/ viernes 21 de agosto de 2020

¿Es posible medir la felicidad?

La dignidad de las personas es la base en la que se asientan los derechos humanos y todo lo que de ellos se deriva, es un bien jurídico cuya garantía está prevista en la Constitución. Es decir, no es un concepto abstracto, sino bien dilucidado en nuestro marco legal y en los sistemas universal e interamericano de los derechos humanos y puede afirmarse que el ejercicio de este derecho, valor supremo, es inherente a la felicidad, medida ésta como el índice de desarrollo humano.

La Declaración Americana de los Derechos y Deberes del Hombres considera que la dignidad tiene que ver con “la protección de los derechos esenciales del hombre y la creación de circunstancias que le permitan progresar espiritual y materialmente y alcanzar la felicidad. ¿Cómo materializar desde este enfoque la felicidad? La respuesta más aceptada es permitir que las capacidades de las personas aumenten y les permitan disfrutar de mayores opciones a lo largo de su vida.

Algunas capacidades se van construyendo a lo largo de toda la vida, pero otras son básicas y tienen que ver con las políticas públicas, por ejemplo como la sobrevivencia al nacer o el nivel educativo, o tener mejores ingresos a través de las oportunidades de trabajo. De este modo las personas pueden “escapar” del hambre, la enfermedad y la pobreza.

En relación con esto, la idea de que el PIB o PNB no son los mecanismos más certeros para medir el desarrollo de un país y de sus habitantes es un postulado viejo y en mucho se debe al trabajo de un grupo de economistas liberales, pioneros de un movimiento que se dio por llamar “la revolución del desarrollo humano”, basado en teorías que cobraron fuerza en los ochenta y en su momento consideradas “herejes” por oponerse a los paradigmas que prevalecían hasta entonces.

Uno de sus máximos representantes fue el pakistaní Mahbub Ul Haq, de quien la ONU adoptó esta teoría para crear el índice de Desarrollo Humano con el que, desde 1990, mide la riqueza de las naciones, pero desde el nivel de vida que alcanzan sus ciudadanos. Amartya Sen, un reputado economista indio, consolidó este nuevo enfoque de manera tan brillante que le valió el Nobel de Ciencias Económicas en 1998.

Hoy en día el Índice de Desarrollo Humano (IDH) es un instrumento que “monitorea el progreso de las naciones con un instrumento que conjuga la longevidad de las personas, su educación y el nivel de ingreso necesario para una vida digna”.

En México, desde 2010 la ONU mide este desarrollo en tres dimensiones principales: ingreso, salud y educación. Es decir, la garantía de que un mexicano viva con base en su dignidad humana y por ende pueda ser feliz radica, por mucho, en el nivel de estas tres dimensiones, no exclusivamente, pero sí imprescindibles para afirmar que, objetivamente, una sociedad se acerca o se aleja de la “felicidad”.

Los desafíos para alcanzar un nivel en estos rubros siguen siendo enormes, y si bien nuestro IDH antes de la pandemia había podido recuperarse y pasar a un digno lugar 74, después de ésta el PNUD calcula que habría una reducción de 25% en la cobertura de servicios de salud y la tasa de mortalidad infantil (y, por tanto, en la esperanza de vida al nacer), retrocedería 8 años; en educación este retroceso sería de 5 años con una reducción de seis años en el nivel educativo. En cuanto al ingreso, en un análisis hipotético el PNUD señala que “un posible efecto de la COVID-19 en la economía mexicana sería una caída del 8.55% en el Ingreso Nacional Bruto (INB), a partir de las probabilidades de comportamiento en la recuperación económica. Bajo este escenario, se estaría en niveles similares del INB de 2011, es decir, una pérdida de nueve años de progreso en términos del índice de ingresos.

Por eso es que las acciones gubernamentales para la recuperación son urgentes y clave para enfocarse en la reactivación de la economía y los empleos si de verdad importa que los mexicanos seamos “felices”.

La dignidad de las personas es la base en la que se asientan los derechos humanos y todo lo que de ellos se deriva, es un bien jurídico cuya garantía está prevista en la Constitución. Es decir, no es un concepto abstracto, sino bien dilucidado en nuestro marco legal y en los sistemas universal e interamericano de los derechos humanos y puede afirmarse que el ejercicio de este derecho, valor supremo, es inherente a la felicidad, medida ésta como el índice de desarrollo humano.

La Declaración Americana de los Derechos y Deberes del Hombres considera que la dignidad tiene que ver con “la protección de los derechos esenciales del hombre y la creación de circunstancias que le permitan progresar espiritual y materialmente y alcanzar la felicidad. ¿Cómo materializar desde este enfoque la felicidad? La respuesta más aceptada es permitir que las capacidades de las personas aumenten y les permitan disfrutar de mayores opciones a lo largo de su vida.

Algunas capacidades se van construyendo a lo largo de toda la vida, pero otras son básicas y tienen que ver con las políticas públicas, por ejemplo como la sobrevivencia al nacer o el nivel educativo, o tener mejores ingresos a través de las oportunidades de trabajo. De este modo las personas pueden “escapar” del hambre, la enfermedad y la pobreza.

En relación con esto, la idea de que el PIB o PNB no son los mecanismos más certeros para medir el desarrollo de un país y de sus habitantes es un postulado viejo y en mucho se debe al trabajo de un grupo de economistas liberales, pioneros de un movimiento que se dio por llamar “la revolución del desarrollo humano”, basado en teorías que cobraron fuerza en los ochenta y en su momento consideradas “herejes” por oponerse a los paradigmas que prevalecían hasta entonces.

Uno de sus máximos representantes fue el pakistaní Mahbub Ul Haq, de quien la ONU adoptó esta teoría para crear el índice de Desarrollo Humano con el que, desde 1990, mide la riqueza de las naciones, pero desde el nivel de vida que alcanzan sus ciudadanos. Amartya Sen, un reputado economista indio, consolidó este nuevo enfoque de manera tan brillante que le valió el Nobel de Ciencias Económicas en 1998.

Hoy en día el Índice de Desarrollo Humano (IDH) es un instrumento que “monitorea el progreso de las naciones con un instrumento que conjuga la longevidad de las personas, su educación y el nivel de ingreso necesario para una vida digna”.

En México, desde 2010 la ONU mide este desarrollo en tres dimensiones principales: ingreso, salud y educación. Es decir, la garantía de que un mexicano viva con base en su dignidad humana y por ende pueda ser feliz radica, por mucho, en el nivel de estas tres dimensiones, no exclusivamente, pero sí imprescindibles para afirmar que, objetivamente, una sociedad se acerca o se aleja de la “felicidad”.

Los desafíos para alcanzar un nivel en estos rubros siguen siendo enormes, y si bien nuestro IDH antes de la pandemia había podido recuperarse y pasar a un digno lugar 74, después de ésta el PNUD calcula que habría una reducción de 25% en la cobertura de servicios de salud y la tasa de mortalidad infantil (y, por tanto, en la esperanza de vida al nacer), retrocedería 8 años; en educación este retroceso sería de 5 años con una reducción de seis años en el nivel educativo. En cuanto al ingreso, en un análisis hipotético el PNUD señala que “un posible efecto de la COVID-19 en la economía mexicana sería una caída del 8.55% en el Ingreso Nacional Bruto (INB), a partir de las probabilidades de comportamiento en la recuperación económica. Bajo este escenario, se estaría en niveles similares del INB de 2011, es decir, una pérdida de nueve años de progreso en términos del índice de ingresos.

Por eso es que las acciones gubernamentales para la recuperación son urgentes y clave para enfocarse en la reactivación de la economía y los empleos si de verdad importa que los mexicanos seamos “felices”.

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