrito Federal.

El sábado 14 de diciembre de 1963 salió Gerardo para entrevistarse con su novia Cirina, quien vivía en Puente de Vigas, Estado de México. Una hermana informó que la joven se había fugado con Gerardo y que había comprado el auto al mecánico Juan García Ruiz.

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Al otro día se supo que los occisos presentaban dos heridas de bala en el tórax, por lo que la teoría del homicidio-suicidio parecía tambalearse.

Ana María Rivera García recibió una carta de su hermana Cirina. El sobre estaba sellado en el Estado de Morelos. La ya desaparecida mencionaba en el documento que “era feliz y que Gerardo la quería más de lo que se podía imaginar. Por lo tanto, se irían lejos, a donde no se volviera a saber de ellos”.

La joven envió una foto donde aparecían los novios en traje de baño en un balneario morelense. Los forenses dijeron que a Cirina “se le incrustaron dos balas en el hemitórax izquierdo, un proyectil le perforó el corazón, el pulmón izquierdo y el bazo”.

En cuanto a Gerardo, dos balazos le penetraron en el lado izquierdo y un proyectil perforó el corazón. Como entonces se hablaba casi con base en teorías personales, se afirmó que “el crimen y suicidio debían ser descartados porque nadie se da dos balazos (?), rocía con gasolina los asientos de un auto, prende fuego y lo pone en marcha”. Se olvidaban que se puede matar a una acompañante, prender fuego a un auto y acelerarlo hacia el vacío, segundos antes de hacer fuego para un suicidio.

(¿Acaso se iba a aprehender como sospechosos a los empleados gaseros, que vieron estacionado el auto y escucharon una explosión antes que el vehículo fuera enfilado al abismo?).

Cuando se afirmó que era “doble homicidio”, los denunciantes desaparecieron para no ser víctimas de las injusticias que por imprudencia o mala fe comete en algunas ocasiones la policía.

El Servicio Secreto “descubrió” después o reconoció que en el auto había “una lata de cinco litros, vacía, que probablemente contuvo gasolina”. Entonces, la madre de Gerardo dijo que ella era dueña de un arma calibre .22 milímetros, que su hijo se la había llevado cuando partió con su novia Cirina.

Y como muchas personas hacen o hacían, para evitar que “la mancha de un suicidio les alcance familiarmente”, un pariente de Gerardo entregó tardíamente un documento considerado póstumo, donde el joven pedía perdón a su madre por haberse ido y afirmaba que Cirina era absolutamente confiable como hija de familia y como compañera, a pesar de que algunas personas la habían calumniado.

Poco a poco la mayoría de los parientes reconocieron la existencia de una pistola, calibre.22 milímetros, en poder de Gerardo. Para confirmar que Gerardo debió ser el que disparó contra Cirina y luego incendió el auto, aceleró y se dio dos balazos; se entregaron los dictámenes de balística.

No había duda que las balas habían sido disparadas con el arma semidestruida por el fuego. La policía, por su parte, estaba segura que el arma era de Gerardo, pues no se daba aún el caso que algún asesino fuera tan tonto de matar y dejar su propia arma en el lugar de los hechos.

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El joven tenía motivos, según él, para abandonar el mundo, pues le habían impedido casarse con Cirina, a quien varias personas calumniaron, incluidas varias fotografías alteradas para que Gerardo creyera que “lo engañaba con otro”.

Y en lugar de entregarle los 20,000 pesos que le correspondían de una herencia, sólo le fueron entregados 5,000, que el muchacho no quería aceptar. En su carta póstuma -que fue ocultada un tiempo por sus familiares- Gerardo mencionaba también que ya no le importaba la herencia, pues “Ciri” le había convencido de renunciar al dinero, ya que a ella sólo le importaba el cariño de quien sería su esposo para toda la vida.

En cuanto a una fotografía, Gerardo pidió que “la amplificaran y les recordaran siempre”. Por no dejar y para justificar el desconcierto, el Servicio Secreto arrestó como “presunto asesino” de la pareja a un individuo de nombre Armando Pérez. Pero casi en seguida lo dejó en libertad tras negar que “la versión no era oficial”.

Obviamente, la progenitora de Gerardo enfermó tras el avance de las equivocadas investigaciones. Se llegó a la conclusión más lógica: la pareja no pudo ser asesinada por un “celoso”, ya que a nadie le dijeron los novios que “se daban a la fuga para ser felices”.

Tampoco anunciaron su itinerario. Por lo tanto, ¿quién iba a seguirlos durante días, para matarlos a tiros con el arma de Gerardo, entre las 7:30y las 8:00 horas del miércoles 18 de diciembre de 1963, para sacar gasolina en un bote de cinco litros, prenderle fuego al auto, arrojar el auto al abismo y huir, sin que decenas de automovilistas se dieran cuenta?

La letra de los protagonistas del presunto pacto suicida correspondía a la manuscrita de Gerardo y Cirina, en las cartas póstumas que dejaron. Así, lo que parecía un doble crimen, quedó registrado como crimen y suicidio, aunque perpetrados en circunstancias difíciles de aceptar por personas poco afectas a reflexionar con serenidad.


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Doble fatalidad en la Álamos

El fabricante de zapatos que había conocido el placer junto a ella, al final de su relación vio un atisbo del infierno, mismo que lo carcomió entre dudas y celos, y cuyo trágico desenlace fue la muerte de ambos

Ciego de ira y a punto de enloquecer por la desesperación de saber que su esposa lo engañaba, del modo que él y ella engañaron al primer marido de ésta, como lo hizo saber en una carta, Agapito Sandoval mató a Elena Orozco lleno de remordimiento y después se suicidó de un tiro en cabeza.

LA PRENSA dio cuenta así acerca de una de tantas tragedias pasionales en las que los hechos dramáticos se escenificaron el sábado 7 de abril de 1956, en el departamento 1 de la calle 5 de Febrero 764, de la colonia Álamos.

Los protagonistas, separados por un metro y medio de distancia, yacían boca arriba, entre el comedor y la cocina de ese departamento.

Agapito, el marido celoso, era fabricante de calzado, y antes de poner fin a la vida de ella para después matarse, escribió una carta al primer esposo de Elena, anunciándole, con toda claridad, que iba a matar a su esposa y que se quitaría la vida para “pagar en esa forma lo que le debía: el haberlo engañado”...

Pudo haberse evitado la tragedia, pero hubo personas que no dieron crédito a lo que anunció Agapito, y el final llegó irremisiblemente, poniendo término a una vida imposible, saturada de infidelidades, en la que la única que salió perjudicada fue la pequeña hija de Elena.

Una mortífera pistola Parabellum, calibre .9 milímetros, sirvió para este intenso drama que conmocionó a dos familias, intérpretes de escenas patéticas y de incidentes muy molestos.

Una vida agitada y difícil

Empezaremos por narrar la azarosa vida de Elena Orozco, cortada de un tiro a los 28 años de edad por infiel, por pretender jugar con dos cartas más.

Ocho años atrás del día de los hechos conoció al comerciante en carnes, José López Solís, con el que se unió en amasiato, habiendo procreado a una nena, María de la Luz, que tenía 6 años de edad cuando sucedió la tragedia.

Vivieron, según supo el reportero de este diario, César Silva Rojas, en aparente felicidad mucho tiempo, hasta que, como maldición -así lo validaron testigos- apareció en la vida de los dos el fabricante de calzado, Agapito Sandoval, con quien ella se entendió perfectamente apenas lo conoció.

El triángulo, como tantos otros, pudo ser ocultado algún tiempo, pero al final de cuentas apareció esplendente y con toda su cruda realidad a la vista del hombre engañado.

Vino la separación pese a que José adoraba a Elena y para no resistir más el saberla cerca y lejos a la vez, pues los unía espiritualmente su hija María de la Luz, José salió de México para radicarse en Hermosillo, Sonora.

Para Elena y Agapito el campo había quedado libre... Su amor duró lo que una chispa. Fue fugaz, lleno de reproches a su mujer, echándole en cara su infidelidad primera, pues no quería aceptar que lo había hecho por verdadero cariño. Sí, Agapito estaba realmente enamorado de Elena, no obstante que de ella dudaría siempre. El ejemplo dado, al engañar a su primer marido con él, lo enloquecía.

Vivía temeroso de que algún día Elena le hiciera otro tanto, como parece sucedió. Ello lo hacía salir fuera de sus casillas. Los celos le corroían en alma y lo volvieron, ante sus demás seres queridos, un hombre taciturno, callado y a la vez nervioso.

Creyó el inseguro Agapito que casándose bien haría imposible que Elena volviera a las andadas y sin más, le dio su nombre. Contrajeron matrimonio, pero no se supo dónde, cuándo ni cómo. Una cosa sí fue cierta y hubo quien lo afirmó: se casaron.

Empero había algo insoluble. Los padres de Agapito se oponían terminantemente a aceptar a Elena como esposa de su hijo, sobre todo porque conocían su pasado.

Agapito no insistió ante los suyos, pero como no tenía dinero suficiente para en algún momento “ponerle” su casa a Elena, pidió a esta que se fuera a vivir con alguien que le permitiera visitarla, pero lejos de su hija María de la Luz, a fin de que no tuviera junto a ella el recuerdo de sus pasados amoríos.

La habitación se tiñó de rojo

"Elena fue a buscar a su antigua amiga, Laura Sierra Cervantes, joven mujer que, según el propio portero del edificio donde vivía -la casa de la tragedia-, Luis Casas Cházari, era de alegre vivir, ya que hacía vida nocturna.

Laura le dio acogida, dejando incluso que durmiera en su propia recámara en tanto que ella salía a la calle.

En el mismo departamento, bastante amplio por cierto, vivía además otro matrimonio con sus hijos.

Allí era visitada Elena, casi a diario, por Agapito. Iba por ella, salían a la calle y a veces regresaba, en otras ocasiones no.

Empero, de unas tres semanas atrás del día de los terribles acontecimientos, su situación se hizo insoportable. Las riñas se sucedían con frecuencia aterradora y las escenas de celos y reproches fueron escuchadas y vistas por quienes vivían en la casa.

El viernes 6 de abril, Elena llegó asustada y le dijo a Laura: “Ya no es posible, él me quiere matar a como dé lugar. Me amenaza con un cuchillo”...

No dijo más. Al menos Laura, que sabía mucho de ella, no quiso decir de qué hablaron después.

Al día siguiente apareció Elena con el rostro amoratado por los golpes que le propinó su esposo, pero no se hizo comentario alguno. La tragedia ya se gestaba. El final se acercaba a pasos agigantados.

¿Quiere decir esto que al fin Agapito supo de la infidelidad de su esposa? Es probable, casi seguro de que así fue, a juzgar por lo que diremos más adelante, para no perder el orden cronológico de los hechos.

Cuando el reportero entró al escenario de la tragedia pudo percatarse de que la bala que quitó la vida a Agapito provocó hernia de masa encefálica. Siendo el tiro de abajo hacia arriba, en la bóveda palatina.

Recargada en el acceso que comunica la cocina con el comedor, estaba Elena, con las manos metidas en las bolsas y con horrible herida en el labio superior, donde penetró la bala. La bata quedó recogida sobre sus muslos, seguramente al movimiento de las manos sobre las bolsas.

La tragedia pudo reconstruirse, de acuerdo al criterio de los investigadores y periodistas, en la siguiente forma:

Cuando llegó Agapito y quedaron solos él y Elena, ella lo pasó a la sala y, cuando apenas habían cruzado unas palabras, se retiró ella hacia la cocina para prepararle alimentos.

Agapito, que ya tenía perfectamente preparado su plan de matar a Elena y suicidarse, acortó el tiempo antes de arrepentirse.

No esperó a pensarlo ni un minuto más. La llamó en el preciso instante en que ella, creyendo que las aguas volverían a su cauce, abrió las llaves de la estufa de gas e iba a buscarse en los bolsillos los cerillos, cuando la sorprendió el llamado de su esposo.

Estaba de pie en la puerta misma de la cocina hacia el comedor. Desde ahí pensó -o lo hizo- responderle, sin saber que él se encontraba a unos cuantos pasos con la pistola en la diestra. No tuvo tiempo de hacer ningún movimiento, como tampoco pudo lanzar el grito de espanto que quedó en su boca ante la sorpresa.

Estruendoso se escuchó el balazo y ella rodó por el piso. Acto seguido, Agapito se descerrajó el tiro en la bóveda palatina y cayó muerto al instante. Acabaron su vida y con ella sus sufrimientos en unos segundos...

LA PRENSA entrevistó a la señora Guadalupe López Solís, hermana del primer esposo de Elena. Lloraba, creemos que sinceramente.

Estrujaba en sus manos un sobre que pudimos leer: “señor José López Solís, calle Agustín Flores 56, Hermosillo, Son...”

Pero estaba vacío e inquirimos por el texto. Dijo ella, no sin trabajos, que esa carta la había escrito Agapito y que él mismo se encargó de llevarla a la casa de ella, cuya ubicación no quiso proporcionar.

En ella mencionaba Agapito su decisión. Guadalupe, que abrió la carta, ya que iba dirigida a su hermano que estaba en Hermosillo, la leyó con avidez y al darse cuenta de la terrible amenaza que encerraba fue rápidamente a la casa de una hermana de Elena y la puso al tanto de todo, pero ésta no hizo caso.

Rato más tarde, esa hermana le llevaría a Guadalupe la terrible verdad del resultado. La carta le había sido arrebatada a Guadalupe por el papá de Agapito, también de ese nombre, a quien el reportero entrevistó en su momento. El comandante Francisco Aguilar Santa Olalla y los agentes, Ignacio Garza y Ramón Collado, se la pidieron. La carta, textual, decía:

"Señor -como hemos dicho estaba dirigida a José López Solís-, Me estoy dirigiendo a usted en los últimos momentos de mi vida, para anunciarle que he pagado lo que le hice... pagué con la misma moneda y como no quiero que ella me siga haciendo daño, la desaparezco. “Desgraciadamente no tengo los mismos riñones que usted tiene para resistir un golpe así, y con mi vida le pago lo que le debo. (Firmado) Agapito Sandoval."

La carta, como pudo verse, fue muy elocuente... Agapito se sabía engañado por Elena.

Se entendía Elena con José

También se pudo saber, con documentos en la mano, que Elena y José, su primer esposo y el padre de su hija, se entendían todavía.

El reportero tuvo en su poder una carta que, fechada en Hermosillo, el 23 de marzo de ese año (1956), le dirigía, en respuesta de una que había recibido, José a Elena.

En ella, José la trataba con mucho cariño, que en sus frases denotaba, y así confesaba abiertamente que nunca la dejó de amar.

De común acuerdo hicieron planes para pasar juntos la Semana Santa. No se sabe si esto ocurrió. Al final, José le dijo que “desearía con toda el alma que Agapo ya no te frecuente, ni en tu casa ni en otras partes”, y por último, le pidió “que te retires de esa vida que llevas... Hazlo por nuestra hija”.

Ya para terminar diremos que el papá de Agapito vio por última vez a su hijo el 7 de abril de ese año a las cuatro de la tarde, en su casa de la calle Carpintería 50.

Lo notó sumamente nervioso, pero no le preguntó a qué se debía. El padre creyó que se sentía molesto porque apenas hacía tres días su hijo había regresado de Acapulco, de vacaciones, y estaría quemado por los rayos solares.

La insoportable levedad del crimen


En diciembre de 1963, una pareja de novios que se había fugado del entonces Distrito Federal fue encontrada sin vida y sus cuerpos calcinadas dentro de un automóvil, desbarrancado a unos metros del puente El Emperador, que se localiza a la altura del kilómetro 72 de la carretera antigua México-Puebla.

En aquel entonces se ignoró si la joven mujer y su acompañante ya estaban muertos cuando las llamas envolvieron el vehículo en que viajaban o, por el contrario, fueron víctimas de un criminal.

El auto verde abandonó la cinta asfáltica y veinte metros abajo quedó atorado entre unos árboles, según informó el reportero policiaco Félix Fuentes.

Agentes del Servicio Secreto y peritos dedujeron que “el fuego no se inició en el motor ni en el tanque de gasolina. Seguro que comenzó en los asientos”.

Gerardo Riofrío Tavera, de 25 años, y su novia Cirina Rivera García, de 23, quedaron muy afectados por la acción del fuego y su identificación fue difícil. El auto alguna vez perteneció a Hilario Monroy Morales, domiciliado en Emiliano Zapata 34, departamento 12, Distrito Federal.

La policía de San Martín Texmelucan, Estado de Puebla, informó que empleados de una compañía de gas cercana al conocido puente El Emperador, vieron a las 7:30 horas del miércoles 18 de diciembre de 1963, que el auto verde estaba estacionado con el frente hacia la capital de la República.

“Al poco tiempo, el auto se precipitó hacia la barranca”, dijeron.

Poco antes se habían escuchado sonidos de claxon e inmediatamente los informantes notaron una humareda. Las llamas alcanzaron gran altura y algunas personas arrojaron paletadas de tierra, hasta descubrir que dos personas estaban achicharradas en el interior del auto verde.

La pareja no presentaba indicios de ataduras u otra inmovilización provocada en forma criminal. Las portezuelas funcionaban con normalidad, no estaban aseguradas, por lo que la pareja habría podido salir con facilidad.

El cadáver de la mujer descansaba sobre la parte delantera del vehículo, abajo del tablero del automóvil y con la cabeza dirigida hacia el lado izquierdo del propio carro. Los restos del hombre se encontraban en una situación similar; se tenía la impresión que él abrazó a su compañera en los últimos momentos de sus vidas.

Un policía dijo que “solamente” se había encontrado una petaca de cuero, similar a las que usan los deportistas, dentro de la cual estaba una trusa del ahora desaparecido. El comandante del Servicio Secreto, Manuel Baena Camargo, auxiliado por los peritos Francisco Santoyo y Fernando Martín, realizó una inspección y dijo que el fuego no pudo empezar en el motor, porque el carburador no estaba flameado, como tampoco lo estaban la bobina, el distribuidor, la marcha y gran parte de los cables de conexión.

El generador tampoco fue envuelto por el fuego y aunque había algunos cables quemados, “es lógico que empezaron a quemarse desde el tablero que sí quedó altamente dañado”, sentenció.

Además, el fuego tampoco se inició en el tanque de gasolina, pues quedaban como 20 litros, aparte de que “se habría producido una explosión”. No busquemos más –dijo el comandante-, “el siniestro comenzó en el lugar donde se encontraban los asientos, las llamas produjeron su mayor efecto en la parte media del auto”.

En el anfiteatro local no fue realizada la autopsia porque “era imposible apreciar heridas en aquellos restos dañados”.

La mujer llevaba un anillo con dos piedras, una roja y otra amarilla. También portaba dos suéteres, uno gris, grueso -según vestigios rescatados por detectives capitalinos-, y otro rojo, de los llamados “ban-lon”. El vestido era verde con flores blancas y rojas, alineadas horizontalmente. El joven tenía puesta, al morir, una chamarra de pana café. Por último, los expertos encontraron un reloj de mujer. No se descartaba la posibilidad de un pacto suicida.

Por ejemplo, pudo haber sucedido que la pareja apuró algún veneno potente antes que le fuese prendido fuego al auto y lanzado al vacío por alguno de los enamorados.

Entre los escombros del auto se halló un cilindro y un cañón de pistola, calibre .22 milímetros. Por lo menos, cuatro de las seis balas fueron disparadas con el arma y las otras dos por efecto del calor. Las llaves del vehículo estaban conectadas al switch; el auto no estaba reportado como robado y era modelo 1949.

Más tarde, Alfonso Espíndola Hernández dijo que su cuñado Gerardo Riofrío Tavera manejaba el auto que fue encontrado en la carretera antigua México-Puebla. Gerardo atendía la tlapalería El Surtidor, en la Avenida 3-A, número 177, colonia Santa Rosa, Distrito Federal.

Ya estaban muertos cuando el auto comenzó a arder en llamas

Federal fue encontrada sin vida y sus cuerpos calcinadas dentro de un automóvil, desbarrancado a unos metros del puente El Emperador, que se localiza a la altura del kilómetro 72 de la carretera antigua México-Puebla.

En aquel entonces se ignoró si la joven mujer y su acompañante ya estaban muertos cuando las llamas envolvieron el vehículo en que viajaban o, por el contrario, fueron víctimas de un criminal.

El auto verde abandonó la cinta asfáltica y veinte metros abajo quedó atorado entre unos árboles, según informó el reportero policiaco Félix Fuentes.

Agentes del Servicio Secreto y peritos dedujeron que “el fuego no se inició en el motor ni en el tanque de gasolina. Seguro que comenzó en los asientos”.

Gerardo Riofrío Tavera, de 25 años, y su novia Cirina Rivera García, de 23, quedaron muy afectados por la acción del fuego y su identificación fue difícil. El auto alguna vez perteneció a Hilario Monroy Morales, domiciliado en Emiliano Zapata 34, departamento 12, Distrito Federal.

La policía de San Martín Texmelucan, Estado de Puebla, informó que empleados de una compañía de gas cercana al conocido puente El Emperador, vieron a las 7:30 horas del miércoles 18 de diciembre de 1963, que el auto verde estaba estacionado con el frente hacia la capital de la República.

“Al poco tiempo, el auto se precipitó hacia la barranca”, dijeron.

Poco antes se habían escuchado sonidos de claxon e inmediatamente los informantes notaron una humareda. Las llamas alcanzaron gran altura y algunas personas arrojaron paletadas de tierra, hasta descubrir que dos personas estaban achicharradas en el interior del auto verde.

La pareja no presentaba indicios de ataduras u otra inmovilización provocada en forma criminal. Las portezuelas funcionaban con normalidad, no estaban aseguradas, por lo que la pareja habría podido salir con facilidad.

El cadáver de la mujer descansaba sobre la parte delantera del vehículo, abajo del tablero del automóvil y con la cabeza dirigida hacia el lado izquierdo del propio carro. Los restos del hombre se encontraban en una situación similar; se tenía la impresión que él abrazó a su compañera en los últimos momentos de sus vidas.

Un policía dijo que “solamente” se había encontrado una petaca de cuero, similar a las que usan los deportistas, dentro de la cual estaba una trusa del ahora desaparecido. El comandante del Servicio Secreto, Manuel Baena Camargo, auxiliado por los peritos Francisco Santoyo y Fernando Martín, realizó una inspección y dijo que el fuego no pudo empezar en el motor, porque el carburador no estaba flameado, como tampoco lo estaban la bobina, el distribuidor, la marcha y gran parte de los cables de conexión.

El generador tampoco fue envuelto por el fuego y aunque había algunos cables quemados, “es lógico que empezaron a quemarse desde el tablero que sí quedó altamente dañado”, sentenció.

Además, el fuego tampoco se inició en el tanque de gasolina, pues quedaban como 20 litros, aparte de que “se habría producido una explosión”. No busquemos más –dijo el comandante-, “el siniestro comenzó en el lugar donde se encontraban los asientos, las llamas produjeron su mayor efecto en la parte media del auto”.

En el anfiteatro local no fue realizada la autopsia porque “era imposible apreciar heridas en aquellos restos dañados”.

La mujer llevaba un anillo con dos piedras, una roja y otra amarilla. También portaba dos suéteres, uno gris, grueso -según vestigios rescatados por detectives capitalinos-, y otro rojo, de los llamados “ban-lon”. El vestido era verde con flores blancas y rojas, alineadas horizontalmente. El joven tenía puesta, al morir, una chamarra de pana café. Por último, los expertos encontraron un reloj de mujer. No se descartaba la posibilidad de un pacto suicida.

Por ejemplo, pudo haber sucedido que la pareja apuró algún veneno potente antes que le fuese prendido fuego al auto y lanzado al vacío por alguno de los enamorados.

Entre los escombros del auto se halló un cilindro y un cañón de pistola, calibre .22 milímetros. Por lo menos, cuatro de las seis balas fueron disparadas con el arma y las otras dos por efecto del calor. Las llaves del vehículo estaban conectadas al switch; el auto no estaba reportado como robado y era modelo 1949.

Más tarde, Alfonso Espíndola Hernández dijo que su cuñado Gerardo Riofrío Tavera manejaba el auto que fue encontrado en la carretera antigua México-Puebla. Gerardo atendía la tlapalería El Surtidor, en la Avenida 3-A, número 177, colonia Santa Rosa, Distrito Federal.

El sábado 14 de diciembre de 1963 salió Gerardo para entrevistarse con su novia Cirina, quien vivía en Puente de Vigas, Estado de México. Una hermana informó que la joven se había fugado con Gerardo y que había comprado el auto al mecánico Juan García Ruiz.

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Al otro día se supo que los occisos presentaban dos heridas de bala en el tórax, por lo que la teoría del homicidio-suicidio parecía tambalearse.

Ana María Rivera García recibió una carta de su hermana Cirina. El sobre estaba sellado en el Estado de Morelos. La ya desaparecida mencionaba en el documento que “era feliz y que Gerardo la quería más de lo que se podía imaginar. Por lo tanto, se irían lejos, a donde no se volviera a saber de ellos”.

La joven envió una foto donde aparecían los novios en traje de baño en un balneario morelense. Los forenses dijeron que a Cirina “se le incrustaron dos balas en el hemitórax izquierdo, un proyectil le perforó el corazón, el pulmón izquierdo y el bazo”.

En cuanto a Gerardo, dos balazos le penetraron en el lado izquierdo y un proyectil perforó el corazón. Como entonces se hablaba casi con base en teorías personales, se afirmó que “el crimen y suicidio debían ser descartados porque nadie se da dos balazos (?), rocía con gasolina los asientos de un auto, prende fuego y lo pone en marcha”. Se olvidaban que se puede matar a una acompañante, prender fuego a un auto y acelerarlo hacia el vacío, segundos antes de hacer fuego para un suicidio.

(¿Acaso se iba a aprehender como sospechosos a los empleados gaseros, que vieron estacionado el auto y escucharon una explosión antes que el vehículo fuera enfilado al abismo?).

Cuando se afirmó que era “doble homicidio”, los denunciantes desaparecieron para no ser víctimas de las injusticias que por imprudencia o mala fe comete en algunas ocasiones la policía.

El Servicio Secreto “descubrió” después o reconoció que en el auto había “una lata de cinco litros, vacía, que probablemente contuvo gasolina”. Entonces, la madre de Gerardo dijo que ella era dueña de un arma calibre .22 milímetros, que su hijo se la había llevado cuando partió con su novia Cirina.

Y como muchas personas hacen o hacían, para evitar que “la mancha de un suicidio les alcance familiarmente”, un pariente de Gerardo entregó tardíamente un documento considerado póstumo, donde el joven pedía perdón a su madre por haberse ido y afirmaba que Cirina era absolutamente confiable como hija de familia y como compañera, a pesar de que algunas personas la habían calumniado.

Poco a poco la mayoría de los parientes reconocieron la existencia de una pistola, calibre.22 milímetros, en poder de Gerardo. Para confirmar que Gerardo debió ser el que disparó contra Cirina y luego incendió el auto, aceleró y se dio dos balazos; se entregaron los dictámenes de balística.

No había duda que las balas habían sido disparadas con el arma semidestruida por el fuego. La policía, por su parte, estaba segura que el arma era de Gerardo, pues no se daba aún el caso que algún asesino fuera tan tonto de matar y dejar su propia arma en el lugar de los hechos.

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El joven tenía motivos, según él, para abandonar el mundo, pues le habían impedido casarse con Cirina, a quien varias personas calumniaron, incluidas varias fotografías alteradas para que Gerardo creyera que “lo engañaba con otro”.

Y en lugar de entregarle los 20,000 pesos que le correspondían de una herencia, sólo le fueron entregados 5,000, que el muchacho no quería aceptar. En su carta póstuma -que fue ocultada un tiempo por sus familiares- Gerardo mencionaba también que ya no le importaba la herencia, pues “Ciri” le había convencido de renunciar al dinero, ya que a ella sólo le importaba el cariño de quien sería su esposo para toda la vida.

En cuanto a una fotografía, Gerardo pidió que “la amplificaran y les recordaran siempre”. Por no dejar y para justificar el desconcierto, el Servicio Secreto arrestó como “presunto asesino” de la pareja a un individuo de nombre Armando Pérez. Pero casi en seguida lo dejó en libertad tras negar que “la versión no era oficial”.

Obviamente, la progenitora de Gerardo enfermó tras el avance de las equivocadas investigaciones. Se llegó a la conclusión más lógica: la pareja no pudo ser asesinada por un “celoso”, ya que a nadie le dijeron los novios que “se daban a la fuga para ser felices”.

Tampoco anunciaron su itinerario. Por lo tanto, ¿quién iba a seguirlos durante días, para matarlos a tiros con el arma de Gerardo, entre las 7:30y las 8:00 horas del miércoles 18 de diciembre de 1963, para sacar gasolina en un bote de cinco litros, prenderle fuego al auto, arrojar el auto al abismo y huir, sin que decenas de automovilistas se dieran cuenta?

La letra de los protagonistas del presunto pacto suicida correspondía a la manuscrita de Gerardo y Cirina, en las cartas póstumas que dejaron. Así, lo que parecía un doble crimen, quedó registrado como crimen y suicidio, aunque perpetrados en circunstancias difíciles de aceptar por personas poco afectas a reflexionar con serenidad.


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