/ domingo 8 de septiembre de 2019

Dios bendiga la antigua mesa

Papacito, padre mío, no sabes cómo agradezco al cielo la manera en que fuiste nutriendo mis ilusiones convirtiendo lo etéreo en sustantiva realidad, dedicando tus domingos, nuestros domingos, a complacer -a través de tu privilegiada memoria sensitiva- al niño inquieto con los ojos en el futuro y el corazón aferrado a un pasado inefable.

Bendita sea la radio que, hace no más de 20 años, aún programaba los “Mil besos” con los Bribones y hacía al viejo Cadillac la atmósfera perfecta para un auténtico viaje al pasado. Magia pura y mielina en derroche. Bendita sea la vida que me permitió, a tu lado, agasajarme más de una vez a través de los gestos de gozo en cada bocado que irrumpía en el exigente y agradecido paladar de mis abuelos en las tardes del Casino Español. Aún recuerdo el olor a naftalina que emanaba de las viejas casas distribuidoras de casimires nacionales (Covarra o Rivetex hasta los más finos importados de la Gran Bretaña), olor inconfundible que hacía antesala a la llegada inminente a las calles de Isabel la Católica. Caldo gallego, cocido madrileño, merluza al vino, caracoles, paella, bacalao a la vizcaína y torrejas eran sólo algunos de los platillos que hasta la fecha siguen celosamente guardados en la memoria de mis sentidos.

Bendito el paso obligado por el Salón Luz, en donde un adorable anciano, puntual como un tren alemán, deleitaba el ambiente en turnos de 45 minutos con su nostálgica música de salterio al compás del bullicio de la fascinante calle de Gante en donde aún sobrevive, estoico, el antiguo edificio de la compañía de luz o el elegante pasaje que desemboca en la tradicional zapatería El Borceguí o la Camísería Bolívar, en donde pareciera aún estar presente tras el despachador, nuestro viejo amigo Ramón, el gran vendedor e incansable dandy que nunca requirió de sumadoras o artilugios para calcular la matemática de sus cuentas.

Bienaventurados los días en que la calle 16 de Septiembre nos ofrecía un auténtico festín de placeres exquisitos en el insondable misterio de la leyenda viva, desde el Prendes y su subyugante mural hasta la Pastelería Ideal, pasando por los Mazapanes Toledo o la infaltable ”asomadita” obligada a los maravillosos mostradores de los productos importados de la Casa Bóker o los suéteres de la camisería Madrid. Esos días laten cada día más intensamente en el torrente de mi alma Bohemia. Loca siempre.

Dichoso yo, padre mío, que pude compartir contigo los más exquisitos langostinos en el incomparable Restaurante Danubio, en donde tantas tardes, entre comensales vascos y visitantes del mundo nos encontramos a Jacobo Zabludovsky y tantos otros personajes. Dios bendiga la vida interminable de las calles de Uruguay desde los Tacos Beatriz, pasando por el Centro Castellano hasta la Casa Rosalía y su menú de comida corrida tradicional.

Así como los abrazos que me dan mis amigos y el placer que en mí provoca la armonía musical, también en mi paladar viven celosamente atesoradas las colosales sinfonías de placer de los chiles en nogada de La Hostería de Santo Domingo, La torta de guajolote con mole de La Casa del Pavo, los tacos dorados de La Ópera, los primeros daiquirís de mi vida en el Bar Mancera, las enchiladas rojas del Café Tacuba o las gaoneras de El Taquito de la calle del Carmen en donde siempre fuimos atendidos cálidamente por los hermanos Guillén en compañía de mi adorada Liz (¡Cuánto te extraño, mi viejita buena!).

Desde los años 40, José Inés Loredo se lanzó a la conquista gastronómica de la ciudad de México, en donde abrió algunos restaurantes que marcaron época, desde el mítico Tampico Club, abierto 24 horas del día en la calle de Balderas, el Morrocco, el María Candelaria en Xochimilco, El Caballo Ballo y el Colonial Loredo hasta el Lincoln de la calle Revillagigedo, famoso por sus desayunos; único que permanece aún en pie, estoico.

No sé si fuiste tú, padre mío, o mis excéntricas amistades, mis inusuales tutores, mi familia escogida o la natural mezcla de mis gustos anacrónicos propios de un bon vivant de principios del siglo XX, los que hasta la fecha hacen que mi deseo se resigne a adentrarse en los nuevos restaurantes “concepto” de la vida contemporánea de la ciudad y en vez de probar las nuevas “tendencias” gastronómicas de “autor” prefieren sacrificar la aventura de moda de Polanco o la Condesa por un buen chamorro con Sauerkraut y un provocador vino alsaciano en el viejo Seps de París, un suculento lechón asado estilo Segovia con huevos rotos en el Mesón Puerto Chico de la Tabacalera, la siempre sabrosa Frankfurter con Chucrut del Bellinghausen, un exquisito pescado Meunière al limón en Les Moustaches, los callos a la madrileña en La Covadonga, aquellas codornices del San Ángel inn, mi vasto y apetitoso Ossobuco en el Rafaello, unos frijolitos maneados del Palominos, mi Petrolera en Los Panchos o mis carnitas del Arroyo.

No sé si sean los muebles antiguos, los viejos meseros ataviados con elegante mandil a rayas o jaquet de media etiqueta; tal vez sea el sabor añejo y semivacío del antiguo mobiliario, los parroquianos y comensales que apuntan canas mientras miran pasar la vida saboreando un Fernet Branca o un negroni en las rocas. No sé si sea el espíritu del lugar en donde los viejos pianos sin tocarse descansan pacientemente junto a la vacía barra del alfombrado bar para que los boleros sean arrancados. Lo único que quiero es que se mantengan los candelabros encendidos y que dios bendiga a mis restaurantes favoritos y a mi sacrosanto padre a quien prometo honrar a través de esta tradición que irá de mis hijos a los hijos de mis hijos en un gran unísono, cantando.

No está por demás recordarle, querido bohemio lector, que todos los lugares que en esta columna menciono aún siguen abiertos y en operación librando la batalla del tiempo tras el injusto rechazo de la paradoja de los rebeldes de hoy, los nostálgicos de mañana. Mientras tanto, ya saben que quiero: ¡Escribidme! Mi mail os dejo, mi mail os doy: rodrigodelacadena@yahoo.com

¡Ni una línea más!

Papacito, padre mío, no sabes cómo agradezco al cielo la manera en que fuiste nutriendo mis ilusiones convirtiendo lo etéreo en sustantiva realidad, dedicando tus domingos, nuestros domingos, a complacer -a través de tu privilegiada memoria sensitiva- al niño inquieto con los ojos en el futuro y el corazón aferrado a un pasado inefable.

Bendita sea la radio que, hace no más de 20 años, aún programaba los “Mil besos” con los Bribones y hacía al viejo Cadillac la atmósfera perfecta para un auténtico viaje al pasado. Magia pura y mielina en derroche. Bendita sea la vida que me permitió, a tu lado, agasajarme más de una vez a través de los gestos de gozo en cada bocado que irrumpía en el exigente y agradecido paladar de mis abuelos en las tardes del Casino Español. Aún recuerdo el olor a naftalina que emanaba de las viejas casas distribuidoras de casimires nacionales (Covarra o Rivetex hasta los más finos importados de la Gran Bretaña), olor inconfundible que hacía antesala a la llegada inminente a las calles de Isabel la Católica. Caldo gallego, cocido madrileño, merluza al vino, caracoles, paella, bacalao a la vizcaína y torrejas eran sólo algunos de los platillos que hasta la fecha siguen celosamente guardados en la memoria de mis sentidos.

Bendito el paso obligado por el Salón Luz, en donde un adorable anciano, puntual como un tren alemán, deleitaba el ambiente en turnos de 45 minutos con su nostálgica música de salterio al compás del bullicio de la fascinante calle de Gante en donde aún sobrevive, estoico, el antiguo edificio de la compañía de luz o el elegante pasaje que desemboca en la tradicional zapatería El Borceguí o la Camísería Bolívar, en donde pareciera aún estar presente tras el despachador, nuestro viejo amigo Ramón, el gran vendedor e incansable dandy que nunca requirió de sumadoras o artilugios para calcular la matemática de sus cuentas.

Bienaventurados los días en que la calle 16 de Septiembre nos ofrecía un auténtico festín de placeres exquisitos en el insondable misterio de la leyenda viva, desde el Prendes y su subyugante mural hasta la Pastelería Ideal, pasando por los Mazapanes Toledo o la infaltable ”asomadita” obligada a los maravillosos mostradores de los productos importados de la Casa Bóker o los suéteres de la camisería Madrid. Esos días laten cada día más intensamente en el torrente de mi alma Bohemia. Loca siempre.

Dichoso yo, padre mío, que pude compartir contigo los más exquisitos langostinos en el incomparable Restaurante Danubio, en donde tantas tardes, entre comensales vascos y visitantes del mundo nos encontramos a Jacobo Zabludovsky y tantos otros personajes. Dios bendiga la vida interminable de las calles de Uruguay desde los Tacos Beatriz, pasando por el Centro Castellano hasta la Casa Rosalía y su menú de comida corrida tradicional.

Así como los abrazos que me dan mis amigos y el placer que en mí provoca la armonía musical, también en mi paladar viven celosamente atesoradas las colosales sinfonías de placer de los chiles en nogada de La Hostería de Santo Domingo, La torta de guajolote con mole de La Casa del Pavo, los tacos dorados de La Ópera, los primeros daiquirís de mi vida en el Bar Mancera, las enchiladas rojas del Café Tacuba o las gaoneras de El Taquito de la calle del Carmen en donde siempre fuimos atendidos cálidamente por los hermanos Guillén en compañía de mi adorada Liz (¡Cuánto te extraño, mi viejita buena!).

Desde los años 40, José Inés Loredo se lanzó a la conquista gastronómica de la ciudad de México, en donde abrió algunos restaurantes que marcaron época, desde el mítico Tampico Club, abierto 24 horas del día en la calle de Balderas, el Morrocco, el María Candelaria en Xochimilco, El Caballo Ballo y el Colonial Loredo hasta el Lincoln de la calle Revillagigedo, famoso por sus desayunos; único que permanece aún en pie, estoico.

No sé si fuiste tú, padre mío, o mis excéntricas amistades, mis inusuales tutores, mi familia escogida o la natural mezcla de mis gustos anacrónicos propios de un bon vivant de principios del siglo XX, los que hasta la fecha hacen que mi deseo se resigne a adentrarse en los nuevos restaurantes “concepto” de la vida contemporánea de la ciudad y en vez de probar las nuevas “tendencias” gastronómicas de “autor” prefieren sacrificar la aventura de moda de Polanco o la Condesa por un buen chamorro con Sauerkraut y un provocador vino alsaciano en el viejo Seps de París, un suculento lechón asado estilo Segovia con huevos rotos en el Mesón Puerto Chico de la Tabacalera, la siempre sabrosa Frankfurter con Chucrut del Bellinghausen, un exquisito pescado Meunière al limón en Les Moustaches, los callos a la madrileña en La Covadonga, aquellas codornices del San Ángel inn, mi vasto y apetitoso Ossobuco en el Rafaello, unos frijolitos maneados del Palominos, mi Petrolera en Los Panchos o mis carnitas del Arroyo.

No sé si sean los muebles antiguos, los viejos meseros ataviados con elegante mandil a rayas o jaquet de media etiqueta; tal vez sea el sabor añejo y semivacío del antiguo mobiliario, los parroquianos y comensales que apuntan canas mientras miran pasar la vida saboreando un Fernet Branca o un negroni en las rocas. No sé si sea el espíritu del lugar en donde los viejos pianos sin tocarse descansan pacientemente junto a la vacía barra del alfombrado bar para que los boleros sean arrancados. Lo único que quiero es que se mantengan los candelabros encendidos y que dios bendiga a mis restaurantes favoritos y a mi sacrosanto padre a quien prometo honrar a través de esta tradición que irá de mis hijos a los hijos de mis hijos en un gran unísono, cantando.

No está por demás recordarle, querido bohemio lector, que todos los lugares que en esta columna menciono aún siguen abiertos y en operación librando la batalla del tiempo tras el injusto rechazo de la paradoja de los rebeldes de hoy, los nostálgicos de mañana. Mientras tanto, ya saben que quiero: ¡Escribidme! Mi mail os dejo, mi mail os doy: rodrigodelacadena@yahoo.com

¡Ni una línea más!